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CUENTO CORTO/ CARLOS A. LOPRETE

LOS PERSONAJES

LOS PERSONAJES

     En un descanso de su trabajo, los personajes se pusieron a dialogar en un aislado recoveco de neuronas anquilosadas, hastiados de esperar su destino. El novelista no se resolvía a otorgarles personalidad de una vez por todas, mientras le llegaba la inspiración.        

     -¿Qué haces tú en la novela? –le preguntó Alonso-. Te veo poco entre nosotros.

     - Es que el autor no se sabe qué hacer conmigo. Soy una especie de comodín. El escritor me lleva de aquí para allá. De pronto me describe como un campesino laborioso y en la página siguiente se arrepiente y quiere hacerme otra cosa. ¿Te das cuenta? El mes pasado era un padre cariñoso, un modelo del vecindario, después me convirtió en un fullero de casino, y hoy no sé qué hará conmigo –replicó fastidiado Martín.

     - Eso pasa a menudo. Pero te olvidas de que el autor es quien nos crea y puede pintarnos a su gusto. Nosotros no tenemos otra alternativa que ser obedientes. Cervantes engendró más de novecientos personajes en su Quijote  y ninguno se lo recriminó. Era su derecho.

       - De acuerdo, él nos da la existencia y si somos algo es por él. Pero eso no le da razón para  pensarnos desatinadamente. A mí me avergüenza pasar a la cabeza de los lectores como un alcahuete entregador de mujeres. 

        - Bueno, yo empecé siendo loco y me convertí en cuerdo. ¿Qué tiene eso de malo?

        - Tuviste suerte. Yo, en cambio, fui siempre bueno y me transformé en malvado.

        - Pero al menos todavía vives. Ten cuidado, no sea que el autor te haga matar de un disparo en la cabeza. Ahora se usa mucho esta técnica. No se puede escribir una obra sin que haya un personaje villano. Así han sido siempre las cosas. Si los hombres no se destrozan entre sí, ¿qué habría para narrar? Dicen que Dios hizo el mundo y creó a los narradores para entretenerlos y proporcionales gozo.

       - Entonces deberían contar otras historias, reales si quieren, pero más artísticas. O describirnos tales como somos sin inmiscuirse con sus opiniones propias.  

      - ¿Y qué te importa que te vean como un villano si nadie puede recriminártelo puesto que no andas por la calle? Nosotros constituimos otro mundo, el de las personas que no existen pero representan a las existentes. Somos fantasmas y nada más.

     - Yo diría fantasmas, sí, pero fantasmas ejemplares.         

     - Pero no nos leen para tomar ejemplo, nos leen para distraerse.

      - Será como dices. Pero yo me resisto a ser como le viene en capricho a nuestro autor.    

      - Puedes resistirte cuanto quieras, pero nosotros los personajes no podemos ser otra cosa que lo que ordena el escritor. A las personas del mundo real les pasa como a nosotros que no pueden ser como quieren.

       - No puedo contestarte por los otros. Separémonos que el nuestro se ha despertado y comienza a escribir. Buena suerte. Ojalá te llame para ser San Miguel Arcángel.

      - Difícil, es ateo.

       Los personajes, varones y mujeres, se recluyeron en un salón de la memoria, listos para hacerse presentes cuando la voluntad del novelista los convocara. Repantigados en cómodos sofás, de pie en grupos de conversación o dialogando en torno a mesas circulares, cada uno se movía a su arbitrio en la incertidumbre de su destino del día. En apariencia se veían tranquilos, aunque en realidad deseaban con ansiedad ser llamados para algún buen papel en la nueva obra. A los pobres personajes les había tocado en suerte habitar en un cerebro estéril, inhábil para armar una trama atractiva, y sin capacidad para concebirlos verosímiles en sus pensamientos y en sus comportamientos, de manera que a su  angustia se sumaba el temor de ser desfigurados irresponsablemente por ese artista novicio y sin dotes. Algunos de ellos ya tenían experiencias degradantes en libros anteriores y casi todos estaban frustrados por los papeles desempeñados. Uno se quejaba de haber tenido que transfigurarse del gaucho Hormiga Negra, un minúsculo y huidizo gaucho delincuente, vencedor de partidas policiales, en el David bíblico, triunfador en su desigual enfrentamiento con el gigante filisteo Sansón.

          El narrador, caracterizado por su mal gusto y su incultura libresca, les adjudicaba por lo común almas delincuentes, regodeándose con mujeres desleales y pervertidas, políticos ambiciosos y perdularios, aristócratas corrompidos y nocherniegos, comisarios sobornables y de sesos mal irrigados, jueces prevaricadores, en otras palabras, engendros inmisericordes, fantásticos y estúpidos. Había descubierto que la más rápida técnica de crear un personaje era mezclar caracteres. Se jactaba de su creación más celebrada,

Buchón, el informante secreto de la policía , vagabundo desastrado e itinerante consuetudinario de las vías ferroviarias. Lo había compuesto con el rostro de un intendente indígena del norte, la facha de un millonario extravagante enemigo de la civilización, los modales pedigüeños con los de un pordiosero de la Catedral, las intrigas entre malhechores con copiados manejos de algunos senadores del Congreso, y el lenguaje, ¡maldito lenguaje!, del que oía en el Mercado de Abasto. Una sustancial fuente de ejemplares eran los cuentos de Las mil y una noches, de El Decamerón de Boccaccio y los dramas de Shakeaspeare. 

        En un rincón de su mente conversaban agrupados los personajes argentinos, mejor dicho porteños, que había incluido en sus relatos el escritor. Rememoraban el infierno de individuos del arrabal porteño, un universo de hombres y mujeres destrozados en la conquista de la fama, el dinero y el poder.

       Sus escritos desmentían la antigua ilusión de que Dios había enviado los narradores al mundo para entretener a los humanos y hacerlos gozar con las artes bellas. Los personajes opinaban,  por el contrario, que el Diablo los había enviado a este mundo para hablar mal de la gente. Tomaba sus modelos de las letras de tango y los embadurnaba con su impenitente  mal gusto. En una sola narración había hecho confluir a Malena, que allá en el suburbio cantaba el tango con penas de bandoneón; Griseta, la francesita “pizpireta, sentimental y coqueta”, que una noche murió ahogada de champán en un cabaret  con la pena de no haber podido ser la mejor flor de del arrabal; Melenita de Oro, la simuladora de amor, traicionera y mentirosa; la Galleguita, que tocó tierra argentina un día de abril para juntar plata para  su viejita y sucumbió en la lujuria de un club nocturno; Milonguita, una vendedora de deleites corporales condenada a ser pisoteada por todos; Estercita, que en la primer cita dio al malevo su amor y su honor; Flor de Fango, nacida en un conventillo de arrabal alumbrado a querosén y que se hizo buscadora de amantes.

         Los hombres del tango no desmerecían en la cofradía de personajes, el Ciruja, que vencido y mirando el mundo de reojo, vivía del dinero que su pareja les sacaba a los matones;  Patotero, el rey del bailongo, que en vida sólo tuvo amantes y nunca una mujer, y ahora ríe cuando tiene ganas de llorar; Niño Bien, el pretencioso y fatuo, que pasa las horas en una mesa de bar y habla únicamente de las estancias de papá que es en realidad un vendedor de fainá; Yira, haragán y buscavidas, que no se da cuenta de que el día de su agonía los demás estarán probándose los trajes que él dejará. “Para mí, inspirarse es robar y en eso no soy el primero ni el único” se defendía si algún ilustrado lo recriminaba.

           - Basta –interrumpió un tercero-, ninguno ha tenido peor destino que el mío, que en mi largo oficio de personaje me han tocado los papeles de rey de Dinamarca y Julio César, y ahora el autor me utiliza como un rufián de cabaret.

     - De acuerdo, pero no le eches la culpa al escritor porque él toma sus modelos de la realidad. En la vida, todos somos comediantes, incluido el propio escritor.

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