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CUENTO CORTO/ CARLOS A. LOPRETE

EL PENSIONISTA BELGA

EL PENSIONISTA BELGA

 

 Guillermo apareció un día impensado en una cama disponible. Lo había traído como pensionista el mayor de los tres hermanos, Osvaldo, un poco para aliviar los gastos de la familia y otro poco para ayudar a su compañero de trabajo proveniente de Buenos Aires.

Era alto, casi rubio, muy educado y bastante chacotón. Dicho con más precisión, un hijo de extranjeros belgas radicados en la Argentina.

     Los tres hermanos y Guillermo compartían el reducido espacio de la habitación en sendos catres de lona, apretujados pero felices porque en aquellos tiempos  los jóvenes  hacían lo que tenían que hacer y no habían aparecido todavía los derechos humanos. Se era lo que se era y a otra cosa. El recién llegado era empleado administrativo, aficionado a los automóviles, cordial y ameno con todos, y en consecuencia, un candidato apreciable para el matrimonio. Las chicas provincianas más hermosas lo disputaban en silencio, con sonrisas limitadas por el pudor y las buenas costumbres. A una de ellas que se permitió mirar al candidato y morder una tableta de chocolate con gesto de apetito, las rivales la retiraron de la puja  quitándole el saludo.

     Osvaldo, gallardo y buen mozo también, competía si quererlo aunque con distintas candidatas. Para Guillermo eran las más bonitas por tratarse de un forastero, para Osvaldo las siguientes en belleza, porque era provinciano y no ofrecía posibilidades de ascenso nacional.  De noche, a la hora de las confidencias en el cuarto de dormir, cada uno contaba sus peripecias amatorias de la tarde. La escala de ascenso comenzaba con el acompañamiento en la plaza bajo la custodia ritual de  una amiga de la aspirante, luego hasta la casa de la candidata, después los besuqueos en la puerta de calle, y por último los paseos de la pareja sin compañía. El padre de la hermosa seguía día a día el progreso del compromiso por comentarios de sus amigos en las veladas del Jockey Club:

    - Me parece que lo de su hija con el forastero va en serio.

    - Parece que sí, pero hay que esperar. Ya sabe como son estos porteños, las engatusan y después se mandan a mudar.

     A la hora de la cena en la casa, no se trataban temas de amoríos. Guillermo, locuaz y espontáneo, refería historias de su familia en la Capital Federal. Su padre era gerente general de una empresa de origen belga radicada en los alrededores, La Lactificación Argentina, especializada  en la producción y distribución domiciliaria de leches y quesos. Se movía con parsimonia y jamás se lo había visto correr. No levantaba la voz, no señalaba con el dedo a nadie ni emitía juicios sobre terceras personas. El alcohol no había mojado en ningún momento sus labios, no ingería frituras, no admitía aderezos artificiales, y rehusaba el azúcar en los postres, esto es, se alimentaba en vez de comer. Cuando algún familiar lo instaba a salirse de su menú, respondía con un pensamiento clásico en su lenguaje:

     - Dios hizo la vid, el hombre el alcohol. Yo me atengo al primero.

     Con tales actitudes impertérritas podría habérselo considerado un prócer laico, pero su sobriedad no sugería ninguna altanería escondida, sino más bien una naturaleza sencilla.

     -Mi viejo es un caso -comentaba Guillermo-.A veces pienso que debería estar en un monasterio, pero está en una gerencia. Nunca sabré porqué, pero él es así. Y agregaba en tono festivo:

     - Yo, en cambio, si tuviera que elegir, me quedaría como corredor de automóviles. Los fierros son mi pasión.

     - Y yo cantor de tangos -agregaba Osvaldo-. Mi ídolo es Carlos Gardel, que se murió sin sucesor y cada día canta mejor.

     Nadie reprochaba nada a nadie en la mesa nocturna. Osvaldo y sus dos hermanos menores no decían esta boca es mía en presencia de sus padres, y sólo hablaban cuando el progenitor o la progenitora les pedían opinión, aunque por supuesto mentían a los cuatro vientos para no mostrar sus debilidades. Osvaldo en realidad no sentía ninguna atracción por los tangos ni por Gardel, pero era una evasiva rutinaria. Si hubiese expresado la verdad, es probable que su progenitor le hubiera ordenado levantarse de la mesa por falta de respeto. Se habría producido un cataclismo, por ejemplo, si alguno hubiera hecho referencia a la vecinita que gastaba los mosaicos de la acera cantando en voz baja al pensionista: "Guilly, Guilly consentido, / Guilly de mi vida,  / Guilly de mi amor", parodiando la música de la habanera cubana pero con letra propia.  

     A los cuatro meses de exilio en la ciudad, las provincianas hermosas se sintieron frustradas en sus ambiciones matrimoniales y cambiaron la candidatura de Guillermo por la de dos nuevos subtenientes que habían llegado de Buenos Aires. El porteño las había desilusionado en sus pretensiones y se entregó a su vocación por los automóviles, ayudando gratuitamente en las reparaciones a un mecánico de la vecindad.

     - Lo que es yo -comentaba la audaz del chocolate-, no pienso morir en este pueblo sin casarme. Sólo me queda que vengan y los gitanos y me rapten.

     Decía eso porque corrían rumores de que los zíngaros se aproximaban a la ciudad y a lo mejor acampaban en las afueras. Pero el destino no lo quiso así y desviaron sus carromatos rumbo más al norte. La osada se quedó sin marido, y se recluyó en un convento, para vestir santos como se decía en ese entonces. "La suerte de la fea, la bonita la desea", afirmaba el refrán, y en este caso era cierto.

     La costumbre de referirse a sus familiares de Buenos Aires subsistió firme en Guillermo. Algún día le tocaría hablar de su madre, por la que sentía un particular cariño. Hilando los cabos de sus confesiones esporádicas, la familia provinciana se enteró de que la madre de Guillermo era una mujer laboriosa, paciente, cariñosa, comprensiva, casi sin defectos humanos. De voz meliflua, movimientos parcos, gestos y ademanes moderados, escuchaba con tolerancia al prójimo, y daba la impresión de no haber experimentado nunca la ira, la violencia, el odio. Una sola cosa la diferenciaba de los demás miembros de su familia, la religión. Se había convertido al espiritismo en la edad madura.     

     Ni su propio esposo ni los hijos se atrevían a preguntarle sobre su creencia, pero eran conscientes de que concurría a las reuniones del culto dos días a la semana. ¿Sería una médium? ¿Con quiénes del otro mundo hablaría?  Imposible saberlo. Se sumía en un silencio absoluto y ni un músculo de su cara daba indicios para inferirlo. La familia resolvió dar por insoluble el misterio y aceptar que tenían una madre por cinco días a la noche, ya que los miércoles y los sábados les era ajena.

     - ¿Y qué hace, usted Guillermo,  esos dos días?

     - Lo mismo que mi hermano menor, nos vamos a un club de automovilistas que está cerca y conversamos de motores, válvulas y frenos, y de vez en cuando, nos tomamos una que otra cervecita. Mi viejo, en cambio, se va la cama y lee un libro de historia o revistas belgas. Por él sabemos en casa que Julio Cortázar nació en Bélgica y después se nacionalizó argentino,  además de que su territorio está cruzado de canales y no tiene pobres como en la Argentina.

     -¿Medio aburrido, no?

     - Ah, peor es el domingo, ni le cuento. Volamos todos de casa. Mi vieja a limpiar el templo con las demás mujeres, mi viejo a la lechería para preparar el trabajo de la semana, mi hermano menor a jugar al fútbol y yo a ver las carreras de autos. Sin embargo, somos una familia unida, como la de los italianos, con la diferencia de que ellos se reúnen todos los domingos a mediodía a comer los ravioles juntos, y nosotros nos arreglamos cada uno como puede.   

     - Eso está bien, cada uno con cada uno, y cada cual con cada cual, ¿no le parece? Así no se molestan.

   Interrumpió la charla el timbre de calle. Un mensajero del correo traía una carta  urgente para el señor Guillermo Delanghe.

     - ¡Qué raro! ¿Una carta certificada para mí este día? Mi viejita me escribe los lunes y hoy es miércoles?  Espero que no pase nada malo.

     Guillermo rasgó el sobre y extrajo del interior una tarjeta postal doblada con una rosa seca y una leyenda que decía: "Hoy es San Guillermo. Felicidades. La guardo desde el primer día que lo vi? ¿Se imagina quién soy? Búsqueme y me encontrará." Guillermo sonrió, rompió la misiva y la guardó en un bolsillo. Comprendimos que la noticia no era nefasta y quedamos a la espera de su comentario, que no tardó en llegar: "Ni fu, ni fa."

El dueño de casa se sintió en el compromiso de no ser descortés continuando la charla.

     - ¿No tiene otros parientes, Guillermo?

     - Bueno...realmente no sé qué contestarle. Con nosotros vive en una pieza del fondo una señora de nuestra confianza, que nos crió desde chicos. Mis padres le pusieron el nombre de María cuando la recogieron, y nos cuidaba, bañaba, vestía, nos controlaba si hacíamos los deberes de la escuela, en fin, era como una segunda madre.

     - ¿Comía en la mesa con ustedes?

     - En ese entonces no, porque las sirvientas comían después de los patrones en la cocina, pero ahora sí. Es muy viejita la pobre. La volvíamos loca, "María, me duele la panza", "María, me pinché un dedo con una aguja", "María, haber se escribe con b  corta o con b  larga?", "María, quiero un vaso de leche", "María, tengo sueño".  Y ella aparecía y resolvía el problema. Nos quería mucho seguramente, pero no nos besaba ni nos pegó nunca. Ella era así, y no ha cambiado con los años.

     - Ya no quedan esas sirvientas -dijo el dueño de casa- ahora se llaman institutrices, vienen de Inglaterra y hablan inglés y castellano.

     - Si, ya lo sé, pero para eso hay que ser millonario y tener una estancia en la pampa. Nosotros apenas somos clase media.

     Pasó un mes, tres meses pasaron, y un día Guillermo nos sorprendió con la noticia de que dentro de una quincena se volvía a Buenos Aires.

     - Pero, Guillermo, ¿por qué se va? ¿Lo hemos tratado acaso mal? Para nosotros usted ha sido como un hijo nuestro. Lo vamos a extrañar  mucho. Quédese, por lo menos un año más.

     - Yo también los voy a extrañar mucho, sobre todo a Osvaldo que ha sido tan bueno conmigo, pero la decisión está tomada, me voy.

     Así fue. La familia provinciana fue en bloque a despedirlo a la estación de tren. A punto de subir al coche, Guillermo abrazó a Osvaldo, lo miró fijamente a los ojos, los vio lagrimeantes, y le murmuró a los oídos:

     - Perdonáme, hermano, los Delanghe somos así.

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