Blogia

CUENTO CORTO/ CARLOS A. LOPRETE

ABURRIDO Y SIN AYUDA

ABURRIDO Y SIN AYUDA

         Una cocina, a la hora de cenar, es una sesión de psicología de grupo, como conviene a una familia moderna. bien organizada. No importa que la conformen cuatro o diez miembros. El padre indaga a sus hijos cómo les ha ido en la escuela, y a su mujer  qué facturas ha recibido, las llamadas telefónicas, el apagón de luz a mediodía y el estado de la perrita embarazada. El mayor de los hijos explica su examen fallido de matemática en la universidad y la antipatía que le tiene el profesor. La madre pregunta a su marido si peligra en su empleo a causa de la crisis mundial y le informa que el vecino del departamento ha sufrido un infarto de corazón, y naturalmente, se queja de que la cuota diaria de dinero no le alcanza ya para comprar los alimentos por causa de la  inflación y deben recortar el presupuesto.             

     - No te preocupes, tesoro, no hay que ser pesimista. Yo no estoy en la lista de  los prescindibles de la empresa y a lo sumo podrán rebajarme el sueldo. Comamos por ahora tranquilos. Dame una copa más de vino. Un día de vida es un día de vida.

     Pero Cachito, silencioso hasta el momento, interrumpe con una intempestiva pregunta:

     - Papi, ¿qué es un gobierno?

     - Y esa pregunta, ¿a qué viene? No me irás decir que el presidente quiere nombrarte ministro. De todos modos, te explicaré. El gobierno es el grupo de personas que mandan en el país. Ellos nos dicen las cosas que tenemos que hacer.

     - Pero a mí no me dicen nada, papi. 

     - Por supuesto, hijo, no se lo dicen a uno por uno. Para eso escriben las leyes que se publican en los diarios.

    - Ah, entonces las leyes no me sirven a mí.

    - Cómo que no te sirven –intervino la madre-. Si no hubiera leyes el país sería un barullo. Las cumplimos y no nos peleamos entre nosotros. Siempre alguien tiene que mandar. Igual que en la escuela. La maestra da las órdenes como si fueran leyes y los alumnos las cumplen.

     Cachito se puso a pensar la explicación de sus padres, pero su rostro revelaba que no había comprendido tanta enseñanza. Miró a sus padres con ojos de pedir permiso para formular su duda y dijo:

     - Pero las leyes ¿no sirven también para pedir cosas? La maestra en clase nos dice que si queremos hacerle alguna pregunta podemos hacerlo con confianza.

     - Claro que sí, hijo. Las leyes nos permiten también hacerle pedidos al gobierno. ¿Por qué preguntas eso? ¿Necesitas algo? En una de ésas puedes pedirlo –aclaró el padre.

     - Si, papi, yo estoy aburrido.

     - Bueno, eso no es grave, todos tenemos momentos de aburrimiento. Después pasan.

     - Pero es que yo estoy aburrido desde hace un mes y no sé cómo desaburrirme. ¿Se dice así?

     - Bueno, no exactamente. El verbo desaburrir no existe en el diccionario. Pero, en concreto, ¿qué quieres pedirle al gobierno?

     - Que me entretenga de alguna manera, porque yo solo no puedo.

     - ¿Pero no te alcanza con jugar a la pelota, ir de visita a los museos y teatros, mirar televisión, correr con la perrita, trotar por la plaza, pintar libros, comer caramelos y tomar gaseosas?    

     - No, papi. Igual me aburro.

     - Si es así, puedes mandar una carta al Ministerio de Bienestar Social. Ellos saben  qué hacer. Tu madre puede ayudarte a redactarla para que no cometas faltas de ortografía.

     Al día siguiente, madre e hijo estaban envueltos en la  fatigosa tarea de redactar una epístola. Después de tres horas y media lograron poner fin a la obra maestra. La depositaron en un buzón de correo y se dispusieron a esperar la respuesta. Pasó una semana, cinco meses pasaron, y  la respuesta no llegó. Entretanto el aburrimiento de Cachito siguió en aumento y culminó con la internación en una casa de reposo.

     La carta había llegado a manos del destinatario, quien se expidió sobre la solicitud: 

  ¡Habráse visto semejante ocurrencia! Yo, el ministro de Bienestar Social, con todo el trabajo que tengo, desaburriendo a un mocoso imberbe. Pasen el pedido al gerente de casos especiales y no me vuelan más con este asunto. De este modo, Cachito quedó “aburrido y sin ayuda.”

 

 

 

LOS PERSONAJES

LOS PERSONAJES

     En un descanso de su trabajo, los personajes se pusieron a dialogar en un aislado recoveco de neuronas anquilosadas, hastiados de esperar su destino. El novelista no se resolvía a otorgarles personalidad de una vez por todas, mientras le llegaba la inspiración.        

     -¿Qué haces tú en la novela? –le preguntó Alonso-. Te veo poco entre nosotros.

     - Es que el autor no se sabe qué hacer conmigo. Soy una especie de comodín. El escritor me lleva de aquí para allá. De pronto me describe como un campesino laborioso y en la página siguiente se arrepiente y quiere hacerme otra cosa. ¿Te das cuenta? El mes pasado era un padre cariñoso, un modelo del vecindario, después me convirtió en un fullero de casino, y hoy no sé qué hará conmigo –replicó fastidiado Martín.

     - Eso pasa a menudo. Pero te olvidas de que el autor es quien nos crea y puede pintarnos a su gusto. Nosotros no tenemos otra alternativa que ser obedientes. Cervantes engendró más de novecientos personajes en su Quijote  y ninguno se lo recriminó. Era su derecho.

       - De acuerdo, él nos da la existencia y si somos algo es por él. Pero eso no le da razón para  pensarnos desatinadamente. A mí me avergüenza pasar a la cabeza de los lectores como un alcahuete entregador de mujeres. 

        - Bueno, yo empecé siendo loco y me convertí en cuerdo. ¿Qué tiene eso de malo?

        - Tuviste suerte. Yo, en cambio, fui siempre bueno y me transformé en malvado.

        - Pero al menos todavía vives. Ten cuidado, no sea que el autor te haga matar de un disparo en la cabeza. Ahora se usa mucho esta técnica. No se puede escribir una obra sin que haya un personaje villano. Así han sido siempre las cosas. Si los hombres no se destrozan entre sí, ¿qué habría para narrar? Dicen que Dios hizo el mundo y creó a los narradores para entretenerlos y proporcionales gozo.

       - Entonces deberían contar otras historias, reales si quieren, pero más artísticas. O describirnos tales como somos sin inmiscuirse con sus opiniones propias.  

      - ¿Y qué te importa que te vean como un villano si nadie puede recriminártelo puesto que no andas por la calle? Nosotros constituimos otro mundo, el de las personas que no existen pero representan a las existentes. Somos fantasmas y nada más.

     - Yo diría fantasmas, sí, pero fantasmas ejemplares.         

     - Pero no nos leen para tomar ejemplo, nos leen para distraerse.

      - Será como dices. Pero yo me resisto a ser como le viene en capricho a nuestro autor.    

      - Puedes resistirte cuanto quieras, pero nosotros los personajes no podemos ser otra cosa que lo que ordena el escritor. A las personas del mundo real les pasa como a nosotros que no pueden ser como quieren.

       - No puedo contestarte por los otros. Separémonos que el nuestro se ha despertado y comienza a escribir. Buena suerte. Ojalá te llame para ser San Miguel Arcángel.

      - Difícil, es ateo.

       Los personajes, varones y mujeres, se recluyeron en un salón de la memoria, listos para hacerse presentes cuando la voluntad del novelista los convocara. Repantigados en cómodos sofás, de pie en grupos de conversación o dialogando en torno a mesas circulares, cada uno se movía a su arbitrio en la incertidumbre de su destino del día. En apariencia se veían tranquilos, aunque en realidad deseaban con ansiedad ser llamados para algún buen papel en la nueva obra. A los pobres personajes les había tocado en suerte habitar en un cerebro estéril, inhábil para armar una trama atractiva, y sin capacidad para concebirlos verosímiles en sus pensamientos y en sus comportamientos, de manera que a su  angustia se sumaba el temor de ser desfigurados irresponsablemente por ese artista novicio y sin dotes. Algunos de ellos ya tenían experiencias degradantes en libros anteriores y casi todos estaban frustrados por los papeles desempeñados. Uno se quejaba de haber tenido que transfigurarse del gaucho Hormiga Negra, un minúsculo y huidizo gaucho delincuente, vencedor de partidas policiales, en el David bíblico, triunfador en su desigual enfrentamiento con el gigante filisteo Sansón.

          El narrador, caracterizado por su mal gusto y su incultura libresca, les adjudicaba por lo común almas delincuentes, regodeándose con mujeres desleales y pervertidas, políticos ambiciosos y perdularios, aristócratas corrompidos y nocherniegos, comisarios sobornables y de sesos mal irrigados, jueces prevaricadores, en otras palabras, engendros inmisericordes, fantásticos y estúpidos. Había descubierto que la más rápida técnica de crear un personaje era mezclar caracteres. Se jactaba de su creación más celebrada,

Buchón, el informante secreto de la policía , vagabundo desastrado e itinerante consuetudinario de las vías ferroviarias. Lo había compuesto con el rostro de un intendente indígena del norte, la facha de un millonario extravagante enemigo de la civilización, los modales pedigüeños con los de un pordiosero de la Catedral, las intrigas entre malhechores con copiados manejos de algunos senadores del Congreso, y el lenguaje, ¡maldito lenguaje!, del que oía en el Mercado de Abasto. Una sustancial fuente de ejemplares eran los cuentos de Las mil y una noches, de El Decamerón de Boccaccio y los dramas de Shakeaspeare. 

        En un rincón de su mente conversaban agrupados los personajes argentinos, mejor dicho porteños, que había incluido en sus relatos el escritor. Rememoraban el infierno de individuos del arrabal porteño, un universo de hombres y mujeres destrozados en la conquista de la fama, el dinero y el poder.

       Sus escritos desmentían la antigua ilusión de que Dios había enviado los narradores al mundo para entretener a los humanos y hacerlos gozar con las artes bellas. Los personajes opinaban,  por el contrario, que el Diablo los había enviado a este mundo para hablar mal de la gente. Tomaba sus modelos de las letras de tango y los embadurnaba con su impenitente  mal gusto. En una sola narración había hecho confluir a Malena, que allá en el suburbio cantaba el tango con penas de bandoneón; Griseta, la francesita “pizpireta, sentimental y coqueta”, que una noche murió ahogada de champán en un cabaret  con la pena de no haber podido ser la mejor flor de del arrabal; Melenita de Oro, la simuladora de amor, traicionera y mentirosa; la Galleguita, que tocó tierra argentina un día de abril para juntar plata para  su viejita y sucumbió en la lujuria de un club nocturno; Milonguita, una vendedora de deleites corporales condenada a ser pisoteada por todos; Estercita, que en la primer cita dio al malevo su amor y su honor; Flor de Fango, nacida en un conventillo de arrabal alumbrado a querosén y que se hizo buscadora de amantes.

         Los hombres del tango no desmerecían en la cofradía de personajes, el Ciruja, que vencido y mirando el mundo de reojo, vivía del dinero que su pareja les sacaba a los matones;  Patotero, el rey del bailongo, que en vida sólo tuvo amantes y nunca una mujer, y ahora ríe cuando tiene ganas de llorar; Niño Bien, el pretencioso y fatuo, que pasa las horas en una mesa de bar y habla únicamente de las estancias de papá que es en realidad un vendedor de fainá; Yira, haragán y buscavidas, que no se da cuenta de que el día de su agonía los demás estarán probándose los trajes que él dejará. “Para mí, inspirarse es robar y en eso no soy el primero ni el único” se defendía si algún ilustrado lo recriminaba.

           - Basta –interrumpió un tercero-, ninguno ha tenido peor destino que el mío, que en mi largo oficio de personaje me han tocado los papeles de rey de Dinamarca y Julio César, y ahora el autor me utiliza como un rufián de cabaret.

     - De acuerdo, pero no le eches la culpa al escritor porque él toma sus modelos de la realidad. En la vida, todos somos comediantes, incluido el propio escritor.

MI VIDA POR UNA FOTO

MI VIDA POR UNA FOTO

 

Allá a lo lejos y hace tiempo hubo un rey que desesperado por huir de la batalla perdida, ofrecía su reino a quien le ofreciera un caballo: “Mi reino por un caballo.”

Desde entonces quedó establecida la costumbre de ofrecer un precio inmenso por una nimiedad que puede salvar la vida.

     ¿Qué daría hoy en día un presidente o un rey en tal caso? Nada, no se haga ilusiones el lector,  porque los soberanos no se presentan en los campos de batalla ni ebrios ni dormidos: se mueven en este mundo bajo la premisa inalterable de “animémonos y vayan.” Mientras sus súbditos mueren en las batallas, ellos se mantienen refugiados en algún búnker, cueva o túnel subterráneo, hospital, escuela, jardín de infantes, maternidad o templos, con la esperanza de que los enemigos sean ingenuos y dejen de atacarlos. Podrían citarse decenas de dictadores que cuando llegó la hora de la valentía, se mostraron cobardes como cualquier vecino de la calle y se fugaron a embajadas en busca de protección. No es necesario mencionarlos, porque cualquier curioso puede encontrar sus nombres en los diarios de la época. 

     Pero dejemos a los cobardes históricos con certificado de garantía y volvamos a los cobardes vulgares, a los cobardes actuales, que tienen miedo a no salir impresos en las portadas de las revistas o diarios, y ofrecen fortunas a los editores a cambio una publicación.  Mingo Equus pagó 200.000 dólares al editor de Good Wealth para ver su rostro con sonrisa trucada de ángel en la publicación, debido a que su facies real se parecía a la de un perro bulldog.  Dulzura Naciente, bailarina colombiana de cumbia, pagó por su parte 500.000 para que el editor publicara su fotografía de cuerpo entero, pero cambiada su piel negra en la de una mulata.

      Es inexplicable este obsesivo afán por la propia fotografía, como si en el más allá el ingreso se hiciera conforme a las fotografías terrenales y no a los actos cumplidos. Los guardianes de las tres puertas celestiales no confían en las fotos de nosotros los humanos y se atienen estrictamente a los registros propios. 

     Esta angustia por la fotografía asombraría a los mismísimos hermanos Lumière, que a duras penas aceptaron ser fotografiados ellos mismos, aunque dicho sea en su honor, no cobraron estipendio alguno por esa concesión. Mas cuando en la vida se mezclan la fotomanía con la ignorancia, el asunto se torna peligrosísimo. Mariquita Reinosa, actriz de espectáculos, no conseguía que le tomaran una fotografía y la publicaran en la portada de Good Wealth, como había sucedido con Mingo Equus. En su niñez los consejos escolares la habían declarado “analfabeta a perpetuidad”, y su razón tenían. Sostenía que como la letra hache no se pronuncia en castellano, en su lugar debía ponerse un cero.

     No habría corrido mayor peligro, si además de ignorante se hubiera resignado a quedarse en su casa y tejer. Pero no. Fotomanía e ignorancia forman un cóctel mortal, y ella sin darse cuenta, se metió cierto día en la manifestación de unos piqueteros fotográficos que reclamaban el monopolio para ejercer su oficio en la ciudad, con exclusión de todo otro profesional. Excitada y fuera de sí por los tambores, pitos, maracas y panderetas, perdió los estribos y se puso a gritar “Mi vida por una fotografía” en vez de ofrecer en pago alguna otra minucia de menos valor, como podría haber sido “mi marido por una foto.”

     Los errores se pagan en este mundo lo mismo que las verdades, y así ocurrió en su caso. Un piquetero tailandés refugiado, se hizo cargo del ofrecimiento, le tomó la foto con una Polaroid en la refriega, se la tiró a los pies, y le dio un maquinazo en la cabeza al grito de  “Entrégale tu alma al Diablo a cuenta de mis deudas.”  

     Eso le pasó a Mariquita Reinosa por vanidosa.

MIS PARIENTES HOLANDESES

Image Hosted by ImageShack.us

     Llegaron un sábado a las nueve de la noche desde el aeropuerto de Ezeiza en un taxi que les cobró, por supuesto, mucho más de la tarifa oficial. El chófer no sabía que Lulia, la madre, era argentina, aunque residía en Amsterdam, con su esposo K. y su hijo Polke, ambos holandeses de nacimiento. Pero Lulia sí sabía que los taxistas del aeropuerto no trabajaban bajo normas de honradez y resultaba más práctico hacerse la ingenua y pagar, antes que iniciar las vacaciones con un conflicto personal.

     Los recibimos en casa con gran expectativa, mi esposa e hija. ¿Cómo serían esos parientes que venían de un extraño país? Nos apresuramos a saludarlos y abrazarlos, pero con gran sorpresa nuestra, Polke dio un paso atrás y se negó a que lo tocáramos. No entendimos su actitud y pensamos que probablemente estaba intimidado ante parientes tan expresivos. Tener diez años no es edad todavía suficiente para ser un héroe social. No aceptaron compartir con nosotros una suculenta cena que les teníamos preparada, y únicamente admitieron tomar sendos vasos de una gaseosa con cola de fama universal. ¡Qué prudentes -pensé- no quieren causar molestias!

     Milena, nuestra perrita joven y alegre, les dio una recepción menos confiada. Los ladraba en español con breves pausas en las que nos miraba a nosotros como esperando una respuesta aclaratoria, favorable o desfavorable a los recién llegados, husmeaba las tres enormes maletas que traían, se acercaba a Lulia, a K. y a Folke, los olía  y reolía, sin dejar de mover su rabo cortado y mirarnos en procura de una respuesta. Como no la obtuvo porque nosotros estábamos concentrados en la recepción, se resignó a extenderse en el suelo a nuestro costado, dispuesta a defendernos si fuera necesario. Padre y madre no se inmutaron con los ladridos y sólo Folke le dirigió unas miradas que no alcanzamos a comprender si eran de simpatía o temor. Les mostramos las habitaciones que les teníamos reservadas y nos fuimos todos a dormir.

     Al día siguiente, me desperté temprano y fui a la cocina para prepararme el desayuno, y encontré a  Lulia tomando mate con bombilla como solemos hacerlo nosotros. Hablamos únicamente de la Argentina y sus cosas, que ella no había olvidado y se complacía en rememorar, como sabueso que remueve de la tierra el hueso enterrado. Evidentemente había conservado intactas sus experiencias juveniles en el país enterradas en un voluntario olvido pero no hacía comentarios comparativos ni me decía “En Holanda nos desayunamos con…” A todas luces, evitaba hablarnos de los asuntos que podían suscitar desacuerdos. Mientras ocurría esto, Lulia preparaba el desayuno para su esposo y para su hijo. Para Polke esos pequeños limoncitos que aquí llamamos kinotos, papas fritas disecadas y me parece que una gaseosa de cola. Para K. no recuerdo. Lulia no despertó a ninguno de los dos y esperó a  que se levantaran por su cuenta.

    Quiso después conocer mi computadora. La probó y me dijo que estaba mal configurada . Tecleó y retecleó por aquí y por allá y me la dejó programada de una forma increíble. Mejoró la configuración, agregó programas, instaló entradas directas y otras exquisiteces técnicas que me deslumbraron. Aplicando uno de esos programas, me mostró su casa en Amsterdam, vista desde diferentes altitudes y me explicó cómo era y cómo marchaban sus planes para el pago de las hipotecas.

     En eso estábamos, cuando apareció Polke masticando los kinotos crudos y sonrió al ver el equipo listo para funcionar. A partir de entonces Polke se convirtió en un visitante fantasma, jugando con la computadora, mirando televisión,  masticando kinotos y entreteniéndose horas y horas por día.

     Con K. yo me entendía en un medio inglés, al paso que mi esposa y mi hija se entrometían de vez en cuando escuchaban alguna frase conocida. Yo, por manifestarle mis buenos sentimientos, le mencionaba de vez en cuando algún personaje o hecho relacionado con su país, leído o escuchado de bocas expertas. Desfilaron  así por mi galería el delicado filósofo Erasmo de Rotterdam y sus divergencias  con la Iglesia de Roma; el torturado pintor Van Gogh y su extraño suicidio; las misteriosas reuniones secretas de los miembros e invitados del Grupo Bildelberg, fundado en Holanda por el Príncipe Bernardo entre otros, y al que la opinión pública consideraba  el grupo de poder capitalista más fuerte del mundo.  

    Como mis infructuosos intentos de manifestar  mi simpatía no parecían obtener reciprocidad, intenté temas más cotidianos, y pasé al turismo en las islas de Araba y las Antillas Holandesas, a la esposa argentina del príncipe heredero Guillermo de Orange, a las vacas lecheras holando-argentinas, sin olvidar el próximo encuentro de fútbol entre los equipos de nuestros países en las olimpíadas de Beijing. Tampoco logré conmoverlo. K. escuchaba con atención y me respondía subiendo y bajando la cabeza, con un escueto yes o a lo sumo con una frase en inglés que yo entendía algunas veces y otras no.     

    Me quedaba un último recurso, la ginebra Bols, pero no sabía nada de ella. ¿Dónde encontrar información tan minúscula? Me salvó la Wikipedia, donde de paso aprendí que era una bebida espirituosa producida por el destilador holandés, Lucas Bols y alguna que otra minucia.

     Mientras este torneo no se definía, otro prosperaba, el de Folke y mi perrita. Milena iba y venía de la cocina donde se desarrollaban las conferencias académicas a la sala donde Folke efectuaba sus investigaciones informáticas. Sorpresivamente una mañana encontré que Folke y la perrita se abrazaban gozosos en un sofá frente al televisior y una alegría interior me inundó. ¡Por fin Holanda y la Argentina se habían unido!                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                     

     A los cinco días llegó el momento de la despedida: Lulia, K. y Folke tomaban un ómnibus a las sierras de Córdoba. Los acompañé en un taxi a la estación  terminal de Buenos Aires, para evitarles inconvenientes y ayudarlos en cualquier imprevisto. Durante la espera, lamenté que la perrita no hubiera podido venir a hacer lo mismo con su amigo Polke, y para ofrecer al niño un última manifestación de cariño, le compré en su nombre un llavero con la figura de un conocido jugador argentino de fútbol. Esta vez me sonrió con franca alegría, pero sólo me permitió que le diera la mano y no lo besara. Me lo imaginé en la escuela de su ciudad natal, exhibiendo el trofeo de su safari.

     A punto de abordar el ómnibus, abracé a Lulia, volví a dar la mano a Polke y me dirigí a K. Lo miré sin decirle nada, como pidiéndole aprobación para lo que iba a hacer, y le di un fuerte abrazo y lo besé. Sólo entonces se despojó de su holandés interior, me sonrió agradecido y me abrazó.

    Dios los bendiga, parientes holandeses. Vuelvan pronto, mi casa es la suya.

 

 

HOMBRE JUGADO

HOMBRE JUGADO

Después de remover el matorral con la luz de su linterna, el taita Sarratea encontró a su hermano Filemón acurrucado a la vera del camino, como puma dispuesto a saltar sobre su presa.

- ¿Qué andás haciendo por aquí –le preguntó.

            La respuesta fue tajante:

            - Menos averigua Dios y perdona.

            Sarratea bajó los párpados y meditó. Si el muchacho agazapado en la oscuridad no hubiera empuñado en su diestra un 38 largo, quizás habría pensado en un secreto amorío juvenil. Pero el arma daba testimonio de una más grave intención:

- Estás por matar a alguien -le recriminó.

            Filemón permaneció mudo comprendiendo el mensaje encubierto de su hermano y bajó el arma. Sarratea insistió:

            - ¿Se puede saber a quién?

            Tampoco respondió Filemón a esa pregunta.

             En el Ford T detenido unos metros antes, el diputado Ponce esperaba el resultado de la exploración previa de su guardaespaldas.  Se inclinó apoyándose en el respaldo trasero del vehículo y preguntó al chófer:

            - ¿Pasa algo?

            - No sé, doctor, en la oscuridad no se ve nada.

            - Está bien, esperemos que vuelva –comentó el diputado Ponce.

            Las elecciones serían el domingo siguiente y el gobernador había manipulado la situación para el triunfo de su caudillo. La votación se haría a voz cantada y el Correo y los comisarios locales colaborarían en el robo y cambio de las urnas. Con todo, corría el rumor de que el presidente de la nación no confiaba en la fidelidad del candidato del partido:

           - Nos volverá locos a todos en el momento menos pensado –confesaba a sus íntimos-. No lo quiero en el Congreso. Encárguense ustedes del asunto.

            La voluntad presidencial había sido trasmitida en forma secreta al comisario del pueblo, que se dijo para sus adentros:

- Entre Ponce y el presidente, me quedo con el presidente.

Hizo venir del calabozo donde tenía detenido a Filemón, conversó con él y le

- Si el doctor Ponce no llega a las elecciones del domingo, me olvido del robo de caballos y del asalto al Jockey Club, y quedamos a mano. Ya sabés que por los caballos la pena es de cinco años y por el asalto a mano armada es de otros diez. Te dejo tu 38 largo, por si te hace falta. Hasta el sábado tenés plazo. Ahora volvé al calabozo y el sábado te doy las balas.

 Para Filemón resultó fácil averiguar que el sábado a eso de las diez de la noche, hora reservada exclusivamente por la regenta del prostíbulo local para los gobernantes y funcionarios, pasaría el doctor Ponce en su Ford T.

Escondido en  el sitio escogido para la emboscada, esperó con paciencia en el matorral. Nadie lo había visto llegar y ocultarse. El atraco se presentaba más sencillo de lo pensado. Pero como el miedo no es zonzo, una duda le martillaba en la cabeza: ¿y si el candidato venía acompañado de un guardaespaldas? Entonces no será uno sino dos, reflexionó, de modo que lo dejó librado al azar.

- ¿Qué tenés para matarlo? –le había dicho su hermano-. ¿No sabés acaso que vivimos de su plata?

La explicación no se hizo esperar:

- El comisario me prometió perdonarme el robo de los caballos y el asalto al Jockey si lo hago.

- ¿Estás seguro de que no me mientes?

- Te lo juro por esta cruz, hermano –contestó cruzando los dedos índices de sus manos y besándolos .- Son quince años.

- Imbécil, nunca aprenderás a vivir. ¿A  tu edad todavía crees en los Reyes Magos?  Te matará ni bien cumplas el pedido para que no queden testigos.

Filemón sintió vergüenza ante el razonamiento de su hermano y se quedó sin palabras para justificarse. En su aturdimiento, alcanzó a oír:

-Ahora dame el revólver y andá a esconderte en la casa del compadre Ramón y no salgas hasta que yo te avise.

Filemón puso el arma en manos de su hermano Sarratea, se arrastró sin hacer ruido por entre las matas y desapareció. El taita lo guardó entre sus ropas y se dirigió parsimonioso hacia el automóvil del caudillo. El doctor Ponce era para Sarratea su salvador y amigo. En dos ocasiones lo había librado de la cárcel por homicidio en asuntos de polleras.

- ¿Qué pasa, Sarratea? ¿Con quién hablabas?

El guardaespaldas no respondió. Súbitamente extrajo de entre sus ropas la Colt que siempre llevaba consigo y apuntando al pecho de su protector, le dijo:

- Discúlpeme, doctor Ponce. Lo hago porque mi viejita no aguantaría la muerte de su hijo menor. Yo, en cambio, ya estoy jugado en la vida.

Dio vuelta la cara para no ver la cara de su protector y descargó su pistola.

EL PERRITO JAPONÉS

EL PERRITO JAPONÉS

              Se llamaba Tomodata y era de oficio mecánico, muy aficionado a la construcción de juguetes. Entre sus méritos contaba con la invención de una muñeca que suspiraba y exhalaba un perfume de rosas cuando se le oprimía el pecho. Sin embargo, su obra cayó en el olvido cuando en los Estados Unidos apareció la grácil figurilla de Barbie con su acompañamiento de vestidos, casa y enseres domésticos.

            Esto le sucedió a fines del siglo pasado, cuando todavía se creía que las cosas inanimadas no pensaban. Llegó entonces la electrónica del brazo con la cibernética y sus deslumbrantes promesas, y adiós a los juguetes con engranajes y baterías, movidos por la voluntad de sus dueños. Tomodata se propuso entonces idear una mascota que pudiera resolver los problemas del exterior con criterio propio

             Se inclinó por los caninos, inspirado en su inseparable perrita Tuigi que lo acompañaba paciente y sumisa en sus interminables horas de trabajo, extendida a sus pies  del hocico a la cola. Por momentos giraba la cabeza a uno y otro lado y levantaba las orejas tratando de interpretar a la distancia cualquier sonido errabundo, o husmeaba cuanto insecto minúsculo le pasaba por delante. Miraba luego a su amo indicándole que no había peligro a su alrededor, para volver finalmente a su posición inicial y dormitar hasta la aparición del próximo sonido o intruso desconocido. Satisfacía su hambre con las escasas migajas que caían al piso del emparedado de queso de su señor y resistía a la sed y demás necesidades hasta que Tomodata se levantaba de su silla y salía al jardín a tomar un poco de aire fresco y tonificar su imaginación. Siempre a su pies, más de una noche la pasó sin comer por olvido del laborioso mecánico.

              En su empeño de lograr un perrito lo más acabado posible, Tomodata asistió a exposiciones en todo el país, aprendió inglés para leer manuales traídos de América y mantuvo correspondencia epistolar con algunos cerebros del Silicon Valley de California, paraíso de la cibernética. Se rumoreaba que el mismísimo Bill Gates le había enviado una tarjeta postal de fin de año animándolo en su proyecto y que un descendiente de Edison lo había distinguido con el aporte de una copia de las memorias íntimas de su abuelo sobre los secretos del arte de inventar.

              No le sirvió de mucho que digamos, pues la fórmula consistía el olvidarse de las ideas aprendidas y poner en su lugar otras nuevas y diferentes. ¡Vaya novedad!, pensó. Si al menos me hubiera indicado dónde encontrar una idea novedosa. Es como la explicación que Miguel Ángel dio en su época sobre el arte de esculpir: sacarle a un bloque de mármol lo que sobra de la figura que pretendemos lograr. La historia de una famosa muñeca china tampoco le resultó provechosa, porque su inventor tenía que meter la mano para hacerla acostarse, sentarse en una silla o arrodillarse a rezar al Gran Dragón.

En la ilusión de Tomodata su perrito tendría que ser capaz de darse cuenta de todo problema y resolverlo por sí mismo. No sabría decir si el mecánico se habría hecho merecedor del castigo de los dioses, considerando que no pretendía un lucro económico y le bastaba con la simple satisfacción de la labor cumplida. No sabría decirlo además, porque yo no estaba en el alma del artesano y mi pobre formación religiosa no alcanzaba para discernir si su afán por las cosas de este mundo se había convertido o no en el pecado de orgullo y soberbia.

Otros varios progresos se añadieron  con el tiempo a los ya obtenidos. Su perrito electrónico movía la cola hacia arriba y la dejaba enhiesta cuando detectaba algún peligro y la meneaba de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, nerviosamente, si el incógnito obstáculo resultaba ser un presunto animal enemigo. Había aprendido a tomar la comida de un plato separando la carne de cualquier añadido extraño; orientaba su cabeza con la orejas levantadas y ladraba desde la lejanía a los pájaros invasores. Su mecanismo interno era tan sutil, que había incorporado la habilidad de arrastrarse con la cola entre las patas cuando su amo lo reprendía.

El inventor llegó a sentirse satisfecho. La programación electrónica preveía casi prácticamente toda forma de reacción y comportamiento. La inteligencia artificial del perrito había llegado al increíble punto de percibir el diferente tono de los mandatos, y quedarse quieto sin responder si la voz de orden le era dada en un idioma que no fuera el japonés o el inglés.  Y como todo buen perro, no se preocupaba si su amo era rico o pobre, ni hacía distinción entre un lecho suntuario y un mísero cuchitril. Unos pasos más y su mascota estaría en condiciones de igualar al perro guardián del convento budista próximo, que permitía la entrada al recinto tanto a los monjes residentes como a los feligreses nuevos, pero gruñía y atacaba a dentelladas a cualquier polizón que se disfrazara de creyente. Pero Tomodata confiaba en que arribaría pronto a ese grado de exquisitez.

Lo probaba secretamente en todas las situaciones de vida que se imaginaba, corregía los defectos y dotaba al juguete cada vez de mayor memoria de recursos. Logró instruirlo para ponerse a cubierto cuando llovía, saltar por encima de una piedra si obstruía  su paso y caer sobre sus patas sin trastabillar. Con el tiempo el perrito aprendió también a leer el reloj. Miraba con atención el cuadrante, entornaba los párpados en actitud de pensar y levantaba una pata delantera, dos, cuatro, quince o veinticuatro veces, según fuera el momento del día. Por el momento era suficiente. En unos meses más le enseñaría a leer los minutos.

Llegó por fin el día en que Tomodata consideró que su invento había llegado a un grado casi perfecto de evolución, se sintió satisfecho, vio que su obra era buena, como el dios hebreo Yahvé, y decidió tomarse un mes de reposo, el séptimo día, y presentarlo después al público. Por consejo de un comerciante norteamericano resolvió ponerle nombre y lo bautizó Silly –sedoso-, de pronunciación casi idéntica en todas lenguas modernas, fácilmente memorizable -dos sílabas-, y acorde con la textura de la piel artificial.  Se ofrecería  en el mercado dentro de un estuche de aterciopelado, y más aún, con algunos repuestos adicionales que prolongarían la vida útil del prodigio, y sorprendentemente, con el agregado de un certificado de nacimiento.  El lanzamiento se realizaría el próximo 6 de enero del año 2000, conforme al calendario occidental, en el Kennel Club de Tokio.

El día y hora anunciados unos dos mil espectadores colmaban el anfiteatro en derredor del círculo donde Silly demostraría sus habilidades y destrezas al mundo.  Fabricantes de juguetes de todo el mundo, ingenieros electrónicos, inventores, periodistas, camarógrafos de varias cadenas de televisión, criadores de perros y cazadores de primicias aguardaban entre comentarios y discusiones al prodigio anunciado. Alguien creyó notar la presencia del superior de una orden religiosa, versado en la interpretación del Apocalipsis de San Juan, escandalizado por la posibilidad –satánica en su opinión-, de que el inventor pudiera ser en el nuevo milenio un representante del Anticristo.

Tomodata, vestido de pulcro frac negro, pantalones, camisa y corbata occidentales, con un lujoso kimono sobrepuesto a la usanza del país, hizo su aparición con su perrito dentro de una caja de cristal cubierta de un manto brilloso, destapó el contenedor, lo extrajo con ademán solemne  y lo mostró a los asistentes con los brazos en alto. Lo depositó con suavidad sobre una mesa  y le ordenó:

                 -Saluda, Silly.-  El perrito ladró dirigiendo su cabeza a uno y otro lado. Saludar al prójimo es lo más natural que puede venirle a la mente a un mortal cuando se encuentra en el camino con un semejante, pero  los eruditos saben que eso significa desearle buena salud.  Tomodata nada conocía de esta etimología y por consiguiente mucho menos su engendro mecánico, que sin embargo saludó. Un fuerte aplauso recompensó la hazaña. 

                 -Llora –fue la segunda orden.- Silly se extendió sobre su vientre en el suelo, se tapó con sus manos los ojos y a los oídos de los espectadores llegaron los sonidos de un lamento.  El llanto quita la penuria del remordimiento y descarga el dolor del corazón. Pero aunque Silly había llorado sin lágrimas, el público estalló en una estruendosa salva de aplausos. Cuando el asombro ante un portento abruma, la explicación se hace innecesaria.

Bajo el imperio de los tres mandatos siguientes, el prodigio electrónico bailó sobre sus patas traseras, saltó por encima de una cuerda horizontal y gruñó amenazante a un gato negro que le pusieron delante. Los aplausos cedieron paso a estruendosas ovaciones que atronaron el recinto.

Llegó el turno de la siguiente prueba. Un silencio de tumba se suspendió en el aire y lo puso tenso. La creciente expectativa afloró en los rostros. Tomodata se recostó en el piso apoyado sobre uno de sus brazos y de sus labios brotó la orden final:

-Si me quieres, Silly, bésame –dijo. Esta vez la orden implicaba una condición previa dependiente del servidor. Era un si subordinado a la reacción ajena, un encuentro entre la voluntad del perro y su amo. Los papeles se habían cambiado y la clave del éxito estaba en el lado opuesto.  Pudo haberle ordenado sencillamente que lo besara, pero no lo hizo.

El obediente perrito miró a su amo y no hizo movimiento alguno. Tomodata no pudo ocultar en su rostro la perplejidad, y en la vacilación, optó por insistir en su demanda. Tampoco obtuvo respuesta. ¿Acaso un mecanismo podría insubordinarse contra su creador?

El inventor transformó entonces su exhortación en un tonante imperativo que cruzó el anfiteatro como un atronador relámpago. Su ímpetu espontáneo no tenía explicación posible, puesto que un grito no puede acrecentar la razón de un pensamiento.

-¡Bésame!

Ante el asombro o quizás el desencanto del público, el autómata Silly se mantuvo inmutable.

De pronto, se vio salir corriendo de entre el público a su  perrita Tuigi, ladrando a los saltos y agitando como bandera su cola,

acercarse a su amo, y lamerle gozosamente su boca.

Estas cosas no suceden, pero debieran suceder.

CAMPEONATO DE SUICIDIOS

CAMPEONATO DE SUICIDIOS

     En estos tiempos en que todos o casi todos coincidimos en que los hombres nacemos a la vida con iguales derechos, llama la atención que mientras por un lado se proclama a todo viento esa igualdad, por otro se realizan competencias en el norte y en el sur, en el este y el oeste, para decidir quién es el mejor de los iguales. Esta incongruencia puede imputarse en la cuenta de los organizadores y de los participantes. Los primeros vaya uno a saber por qué causa, aunque hay razones para suponer que son el espacio de poder y notoriedad, mezclados con el dinero. Los segundos, porque en las competencias se ganan fortunas, se obtienen privilegios fotográficos, de promoción y de popularidad,  y muchos más, pero fundamentalmente porque el placer de ser mejor que el otro, de vencerlo y superarlo,  parece brindar una gratificación inmensa. Se diría –si no se oponen los psicólogos- que este impulso de triunfar forma parta de la naturaleza humana, como el apetito, la sed, y el sentido del dolor.

     Mientras los psicólogos discuten el problema, el mínimo conocimiento histórico permite comprobar la existencia de la oposición o lucha entre los hombres por lograr y ostentar la supremacía. Los combates de los samurai japoneses, las olimpíadas de los griegos, los espectáculos circenses de los romanos, los torneos de los caballeros medievales, las juegos olímpicos modernos, los concursos mundiales de belleza, los campeonatos nacionales, continentales y mundiales de fútbol, en fin, son algunos de los más notorios. Faltan que se instauren las competencias opuestas, las de los peores, que llegarán algún día, porque ser el peor de todos es también una manera de ser el único, y a buen seguro habrá fotografías, primeras planas en  las revistas, dinero en efectivo y otros privilegios. ¿Qué tal un campeonato de los más feos, de los más gordos, de las más descocadas, de los más criminales? Ya vendrán, todo es cuestión de tener paciencia y no desesperar en este siglo XXI donde nada es improbable. Si mis cocimientos no me traicionan, creo que los indios  no han caído en esa incongruencia, porque no se han registrado competencias de fakires en lechos de clavos,  de ascetas en oración, ni de encantadores de serpientes. 

     Sin remontarnos a la respetable antigüedad, nos consta que casi toda cultura o pueblo cultiva alguna especie de competencia: carreras de embolsados, camareros de café con bandejas cargadas, lanzamiento de objetos a la mayor distancia, ingestión de hamburguesas o salchichas, subida a palos engrasados, incrementados ahora con saltos en paracaídas desde la mayor o menor altura posible, inmersión en aguas sin respiradores, longevidad, procreación de hijos, natación submarina entre cardúmenes de tiburones, duración de abrazos y besos, y es de esperar, número de divorcios y de adulterios. La modernidad no respeta ni siquiera a los niños, dado que los hace competir en duración de los llantos, menor edad en caminar sin caerse, rapidez en los cálculos aritméticos mentales, y así etcétera.

     Las formas de competencia proliferan escandalosamente. No contentos los humanos con competir entre sí, han tenido la ingeniosidad de involucrar en sus desvaríos a los animales. Hoy puede asistirse a carreras caballos, de perros, de pulgas, de cóndores, de belleza entre mascotas caninas, sin que los espectadores se inmuten.

     Frente a estos hechos, alguien podría pensar que en esto de ser el ganador, la civilización ha llegado al límite. Ingenuo error. Faltaría en mi opinión otro campeonato, el campeonato de suicidios. Me lo imagino así. Un comité organizador convoca a los interesados a un campeonato de suicidios, con inscripción gratuita y un premio de 1.000.000 de dólares. Cada aspirante debe entregar en ese momento un sobre cerrado y lacrado con el nombre de beneficiario. Precio de entrada para los 100.000 espectadores, 2.000 dólares. Total de ingresos, 200.000.000 de dólares. Menos 5.000.000 de gastos organizativos y 1.000.000 para el premiado, da un beneficio bruto de 194.000.000.

      El día anunciado, se presentan en el estadio, en un escenario apropiado, cuatro candidatos. Comienza el espectáculo y el primer sorteado saluda con su diestra al público, extrae de un bolsillo una pastilla de cianuro, la ingiere y cae muerto en segundos. Se escuchan intentos aislados de aplauso que cesan de inmediato. ¿Aplaudirlo porque ha participado o guardar silencio por respeto a su muerte? Nadie lo había pensado, ni sabía que el enfermo desahuciado por los médicos había hecho testamento el día anterior en beneficio de su pobrísima familia.

     Después de retirarse el cuerpo, una campana hace saber que le toca el turno al segundo. No se oye entre el público ni el suspiro de un gorrión. El hombre, con rostro de oriental, extrae una daga curva de entre su atuendo, se la inserta en el bajo abdomen y cae sin proferir palabra en medio de un charco de sangre. Un médico revisa el cadáver y constata su muerte, que comunica al jurado con un gesto de cabeza. Nadie sabía que era un samurai sentenciado a muerte por sus compañeros debido a un acto de cobardía.                  

     El tercero cometió el suicido sin gran espectacularidad. Extrajo una pistola de su cintura, apuntó a su corazón que tenía marcado en el pecho para no errar el disparo y pasó al otro mundo. Como en los casos anteriores, nadie conocía las razones del acto. Era un asesino serial, autor de once asesinatos, acorralado por la policía, con una sentencia segura a la cámara de gas.

     Cerraba la serie el cuarto inscripto. Se presentaba con una vestimenta promiscua, un pantalón vaquero cuidadosamente deshilachado y desteñido, una chaqueta de cuero abultada en la cintura y un turbante oriental arrollado en torno a la cabeza. Al sonar la campana indicando el momento de ejecutar el suicidio, el desconocido abrió súbitamente su chaqueta, giró su cuerpo mostrando a los asistentes una faja negra con explosivos y un dedo metido en una argolla para hacerlos explotar. A la sorpresa siguió el pánico cuando el candidato se bajó del estrado y comenzó a caminar frente a las tribunas. El espectáculo convirtióse en un pandemonio de corridas tumultuosas, alaridos  de horror, pisoteos, atropellos, con heridos y lastimados, revolcados y aplastados, mientras el prometido suicida actor caminaba con un brazo en alto como torero vencedor en la arena y se esfumaba del estadio con rumbo imprecisable.

     Nadie quedó en el recinto. Los organizadores se refugiaron en su centro de operaciones, gozosos de que la masacre no se hubiera consumado, y se apresuraron a buscar el sobre con el nombre del beneficiario. Lo abrió el presidente del comité, levantó las cejas y bajó las comisuras de los labios, mientras leía el texto: “Estúpidos.”

DUELO CRIOLLO

DUELO CRIOLLO

El mulato Eusebio, con las manos apoyadas sobre el fuste de la montura y el cuerpo inclinado hacia delante, interrumpió la siesta del gaucho Cuenca con la escueta fórmula tradicional:

- Ave María Purísima.

     - Sin pecado concebida –agradeció Cuenca ratificando al mismo tiempo la fe común.

     Un diálogo de miradas, sin palabras ni pestañeos, inmovilizó la escena. Eran miradas escrutadoras en procura de un indicio revelador. 

     - Amigo –dijo el recién llegado-, estoy ofendido con usted y vengo a matarlo.

     - Si usted lo dice…

     - Nazareno era mi hermano.

     - Ajá…

     - Usted lo mató.

     - Quiso quitarme a la Manuela y tenía que escarmentarlo. Ella es mía.

     - Pues vengo a llevármela. Démela.

     Fue todo. El mulato desmontó parsimonioso . Cuenca se puso lentamente de pie. Hacía pocas semanas que Cuenca y Manuela habían llegado a orillas del río Dulce huyendo de la partida policial que los perseguía. El crimen había ocurrido delante de testigos, por culpa de la propia víctima. A Nazareno lo habían escuchado en la pulpería afirmar, entre trago y trago, que las hembras son del que las puede agarrar. Sin saberlo, había rebajo a la condición de antojo personal el texto bíblico que “no es bueno que el hombre esté solo.”

     - ¿Con qué nos divertiríamos si no los varoncitos?

     En la carrera cuadrera Nazareno había visto a la Manuela por primera vez y sus instintos habían aflorado. Pensó que su decir ingenioso y su fama de enamorador bastarían para seducirla. Pero allí estaba Cuenca, el dueño, observando en silencio el intento de despojo. Nazareno miró con desdén por encima del hombro a su oponente e insistió en su pretensión, confirmándola con un escupitajo despectivo.

     Cuenca desenvainó su facón y acabó con hombría la insolencia. Mientras secaba el acero en la suela de su bota, explicó a los testigos su razón:

     - Tuve que matarlo, no más. No se ofende así a un paisano.

     El destino lo había puesto ahora frente al hermano. Al apearse el mulato Eusebio se quitó el poncho, lo arrolló como escudo en su brazo izquierdo, y con el arma alerta, invitó a su rival:

     - Cuando guste, amigo.

      Cuenca, impasible, se debatía en sus adentros por alejar el recuerdo de la mueca mortuoria de Nazareno. Tomó a su vez el poncho, envolvió su brazo, y con el arma apretada en su puño, previno a su desafiante:

- No me obligue, mi amigo. Dos hijos muertos son mucho para una madre.

El mulato respondió:

- La mía puede parir otros dos sin llorar.

La respuesta de Cuenca no se hizo esperar:

- Siendo así, qué le vamos a hacer.

Una turbonada de polvo se levantó cubriendo los pies de los duelistas. El relampagueo de los puñales  anticipaba la inminencia de una muerte.

    La figura de la Manuela se recortó entonces en el vano de la puerta del rancho, atraída por el golpeteo de los cuchillos. Desde allí se escuchó su voz:

- No te dejes matar, Cuenca.

    Un viajero español por tierras argentinas refiere en sus memorias que ha visto morir a muchos gauchos sin una queja de dolor. Cuenca volvió a limpiar la sangre de su cuchillo en la suela de sus botas y dijo su lamento:

     - Si al menos no hubieran sido hermanos…