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CUENTO CORTO/ CARLOS A. LOPRETE

MI VIDA POR UNA FOTO

MI VIDA POR UNA FOTO

 

Allá a lo lejos y hace tiempo hubo un rey que desesperado por huir de la batalla perdida, ofrecía su reino a quien le ofreciera un caballo: “Mi reino por un caballo.”

Desde entonces quedó establecida la costumbre de ofrecer un precio inmenso por una nimiedad que puede salvar la vida.

     ¿Qué daría hoy en día un presidente o un rey en tal caso? Nada, no se haga ilusiones el lector,  porque los soberanos no se presentan en los campos de batalla ni ebrios ni dormidos: se mueven en este mundo bajo la premisa inalterable de “animémonos y vayan.” Mientras sus súbditos mueren en las batallas, ellos se mantienen refugiados en algún búnker, cueva o túnel subterráneo, hospital, escuela, jardín de infantes, maternidad o templos, con la esperanza de que los enemigos sean ingenuos y dejen de atacarlos. Podrían citarse decenas de dictadores que cuando llegó la hora de la valentía, se mostraron cobardes como cualquier vecino de la calle y se fugaron a embajadas en busca de protección. No es necesario mencionarlos, porque cualquier curioso puede encontrar sus nombres en los diarios de la época. 

     Pero dejemos a los cobardes históricos con certificado de garantía y volvamos a los cobardes vulgares, a los cobardes actuales, que tienen miedo a no salir impresos en las portadas de las revistas o diarios, y ofrecen fortunas a los editores a cambio una publicación.  Mingo Equus pagó 200.000 dólares al editor de Good Wealth para ver su rostro con sonrisa trucada de ángel en la publicación, debido a que su facies real se parecía a la de un perro bulldog.  Dulzura Naciente, bailarina colombiana de cumbia, pagó por su parte 500.000 para que el editor publicara su fotografía de cuerpo entero, pero cambiada su piel negra en la de una mulata.

      Es inexplicable este obsesivo afán por la propia fotografía, como si en el más allá el ingreso se hiciera conforme a las fotografías terrenales y no a los actos cumplidos. Los guardianes de las tres puertas celestiales no confían en las fotos de nosotros los humanos y se atienen estrictamente a los registros propios. 

     Esta angustia por la fotografía asombraría a los mismísimos hermanos Lumière, que a duras penas aceptaron ser fotografiados ellos mismos, aunque dicho sea en su honor, no cobraron estipendio alguno por esa concesión. Mas cuando en la vida se mezclan la fotomanía con la ignorancia, el asunto se torna peligrosísimo. Mariquita Reinosa, actriz de espectáculos, no conseguía que le tomaran una fotografía y la publicaran en la portada de Good Wealth, como había sucedido con Mingo Equus. En su niñez los consejos escolares la habían declarado “analfabeta a perpetuidad”, y su razón tenían. Sostenía que como la letra hache no se pronuncia en castellano, en su lugar debía ponerse un cero.

     No habría corrido mayor peligro, si además de ignorante se hubiera resignado a quedarse en su casa y tejer. Pero no. Fotomanía e ignorancia forman un cóctel mortal, y ella sin darse cuenta, se metió cierto día en la manifestación de unos piqueteros fotográficos que reclamaban el monopolio para ejercer su oficio en la ciudad, con exclusión de todo otro profesional. Excitada y fuera de sí por los tambores, pitos, maracas y panderetas, perdió los estribos y se puso a gritar “Mi vida por una fotografía” en vez de ofrecer en pago alguna otra minucia de menos valor, como podría haber sido “mi marido por una foto.”

     Los errores se pagan en este mundo lo mismo que las verdades, y así ocurrió en su caso. Un piquetero tailandés refugiado, se hizo cargo del ofrecimiento, le tomó la foto con una Polaroid en la refriega, se la tiró a los pies, y le dio un maquinazo en la cabeza al grito de  “Entrégale tu alma al Diablo a cuenta de mis deudas.”  

     Eso le pasó a Mariquita Reinosa por vanidosa.

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