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CUENTO CORTO/ CARLOS A. LOPRETE

UN CHINO EN LA ARGENTINA

UN CHINO EN LA ARGENTINA

 

     Cualquier persona de buena voluntad que desee visitar la Argentina puede hacerlo sin temor ni impedimento alguno. Se lo garantiza la Constitución Nacional, mejor dicho se lo garantizaba, porque en este nuevo siglo no hay nada seguro. ¿Y qué es un hombre de buena voluntad? El más elemental sentido común supone que es una persona que viene con intenciones honestas, recorrer el país para apreciar sus bellezas naturales, conocer sus gentes y cultura, radicarse si lo prefiere, trabajar en oficios lícitos, casarse con una argentina si es soltero, tener hijos y asegurar un futuro a sus descendientes.

    

      Lo único que le está vedado es hablar mal del país, pues para eso bastamos nosotros mismos. No sé por qué extraña razón los argentinos hemos estado destinados desde nuestros orígenes a que cuanto extranjero llegaba nuestro país se sintiera obligado a descubrirnos y a dar su opinión sobre nuestra realidad. No todos eran hombres de buena voluntad, pues hubo espías extranjeros, contrabandistas, fugitivos de la policía, exploradores, aventureros, financistas, escritores y conferencistas profesionales, unos 300 poco más o menos, que en general se abstuvieron astutamente de criticarnos. A un norteamericano que se atrevió a enrostrarnos defectos lo convencieron en el país de que estaba equivocado untándole la cara en el hotel donde se hospedaba con excrementos humanos. Un escritor italiano famosísimo no se animó a venir con el pretexto de que no atravesaba el océano por una caja de cigarrillos. Un escritor colombiano perdió los estribos y se sintió tan ofendido que nos calificó de ser un pueblo fenicio, sin un solo filósofo, ni una obra literaria de valor, jactándose de que venía al para que tuviéramos el orgullo de haberlo conocido a él.

    

      Los visitantes europeos y angloamericanos se apoyaron en un simplísimo criterio comparatista: siendo ellos los civilizados, si los argentinos no éramos como ellos, entonces éramos bárbaros. En mis pesquisas sobre la historia y fundamento del menosprecio en que se nos tiene,  tuve la fortuna de toparme con la figura de un chino.

    

     Un día del siglo pasado el oriental tuvo la ocurrencia de darse una vuelta por nuestro país, protegido por su doble fama de filósofo y escritor. ¡Qué bueno!, pensaron los nativos. Por fin podría escucharse una voz oriental no comprometida con intereses colonialistas, explicando la sabiduría milenaria de la China. Había nacido en una familia de chinos cristianos, estudiado en colegios secundarios de su patria, perfeccionado sus estudios universitarios en Europa, enseñado en diversos colegios y escrito una docena de libros y centenares de artículos periodísticos sobre la confluencia de las culturas oriental y occidental.  

    

     Al verlo físicamente parecía un sabio ensimismado en sus pensamientos. Su rostro no se veía totalmente chinesco y sus ojos chispeantes despertaban sospechas en los oyentes que no atinaban a saber si eran teatrales o naturales. Su mano derecha se extendía en una pipa inseparable, y la empleaba junto con la izquierda para ilustrar sus  ideas. 

Fue recibido por el presidente del país, por la Sociedad de Escritores, por la Embajada

 china , acompañado siempre por su esposa y un conocido traductor del inglés. Dictó conferencias por todos lados, cuyos sustanciosos emolumentos giraba a Taiwan  rigurosamente su esposa. La más decisiva de sus presentaciones la hizo en la sede del Teatro Municipal. Allí, en pasajes ocasionales, expresó estas opiniones:

    

        - ¿Qué opina de Freud?

        - Es el inventor del sexo.

        - ¿Y de Hemingway?

        - No lo he leído, pero no me gusta.  

        - ¿Cree usted en la coexistencia entre Oriente y Occidente?

        - No, mientras los comunistas no abandonen su pretensión de dominio mundial.

        - ¿Piensa usted que el progreso tecnológico traerá la felicidad del hombre?

        - Al contrario, traerá consigo la infelicidad. Un vendedor de diarios en una esquina puede ser más feliz que un sabio o un gobernante. La felicidad es un asunto individual y no colectivo.

      - ¿Cuál sistema es más prometedor, el socialismo o el capitalismo?

      - El socialismo no existe. En el socialismo el capitalista es el Estado. El dinero es siempre necesario. 

    La conferencia giró hacia el final sobre la Argentina. Comenzó, por donde correspondía:

      - ¿Qué opinión le mereció nuestro presidente?

      -  Es una figura interesante que sabe adónde va.

      - ¿Qué le parece Buenos Aires?

     - No me gustan las ciudades con subterráneos, ni donde se almuerza en media hora.

     - ¿Y los argentinos?

     - Son impuntuales, pero trabajadores y creativos. Hablan hasta por los codos y gesticulan en exceso, pero trabajan mucho. Me recuerdan a los europeos meridionales.

     -¿Hay algo que le disguste de nuestro país?

     - Los perros en las calles, pero sobre todo los apretones de mano. Los perros porque sus excrementos me ensucian los zapatos, y los saludos porque son antihigiénicos y pasados de moda. .   

     

       Al término del acto, ni un solo aplauso premió al visitante. A la mañana siguiente una leyenda pintada en un muro aclaró la situación: “Sabio o filósofo chino, / que a estas playas viniste, / ¿por qué no te quedaste en las tuyas, /  donde no hacen falta las manos?”

 

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