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CUENTO CORTO/ CARLOS A. LOPRETE

EL INTENDENTE ASIMÉTRICO

EL INTENDENTE ASIMÉTRICO

     El intendente Federico Aguilar había adquirido notoriedad desde el día en que se negó a presidir la procesión de Corpus Christi y portar la cruz en sus manos desde la Catedral como lo indicaba el ceremonial. Comentaba a sus amigos íntimos que él era intendente de todos de acuerdo con la constitución y no un empleado de la Curia. Para eso tenían los católicos su legión de arzobispos, obispos, monaguillos y demás prelados. “Pero un monaguillo no es un prelado” le habían advertido sus seguidores. “No me importa- había contestado-. Para mí todos son curas y eso basta.”

     Después de seis años de casado había cambiado a su primera esposa por una pareja más moderna y atractiva, modelo de pasarelas, vistosa y coqueta. “Si hubiera  sabido que un día llegaría a intendente, no me habría casado con la anterior. Los políticos no deben casarse jóvenes para no tener que arrepentirse cuando están arriba. A los electores no les gustan las primeras damas feas.”

     Su olfato político lo había conducido a una estrategia electoral efectiva, organizar festejos públicos gratuitos, campeonatos de minusválidos, maratones de aficionados, recitales al aire libre para expansión  de los jóvenes rebeldes y zonas rojas para comercio sexual.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                           

     Al verlo, Aguilar se distinguía por su vientre prominente, sostenido con dificultad por  dos  piernas cortas y anchas, curvadas como para dejar pasar un barril entre ellas. No podía cruzar por delante los cortos brazos terminados en manos regordetas, y la columna inclinada hacia un costado lo hacía mantenerse cómodo únicamente sentado en un sillón ancho y mullido. Su contextura se complicaba cuando llegaba a la cabeza, apoyada en el tronco de un cuello grueso y venoso como de árbol antiguo, pero más voluminosa de un costado que del otro. La ciencia  fisiognómica lo habría declarado intelectualmente inepto considerando su estrechez frontal, pero tenía a su favor el descrédito de esa antigua disciplina. Era, en definitiva, un hombre asimétrico. “A mí me han elegido los votantes por mis condiciones y no por mi fotografía”, decía a sus íntimos.

     En lo concerniente a su educación, ni a su mamá se le habría ocurrido en la niñez presentarlo a una olimpíada estudiantil de matemática o lengua. No se le conocían escritos de su propia letra por su incompatibilidad con la ciencia de la ortografía, por eso se expresaba únicamente en la lengua hablada, en la que no hay errores de ortografía.

      Su cuerpo, sin embargo, era una preciosura comparado con su alma, donde ninguna idea tenía su asiento. Sus enemigos políticos decían que había llegado tarde en la repartición de bienes hecha por el Creador. Tuvo que conformarse con los rezagos que quedaban por su demora en presentarse a la distribución. Para colmo de males, entre esos restos no quedaba  disponible la capacidad de comparación y siempre se creyó inteligente como el que más.

     Se hacía pasar todos los días las noticias sobre los intendentes de las grandes metrópolis extranjeras, prolijamente subrayadas en sus párrafos principales.

      Un sábado por la mañana se encontraba Aguilar leyendo los informes sobre iniciativas extranjeras que podrían imitarse. Tres o cuatro llamaron su atención principalmente. Él las habría adoptado a todas si le hubiera sido posible, pero unas eran demasiado costosas y menoscaban el erario y otras implicaban viajes en avión a otros países y él padecía de “aerofagia”, según sus propias palabras.  Varias ideas pugnaban esa mañana en su mente, dicho sea sin indagar el verdadero significado de la palabra ideas. Su máxima aspiración era levantar en vida su propia estatua sobre un pedestal erigido en la plaza central, mas consideraba que tal objetivo debería postergarlo para más adelante hasta mejorar un poco su figura con ejercicios y otros artilugios. Hasta el momento tenía prometido por un cirujano plástico extirparle el bosque de pelos de la frente, pero le quedaban pendientes el abultamiento de la barriga y el arco de triunfo de sus piernas. Los bracitos cortos no eran un impedimento, dado que con esculpirlos con un libro entre las manos quedaban disimilados.        

     Pensó en traer como visitante oficial de la ciudad a un jugador gigante de básquetbol de Miami, pasearlo al frente de una caravana por las calles, hacerlo declarar que la ciudad era la más hermosa y mejor cuidada del mundo, y nombrarlo visitante ilustre. Costo total del espectáculo, setecientos mil dólares en efectivo pagados por anticipado, con la exigencia de que firmara un recibo por dos millones. La desechó porque el gigante hablaría en inglés y sería necesario traerlo en un avión adaptado al caso, trasladarlo dentro de la ciudad y alojarlo en un estadio deportivo, por falta de hotel adecuado. Lo atrajo además la idea de pasearse en un globo aerostático por los cielos de la ciudad y saludar desde la barquilla a los vecinos, pero el temor a ser derribado a flechazos por un adversario lo disuadió.

     Más factible consideró, en cambio, el festejo que en España se conoce como el tomatazo. En Buenos Aires los camiones de tiradores de tomates al público circularían por las callejuelas de la Boca, barrio de inmigrantes italianos, aunque temía que lo criticaran por desperdiciar alimentos en una época de niños desnutridos.

    Pero no había tiempo que perder, las elecciones se aproximaban y las aspiraciones del intendente se diluían en la duda.  Su opositor en las elecciones maquinaba su candidatura en un nivel más alto, invitaciones a cenar a diplomáticos extranjeros, viajes sistemáticos a Washington, conferencias sobre globalización, humanismo y derechos humanos, reuniones cumbres con los presidentes de Brasil, Chile, México, Uruguay y Venezuela, apariciones semanales en audiciones de televisión y bisemanales por cadenas de radio, en fin, publicidad a diestra y siniestra basada en su prestancia física, su hablar pausado y melodioso, en otras palabras, todo lo contrario de su rústico oponente.

    Optó, pues, por nacionalizar el tomatazo hispánico en un “harinazo” argentino.

Se lo anunció con bombos y platillos y se invitó a toda la población a participar. La municipalidad proveería gratuitamente las bombas llenas de agua y harina y se premiaría al más enharinado en un estadio de fútbol.

      Desde la noche anterior comenzaron a llegar camiones atestados de muchachos desarrapados, sin camisa, con apenas un pantaloncito deportivo o en traje de baño. El circuito de calles estaba cercado y custodiado por policías para evitar peleas callejeras. En el estadio de fútbol donde terminaría la gran celebración bullía una muchedumbre de espectadores en las tribunas, y en un palco oficial decorado con banderas al viento, el intendente Aguilar y su séquito de personalidades de la cultura lucían sus fachas y levantaban los brazos saludando a los cuatro rumbos de la brújula. Un disparo de bombas de estruendo señaló el comienzo de la caravana desde el punto inicial. A mitad del desfile un olor hediondo y  nubes de gases lacrimógenos y tusígenos dispersaron a los grupos. Los “chicos”, en la jerga democrática del gobierno, destaparon barriles ocultos de lodo, harina y restos de inmundicias que arrojaban contra las personas y edificios, al tiempo que los más revoltosos destrozaban con palos los faroles públicos, vidrieras de las tiendas, estatuas, fuentes y cuanto encontraban a su paso.

           Un grupo desprendido del convoy se dirigió al palco oficial, tomó entre sus manos al intendente y sus funcionarios, los revolcó por el suelo y los embadurnó de pies a cabeza,       frotándolos por todo el cuerpo. Desde el suelo, Aguilar apelaba a gritos “¡Hijos de su madre! ¡Atorrantes, mal nacidos, piqueteros!  ¡Ya me las pagarán, muertos de hambre! ¡No les daré más bonos de comida gratis!” 

     Esa misma noche legiones de empleados municipales barrían las calles y limpiaban con mangueras los frentes de los edificios, entremezclados con niños buscones que seleccionaban de entre los restos objetos para revenderlos. En distintos conciliábulos sociales se discutían los desórdenes y en las redacciones de los diarios y estaciones de televisión los periodistas se afanaban en lo suyo para llegar a tiempo a la edición de la mañana.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                

     El intendente Aguilar era el más afectado. Una profunda pena le quitaba la palabra y apenas le permitía pensar. Se sentía humillado y manoseado por esa multitud que había movilizado con la esperanza de atraerlos a su candidatura. “Menos mal que no asistió el cónsul de los Estados Unidos. Imagínese el papelón internacional” –se dijo para sus adentros.

     No quedaron dudas, Aguilar era un intendente asimétrico por fuera y por dentro.

EL MINISTERIO PERFECTO

EL MINISTERIO PERFECTO

 

     Cuando lo eligieron presidente del país en elecciones fraudulentas, se vio en la necesidad de constituir su gabinete ministerial. Su pericia política en escoger colaboradores se había vuelto proverbial. Un día convocó a su despacho al ministro de Comunicaciones y Propaganda y le ordenó:

      Presidente:  Ministro, prepáreme un decreto para informar a la opinión pública que el país, según fuentes internacionales, está en vías de ser elegido como el más seguro de toda Sudamérica.

     Ministro: Correcto, señor presidente. Siempre es bueno levantar el ánimo de la población. Sin estímulo espiritual el pueblo ser siente abandonado.

     - No, no lo escriba, lo he pensado mejor: mis enemigos podrían aprovecharlo para burlarse de mí.     .

     - Me parece acertado, señor presidente. Cuanto menos informa un gobierno, menos expuesto está a la reacción de los adversarios.  

     Al día siguiente el presidente llamó a su despacho al ministro de Relaciones Internacionales y le ordenó:

     - Necesito que me redacte un decreto reconociendo que el pueblo judío ha sido víctima de un holocausto donde murieron asesinados millones de víctimas.

     - Muy bien, señor presidente, los judíos son muy poderosos en el mundo, y aplaudirán su declaración.

     Dos horas después el ministro regresó con el texto del borrador ya redactado, pero fue recibido con estas palabras:

     - Rómpalo, he cambiado de opinión. No puedo enemistarme con los árabes. Son gente de convicciones profundas.

     - Bien dicho, señor presidente. Se ofenderán y pueden retirar sus embajadores del país.

      Tres semanas más tarde hizo venir a su escritorio al ministro de Economía y le ordenó:

     - Redácteme un comunicado de prensa  informando al país que este año hemos tenido un superávit comercial de 28.000.000 de dólares.

     - Bien dicho, señor presidente, siempre es conveniente dar la impresión de prosperidad para tranquilizar a la gente.

     No habían transcurrido diez horas desde la orden, cuando convocó al ministro con urgencia.

     - Lo he pensado mejor, ministro. No escriba ese comunicado. La opinión pública puede desmentir esos datos.

     - Bien pensado, señor presidente, es muy riesgoso proporcionar cifras al pueblo. Pueden no creerlas.

    En otra ocasión conversó con el ministro de Desarrollo Social:

    - Pienso disponer un aumento salarial del 20 % para los trabajadores, con retroactividad al 1º de enero.

    - Es muy oportuno ahora, cuando se notan ciertos rumores de malestar.

    - Pero no, no me conviene. No podré cumplir porque no tenemos en caja ese dinero.

    - Me parece muy acertado. Un gobierno no puede estar sometido a la presión de los obreros. Hoy le piden salario, mañana le pedirán un sueldo más extra a fin de año, y después vivienda propia.

     En otra ocasión, llamó al jefe del gabinete, el hombre de su más íntima relación y le comentó:

     - Paquito, estoy preocupado. El Servicio Secreto me ha informado que el pueblo está a punto de revelarse. ¿Qué hago, renuncio o me fugo del país y pido asilo político en el Lejano Oriente?

     - En mi opinión, cualquier alternativa es excelente. Si renuncia, los revolucionarios se darán por satisfechos y no lo perseguirán más. Si se fuga, puede vivir con falsa identidad el resto de sus días.

     - ¿Pero cuál me aconsejas?

     - Las dos, señor presidente.

     Una hora después Paquito se iba del país en helicóptero con rumbo desconocido, reflexionado: ¿se habrá creído ese presidentito que sólo él era vivo?

     En el escritorio del presidente, dos cafeteros comentaban la desaparición del presidente.

     - Se hizo humo el farsante. ¿Para qué le servirá lo que robó? Tendrá que vivir para siempre en una cueva hasta que la barba lo ahogue.

   

EL BURRO GEODÉSICO

EL BURRO GEODÉSICO

     Una mañana los vecinos de Totoral se sorprendieron al ver a unos señores de Buenos Aires observando el lugar con unos aparatos sobre trípodes, cintas de medición de cincuenta metros, reglas numeradas plantadas en el suelo, cuerdas por el suelo, tiendas de campaña aquí y allá. Los recién llegados se trasladaban de un lugar a otro, separados de los rayos del sol mediante cascos de exploradores y de la sed con caramañolas de agua cruzadas sobre el pecho. Preparaban sus viandas en pequeñas cocinas transportables, y dormían en carpas de campaña, protegidos de los mosquitos con el humo de braseros encendidos y de las serpientes con círculos de ajo trazados en el suelo.

     La novedad corrió por los alrededores  y en el término de dos horas se había

congregado una multitud de lugareños emergidos de entre la maraña de los bosques y serranías. Miraban y hacían comentarios entre sí,  sin poder discernir si se trataba de una patrulla militar, un comando terrorista  o de simples constructores de alguna estación de comunicaciones. Sabían por experiencia que menos averigua Dios y perdona, pero como ellos eran nada más que terrestres, no se sintieron involucrados en esa máxima. El más valiente de los espectadores miró a sus vecinos  buscando la aprobación en sus rostros, dio unos pasos adelante y se enfrentó al director del grupo:

     - Disculpe, doctor, quería decirle que hemos venido aquí para ayudarlos si nos necesitan.

     - Doctor, no; ingeniero de caminos. Estamos estudiando el trazado de un nuevo camino, y por el momento no necesitamos ayuda. De todos, modos, muchas gracias por su ofrecimiento. Si los necesitamos se lo haremos saber.

     Los lugareños volvieron a sus chozas y  a sus tareas diarias. Pasaron esa noche como los perros, con  media oreja dormida y la otra en alerta, por si acaso los intrusos fueran dañinos. Procedían de la capital del país, entrometida siempre en asuntos del interior. No creían en aquello de que para un argentino no hay nada mejor que otro argentino, salvo el caso de que hubiera que despojarlos de sus bienes personales. Día a día vigilaban escondidos al grupo capitalino como los indios espiaron a Cristóbal Colón a su llegada a América. Todo aparecía tranquilo y pacífico, a excepción de las frecuentes discusiones entre el jefe y un subordinado, que en todo momento vertía tragos de una petaca a su lengua. Su función consistía en delinear en un mapa extendido sobre una mesa de campaña el recorrido óptimo de un camino desde Totoral hasta Santiago, lo más corto, económico y seguro posible, según la ciencia de la geodesia.

     Los lugareños no alcanzaban a explicarse por qué razón era necesario tener la cara enrojecida, gesticular y hablar a los gritos para dibujar. Pero convencidos como estaban desde tiempos inmemoriales de que los capitalinos saben mucho más que los provincianos, optaban por espiar y esperar. Las discusiones llevaban ya casi un mes y las obras no comenzaban. Conforme a los indicios gestuales y verbales, la paciencia del  ingeniero se agotaría en muy poco tiempo.

     Y efectivamente eso se corroboró cuando una tarde, al ponerse el sol, el jefe hizo un bollo con el mapa y lo arrojó al fuego, con estas palabras:

     - Si le hacemos caso a este mapa, el camino va a parar al Brasil en vez de Santiago.    

     Su primera intención fue despedir al responsable, pero considerando que el profesional tenía mujer y cinco hijos que mantener, prefirió tomarse unos días para serenarse y después tomar la decisión. Se sentó en una silla desplegable, con la cabeza  entre sus manos, pero a los minutos un palmoteo en un hombre lo sacó del trance.

     Era el valiente de Totoral que interrumpió la angustia del ingeniero:

- Disculpe, doctor; perdón ingeniero, pero tengo alguien que puede ayudarlo.

- ¿Ayudarme? ¿Quién, usted?

- No, yo no, Cachilo –contestó, señalando a un burro que pastaba en las cercanías.

- Vea, amigo, no estoy para bromas, retírese por favor y déjeme en paz.

     - No es una broma, señor. Cuando nosotros queremos abrir una picada en el bosque lo soltamos y lo seguimos. Seguro que el burro nos guiará por el mejor camino. Nunca nos ha fallado. ¿Por qué no hace la prueba?

     El ingeniero se convenció, calculó la travesía en quince días, y la caravana se puso en camino con Cachilo a la cabeza. En la primera y segunda jornada nada anormal sucedió, pero a la tercera al tratar de vadear un riacho la camioneta que llevaba parte de los instrumentos se atascó en el barro y hubo que abandonarla en medio del cauce. En el octavo día el vehículo que remolcaba la cocina de la caravana se desbarrancó en una cuesta y se destrozó en el fondo. Felizmente pudo recuperarse la cocinilla, que se montó en otro de los vehículos.

     Cachilo no era uno de esos pollinos humildes, mansos, de pelambre aterciopelada que se usan en los lugares de veraneo para fotografiar niños en su lomo y darle un manojo  de pasto como recompensa. Al contrario, era un asno en serio, de porte erguido, orejas enhiestas y cola en permanente movimiento, capaz de mandar un perro a los quintos infiernos si lo perturban los ladridos. Era un burro con personalidad, no un burro de exhibición. En su función de guía geodésico, se detenía de tanto en tanto, giraba la testa a uno y otro lado y husmeaba el aire en actitud de comandante napoleónico. Luego se ponía en marcha arrastrando detrás de sí a la caravana.

     A los doce días se toparon con un árbol caído en el sendero. Cachilo pasó con solvencia el escollo, primero las patas delanteras y después las traseras, y se detuvo a la espera de que los viajeros retiraran del lugar el tronco con sus respectivas raíces y copa. Tres capitalinos demoraron una jornada íntegra en despedazar a hachazos el monstruo

vegetal, mientras el borrico se restregaba el lomo en el suelo y se acostaba a dormir.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                               

     - ¿Pero por dónde nos lleva este animal? –preguntó el ingeniero.

     - Por donde debe ir el camino. El no tiene la culpa de que haya obstáculos. El camino es el camino. Menos podría encontrarlos un dibujante en un plano sobre una mesa.

     Superado el obstáculo, la caravana reanudó la travesía. Al duodécimo día, tres menos de lo calculado, Cachilo se detuvo alborozado, se levantó sobre sus patas traseras, dio un estruendoso rebuzno y se lanzó a la carrera hacia un bajío del terreno, cien metros abajo.

    - Esto no puede ser, ¿cómo va a tener que bajar cien metros el camino y volver a subirlos? Algo pasa aquí  -dijo desconcertado el ingeniero.

    - Voy a ver –replicó el vecino de Totoral-. Nunca ha pasado esto

    Se acercó al borde del precipicio y miró la escena. En medio del bajío Cachilo olfateaba a una burra que coqueteaba a su congénere con ágiles movimientos de cola  y hociqueos gozosos.

    - Disculpe, doctor, digo ingeniero, me había olvidado que Cachilo está en época de celo.

 

GASTOS RESERVADOS

GASTOS RESERVADOS

El gobernador Persifonte Malacara suscribió un decreto por el que otorgó una pensión vitalicia de treinta mil pesos mensuales al ciudadano Arquímedes Passalacqua, cuñado suyo, en retribución por los patrióticos y desinteresados servicios prestados a la provincia..

     A la pregunta de un periodista sobre si esa decisión no implicaba un privilegio a un familiar, el gobernante manifestó que la justicia es una para todos y no hace distinción entre parientes y extraños. Negarle el derecho a un familiar, sólo por serlo, sería un atropello a la majestad judicial.

     - Pero a los maestros usted les paga quinientos pesos mensuales –le replicó el hombre de prensa.

- Así es, y bien pagados están, porque son los segundos padres de los alumnos. ¿Dónde ha visto usted que un padre o una madre le cobren a sus hijos por educarlos?

- Y por qué le paga usted tanta plata a su cuñado? Con mucho menos podría vivir.

- ¿Cómo por qué? Él ha administrado el presupuesto provincial durante muchos años y le  ha ahorrado al erario público millones de pesos. ¿Se ha ganado o no su pensión?

- Está bien, señor gobernador, dejémoslo ahí. ¿Se podría saber cuánto gana usted?

- Lo que indica el presupuesto, mil quinientos pesos mensuales.

- Más los gastos reservados que señala el presupuesto.

- ¿Qué quiere insinuar usted, caballerito?

   - Que los gastos reservados ascienden a cien millones y el pueblo no sabe en qué se gastan. Durante su gobierno la residencia del gobernador se ha ampliado con un diario oficial, helipuerto, un lago artificial, dos aviones, ocho automóviles deportivos, un teatro al aire libre para espectáculos, un quincho con aire acondicionado para asados, dos piscinas cubiertas, más otros arreglos y decoraciones de lujo, y sobre, todo alfombras rojas por todas partes.

 - ¿ Y qué demonios pretende usted, caballerito; que el gobernador viva en una choza? Espantaría a los inversores extranjeros y los visitantes se burlarían de mí y de la provincia.

- ¿Y los desocupados, los sin techo, los enfermos, las mujeres, los ancianos y los  niños?

- Ésos pueden esperar, la provincia está primero. En todo el mundo se empieza así.

- En Suiza, Alemania, Dinamarca, Suecia y Noruega, no.

- Porque no tienen pobres.

- Pero tienen ancianos, enfermos y niños.

          Bueno, jovencito, la entrevista ha  terminado. Un gobernador progresista  no  dialoga con terroristas.¿O cree que va a enseñarme a mí a gobernar porque ha ido a una escuela de periodismo?

CAMA 14

CAMA 14

     - ¿ Dónde se encuentra el paciente?  –preguntó el médico al enfermero del Hospital de Agudos.

     - Cama 14, doctor –respondió el asistente.

     El médico recorrió de un vistazo el pabellón y dirigió su mirada al lugar indicado. Vio entonces encogido en el lecho a un hombre canoso, más bien envejecido que viejo,  de unos cincuenta años, apoyado sobre su costado derecho como signo de interrogación caído, que no miró al recién llegado ni respondió a su saludo. El facultativo recabó los datos previos necesarios y se enteró de que el enfermo había sido internado de urgencia unos minutos antes por fuertes dolores en el costado derecho. Una cortina colgada de un caño lo separaba de la cama vecina numerada con el fatídico 13, el número de la mala suerte, como  se sabe en todo Occidente. Desde hacía mucho tiempo esa cama estaba desocupada porque ningún enfermo quería  ser acostado en ella por temor. La tradición hospitalaria sostenía que desde esa cama infausta todos los pacientes habían pasado directamente a la morgue.

     Nuestro paciente Eugenio Bonaventura, tampoco parecía dispuesto a romper con esa tradición, y reclamó la cama 14. Por de pronto, una vez que había pasado por debajo de una escalera abierta, un tacho de pintura le había inutilizado el traje, y en otra ocasión , cuando en una comida derramó sal en el mantel y no la arrojó atrás por sobre su hombro, estuvo arrumbado en el lecho por diarreas intermitentes. El facultativo indicó al enfermero inyectarle un calmante para interrogarlo más tarde.  Los manuales de medicina interna reconocen por lo menos quince enfermedades con ese síntoma, desde un simple cólico hasta una perforación intestinal. Esperaría en la guardia hasta después.   

     - El próximo que caiga tendrá que ocupar esa cama porque no tenemos otra disponible -dijo el facultativo.

    Eugenio Bonaventura, el buenaventura bien nacido, según el significado de origen de su nombre y apellido, no se despertó hasta el día siguiente contrariando la previsión médica. Lo hizo cuidadosamente pisando el suelo con el pie derecho, para no transgredir la sabiduría que anticipa un mal día para quien lo haga con el izquierdo.

     En la visita matutina, el médico, acompañado de una media docena de discípulos, explicaba los antecedentes del caso y pedía opiniones. El internado se quejaba de fuertes dolores en el costado derecho y se removía sin cesar en el lecho, aunque movía su vientre con normalidad, tenía buen apetito, lengua y garganta estaban normalmente humedecidas, no experimentaba vómitos ni náuseas ni su piel estaba amarillenta; la  presión arterial y las pulsaciones normales. En definitiva, un extraño caso. Los diagnósticos de profesor y alumnos no se conciliaban entre sí: apendicitis aguda, cólico hepático, derrame biliar, cirrosis, obstrucción intestinal. Y como sin diagnóstico no hay pronóstico, el médico, sin poder echarle la culpa a ninguna bacteria ni virus, dictaminó:

     - Que continúe internado en observación hasta que le hagamos una tomografía computada y un análisis de sangre y anticuerpos.     

       A la hora del almuerzo Bonaventura comió y bebió como un tiburón, pollo hervido,  puré de zapallo, flan sin azúcar y tres cuartos litros de agua mineral. Durmió su siesta habitual, hasta que una camarera lo despertó con la merienda habitual. Bonaventura, para no desdecirse de su apetito del mediodía, pidió repetirla, con gran asombro de la servidora:                                         

     - Si este internado está enfermo, yo soy Marilyn Monroe –comentó.

     En el intervalo entre la merienda y la cena los internados se levantaban de sus camas para conversar entre sí, hacerse bromas y comentar la gravedad de otros pacientes. Bonaventura, en cambio, se mantenía incólume en su lecho y leía con fervor un libro forrado que se había hecho traer por un amigo. Daba la impresión de estar ensimismado en una interminable paciencia a la espera de algún acontecimiento.

     Una semana duró la espera. Un paciente víctima de un ataque respiratorio fue instalado en la cama 13. Bonaventura escuchó al médico de guardia diagnosticar asma al enfermo y tenerlo en observación por unos días. Corriendo la cortinilla que los separaba trabaron conversación  a los pocos minutos, sin interrogarse por discreción sobre las dolencias respectivas. Bonaventura no se quejaba salvo cuando las enfermeras le traían botellones de agua y le controlaban la temperatura corporal. Les extrañó oírlo decir “¡Cruz diablo!”cuando una lechuza pasó graznando cerca de la ventana., pero como estaban habituadas a toda clase de expresiones, ruegos y conjuros, no le dieron importancia.

     Pero ni la tomografía ni los análisis llegaban por falta de recursos del hospital. Una mañana fue despertado súbitamente por un nuevo médico. Fue suficiente que lo viera tuerto para que aumentaran los latidos de su corazón. En un instante tocó un bastón de madera que tenía al lado del lecho, al tiempo que pensaba: “¡Zas, un tuerto al despertar! ¡Mala suerte para hoy! Menos mal que tenía una madera a mano para tocarla.”

     Tranquilizado con el  conjuro, prestó atención a las palabras del tuerto al otro lado de la cortinilla. corrediza.

- ¿Estoy grave, doctor? –preguntó asustado el paciente.

- ¿Grave? Está enfermo como todos los demás de esta sala. Eso es todo. ¿O quiere algo más? 

     - Ni lo diga, doctor, con lo que tengo me basta.

     Cuando se retiró el médico Eugenio Bonaventura descorrió la cortinilla y le extendió  una cola de conejo diciéndole:

     - Téngala, amigo, espanta los malos espíritus. Cuando no la necesite, me la devuelve.

     Tuvo lástima del enfermo de la 13 que no había tenido la oportunidad de negarse. Si llega a morir le cerraré los ojos porque en caso contrario, lo seguirá un familiar, pensó.

     En pocas horas más en la sala todos los enfermos estaban enterados del poder de los amuletos de don Bonaventura y lo rodeaban solicitándole uno para uso personal.

     - Lo siento, amigos, pero no tengo ninguno más. Pero si alguien consigue una herradura de siete agujeros, puede protegernos a todos.

     - Yo puedo conseguirla –terció una enfermera recién integrada al grupo-. Aunque no estoy en cama, tengo también mis problemas de salud. Un sobrino herrero me la puede hacer.

     En efecto, a los dos días la enfermera llevó escondida en su ropa la herradura  de la salud, con poder para toda una sala. Estaba por ponerla debajo de una imagen la Virgen, pero la reminiscencia de su niñez, cuando tenía fe, se lo impidió. Tampoco podía exhibirla a la vista de todos los pacientes para no violentar la conciencia de algunos creyentes musulmanes. Eugenio Bonaventura le sugirió entonces que  la disimulara debajo del colchón de su cama donde él se encargaría de custodiarla. En ese refugio cualquier interesado podía ir en horas de la tarde a tocarla en demanda de salud.

     Entretanto, el vecino de la cama 13 empeoraba día a día. Echaba pálidos suspiros, se ahogaba  y sus debilitados pulmones no alcanzaban a absorber suficiente oxígeno. Bonaventura le aconsejó  acostarse del lado del corazón para comprimir los pulmones y expulsar a los malos espíritus del cuerpo. Para confirmar su presunción sólo le quedaba la prueba del espejo. Colocaría un espejo grande en el testero del habitáculo, y si se caía al suelo y se hacía añicos, la muerte del paciente sería irremediable. Dicho y hecho con el consentimiento del paciente y del médico tuerto.

     Pasaron trece días y sus noches sin efecto alguno, pero una madrugada pasó por delante de hospital un camión recolector de basura, gran y pesado como diez elefantes, los muros vibraron y se estremecieron, y el espejo se desprendió de la pared. Cayó sobre la cabeza de Bonaventura, quien se fue de este mundo sin chistar. Lo llevaron a la morgue, lo pusieron en un mezquino ataúd de pino, y se lo entregaron a la municipalidad para su inhumación por falta de parientes conocidos.

- ¿Quién era este Bonaventura? Nunca pudimos averiguarlo –comentó un paciente.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                         

     Nadie lo sabía, hablaba poco, se lo pasaba leyendo y mascullando palabras que no se entendían. 

    A todo esto, la enfermera se mantenía en silencio, pero tal vez por remordimiento, explicó:

    - Yo sí lo sé. Era un supersticioso que buscaba una fórmula para la salud universal.  Se internó fingiendo una enfermedad en este hospital, el mejor lugar para experimentar sus ideas.  

     En los meses siguientes el médico tuerto se descalabró en una escalera y se rompió la crisma, la enfermera fue internada en la sala de mujeres donde falleció de un derrame cerebral y el paciente de la cama 13 se recuperó de su asma y hoy en día es entrenador de un equipo de fútbol. 

MI VECINO GROSSI

MI VECINO GROSSI

     Inesperadamente una mañana sentimos ruidos de mudanza y la casa vecina apareció ocupada. Los nuevos dueños eran los Grossi, antiguos vecinos de un barrio bajo de la ciudad, donde desde tres generaciones atrás eran pintores de paredes. Se los veía transitar por las calles del barrio, padre e hijo, cada uno con una escalera tijera, un tacho de pintura, una brocha gruesa y un rollo de cuerdas enrollado en torno a sus pechos.

     Para nosotros, los Basavilbaso y Funes, descendientes de un bisabuelo maestre de la Orden de Calatrava, fue una sorpresa la mudanza puesto que ignorábamos hasta entonces quiénes eran los nuevos vecinos. Espiamos por la cerca del jardín del fondo, trepados a escondidas en un algarrobo, y algo alcanzamos a ver, puesto que los nuevos dueños habían iniciado la mudanza en horas de la noche para eludir los comentarios.

     Cuando nos enteramos que eran los artesanos Grossi, mi mujer hizo un gesto de desagrado, balanceó los hombros  y no llegó a escupir en el suelo para no empañar el  prestigio de nosotros los educados, y no dar un mal ejemplo a nuestra hija Belarmina. Con todo, expresó su sentir con una pregunta nobiliaria:

     - ¿Un vecino pintor de paredes? Si al menos hubiera sido un descendiente de Miguel Ángel…  

     El domingo lo vimos con su mujer y su hijo arrodillado en primera fila donde se instalan las personas importantes de la ciudad, y entre ellos nosotros. De pie al final  de la fila, un hombre vestido de negro, cabello casi rapado, anteojos oscuros y las manos cruzadas por delante, parecía una estatua humana de custodia. No quedaba lugar a dudas. Los Grossi se habían encumbrado a la posición de expectables por alguna razón. A cada paso de la misa miraban con disimulo a diestra y siniestra a los fieles, para imitarlos en sus movimientos. Se pusieron de pie a la entrada del sacerdote, escucharon sentados las epístolas y se levantaron para escuchar la lectura del Evangelio. Sólo que el jefe de familia desenfundó de su bolsillo trasero un pañuelo y se sonó con estruendo las narices, ante el respetuoso fastidio de los demás fieles. El asunto se les complicó cuando el sacerdote invitó a los asistentes a desearse la paz. En agitados movimientos se saludaban y besaban los unos a los otros, mientras los Grossi se miraban entre sí sin encontrar a nadie a quien abrazar.

     Al concluir la ceremonia, el padre esperaba a los fieles en el atrio para saludarlos. Grossi y su mujer se acercaron al ministro, pero sólo habló el marido:

    - Diputado Grossi, para servirle.                                                                                                                                                                                                                                                      

    - ¡Ah, diputado! Celebro tenerlo en esta iglesia. ¿Hace mucho que  viven en esta parroquia?

     - Desde el viernes.

     - Bienvenidos entonces. Los espero la próxima semana, si Dios quiere.

     Los domingos a la tarde, nosotros no solíamos recibir en nuestro domicilio pues aprovechábamos ese día para practicar en familia el inglés, muy en boga con motivo de la globalización y sumamente inevitable para el dominio de los negocios. Para ese entonces los tres habíamos aprendido bastantes términos y frases, y distinguíamos claramente, por decir algo, entre hardware y software. En la casa de mi vecino, por el contrario, la cosa no era igual. Numerosos automóviles transponían la puerta controlada de la mansión, todos con cristales oscuros. Oíamos de tanto en tanto algunos gritos y carcajadas estentóreas de gente alegre o tal vez borracha. Tuvimos que dejar el estudio del inglés y ponernos a mirar televisión. “ Ése es el precio de ser un buen vecino”

-dije-. Pero en cambio, había pensado: “Pintor de porquería.”

     En eso estaba, cuando sonó el timbre de la puerta de calle: Salió mi hija Belarmina a atender y volvió apresurada con una caja con media docena de champán francés que enviaba el flamante vecino con este mensaje:

     - Disculpe, señor, pero hoy es mi cumpleaños, y me sentiría muy complacido de que usted participara del festejo. Y firmaba Dr. Pedro Grossi.  

     - ¿Doctor ? –preguntó mi mujer-. No lo parece. Se sopla las narices en la misa.

     Nos pareció muy descortés rechazar el envío y dejamos para el día siguiente la respuesta. Siempre es bueno tomarse un tiempito antes de una decisión.

     A los dos días,  le enviamos un ramo de flores de nuestro jardín. con una tarjeta  adjunta que decía: “Muy agradecido, Eugenio Basavilbaso Funes.” Mi mujer, con ese instinto natural femenino, al principio no comentó mi actitud, pero al final dijo: “ No sé porqué, pero este asunto no me huele bien.”

     Los Basabilbaso nos hemos educado con otras reglas de urbanidad. No extendemos la mano para saludar a una dama que nos presentan hasta que ella no lo extiende primero, dándonos su probación; cuando corresponde besar la mano en una ceremonia diplomática, lo hacemos inclinando levemente la cabeza y besamos el dorso sin tocar con los labios el guante de cuero; y nunca llevamos un alimento a la boca con las manos. Practicamos el arte de sonreír en vez de reir y jamás salen de nuestras bocas palabras procaces, obscenas ni vulgares.

     Una tarde antes de oscurecer, asomó su cabeza por encima de la cerca de ligustros el hijo de los Grossi, que resultó llamarse familiarmente Ignacio, chistó a mi hija y la saludó con la mano sin decirle palabra. Sorprendida, Berlamina no tuvo tiempo de pensar la reacción y por educación le respondió levantando su diestra. Nosotros no le reprochamos esa forma de responder, pues estábamos seguros de que su inocencia la protegía de toda intrusión deshonesta. Esta forma de comunicación se mantuvo durante unos tres meses hasta convertirse en rutina. De todas maneras, no violábamos el código de la urbanidad ni comprometíamos la honestidad de nuestra hija. 

     A todo esto, la casa de nuestro vecino seguía visitada con insistencia por visitantes en automóviles con cristales oscuros, hasta que un día entró en la casa un BMW don dos banderitas en los guardabarros. Comprendimos entonces que se trataría cuando menos del automóvil de un ministro. No nos preocupamos por eso, pues los Basabilbaso no teníamos ningún litigio pendiente con nadie. 

      Hasta entonces los roces con los Grossi habían sido de alguna manera distantes, sin diálogos personales. Pero como se sabe que el hombre propone y Dios dispone, la intervención divina se produjo cuando una mañana mientras mi esposa regresaba a pie de misa, una perrita yorkshire que la señora de Grossi llevaba en su falda, se escapó del coche y mi esposa la detuvo en un  gesto espontáneo como lo haría cualquier persona. La esposa de Gossi abrió la puerta del coche y fue a recibirla. Se enfrentaron por primera vez cara a cara, y se dijeron las palabras convencionales en estos casos. Pero como la señora de Grossi lo hizo en el mínimo inglés posible  (Thanks  you), mi mujer le contestó con la misma moneda (You are welcome). Mi media naranja algo sabe de inglés, pero estoy seguro de que la Grossi no sabe más que lo que dijo. Completaron los cumplidos con  sendos estiramientos de las comisuras, y se retiraron. La mujer de mi  vecino era con seguridad una ignorante, pero también era mujer con sus instintos. Olfateaba que la aborrecíamos, como nosotros a ellos, pero las reglas de urbanidad prohibían manifestarlo.    

     Día a día ganaba Grossi terreno en su carrera a la incorporación en la clase aristocrática. Dejaba a la puerta de su casa el Volvo de superlujo que había comprado en Suecia, hasta que llegó la gran sorpresa para el vecindario curioso: una placa de bronce bruñido con la leyenda Dr. Peter Grossi, Ph.D.  ¿Dos veces doctor? Porque Ph.D. en inglés americano quiere decir  también doctor. Seguramente había comprado el falso título en una de esas agencias clandestinas de los Estados Unidos que los confeccionan a pedido sin estudio alguno.

     Otra revelación lo constituyó su aparición en primera fila en el estrado presidencial durante la inauguración de una sucursal de McDonald en el barrio. Aunque no estaba al lado de la figura presidencial, en el estrado estaba, y por lo tanto algún importante personaje debía de ser. En la ciudad siempre se inauguraba alguna cosa, una barrera ferroviaria, un poste de luz, una hamaca para niños en una plazuela, una alcantarilla de desagote, y así otras obras públicas. Grossi  se las ingeniaba siempre estirando el cuello inmediatamente por detrás del presidente, para salir fotografiado. Las sucesivas apariciones de su hijo por encima de la cerca del fondo no le habían dado resultado debido a la vocación religiosa de mi hija Belarmina. Su diaria asistencia a las novenas de la parroquia la habían inmunizado contra trepadores. Las repetidas invasiones de gases en nuestro jardín provenientes del encendido de pastillas desinfectantes de ambientes tampoco nos habían inmutado porque conocíamos el truco.

     Teníamos en claro que Grossi quería que le vendiésemos nuestra casa, y él lo sabía.

Pero los Basavilbaso y Funes nos habíamos juramentado hacía varias generaciones en no emparentarnos por la sangre con ningún advenedizo, y mucho menos ahora que se había sancionado la ley de divorcio. Seis meses de matrimonio, luego la separación y la intromisión de un Grossi en un juicio sucesorio sería una calamidad insoportable.

     Pese a todo, la imagen de Grossi crecía poco a poco. Los vecinos le cedían la pared  a su paso, cuando lo mencionaban en sus charlas lo mencionaban como “el doctor”, se descubrían la cabeza en los encuentros callejeros, el barrendero se esmeraba en la limpieza del frente de su casa, los transeúntes levantaban en brazos sus mascotas caninas para evitar que ladren o ensucien las baldosas, en fin, nos tenían acorralados.

     Sin embargo, los Grossi son despreciados por todo el mundo y lo saben. El jefe del clan no deja de ser un pobre pintor de paredes, mientras nosotros, los Basavilbaso, somos de la aristocracia y nadie puede quitarnos ese título. Hará un mes más o menos, desapareció por una semana del escenario. Se murmuraba que había ido a depositar fondos en Luxemburo u otro paraíso fiscal, pero no se tenían pruebas. De todos modos,

volvió cambiado. El barrendero dejó de limpiar  el frente de mi casa, comenzaron a llegarme intimaciones de la oficina de impuestos por deudas que no tenía, me cortaban de noche los cables de luz, me escupían las paredes, el teléfono no funcionaba varias horas diarias, la cañería dejaba pasar apenas un hilo de agua y el televisor sólo mostraba en la pantalla rayas titilantes. Mi paciencia se agotó cuando una tarde, al regresar mi hija mi hija Belarmina del rosario, fue enfrentada por un grupo de muchachotes encapuchados que la empujaban de un lado para otro al tiempo que le gritaba: “¡Decile a tu viejo que se mande a mudar del barrio, o te romperemos los huesos!”

     Nos reunimos los tres y discutimos el caso. Mi Belarmina prefería internarse en un convento de monjas, yo proponía ir a hablar en persona con el viejo Grossi y venderle mi casa, mientras que a mi esposa le renació su temperamento aguerrido. Su tesis era: a canalla, canalla y medio. Denunciarlos a la policía era una ingenuidad, porque no teníamos poder para que nos atendiera. Recurrir a los jueces ni soñarlos, porque no dictaban  fallos contra los poderosos y dejan empolvarse los expedientes en los sótanos.

     - Está bien , ya sé qué hacer –dijo sin agregar ningún comentario.

      En plena madrugada, nos despertó a Belarmina y a mí y nos indicó que la acompañáramos sin pérdida de tiempo adonde ella nos llevaría. Al salir de nuestra casa, vimos que la morada del Dr. Grossi estaba en llamas.   

EL COMPRADOR SABIO

EL COMPRADOR SABIO

 

  - Buenos días, señor, desearía comprar un kilo de manzanas. ¿A cuánto están?

    - Doce pesos, señor, del Valle de Río Negro, la mejor calidad.

    - Ah, me parece bien. Pero yo soy sabio, doctor en filosofía y letras graduado en la Sorbona de París, con dos posgrados, uno de teología en Universidad Pontificia del Vaticano, y otro de lingüística en la de Harvard. Le pago el kilo con una clase de una hora a domicilio de cualquiera de esas especialidades.

     -¿Y para qué me sirve a mí una clase de esas cosas? El fruticultor me cobra a mí en pesos.

     - Está bien, le ofrezco entonces una clase de dos horas, para su esposa, sus hijos o quien usted desee. 

     - Lo lamento, señor, pero no puede ser. En mi familia no estudia nadie ni conozco  ningún frutero que esté interesado.  Nosotros vendemos y no tenemos tiempo de estudiar.

     - Pero es que yo también necesito comer, y me he pasado una vida entera estudiando. ¿Le parece justo? ¿Qué tengo que hacer?

    -  ¿Por qué no le vende sus clases a un estudioso, al ministro de educación, por ejemplo?

    - Imposible, los ministros de educación no tienen interés en ser educados; están ocupados en ser ministros.

    - Bueno, ¿y por qué no le vende sus clases a otro estudioso como usted: él le paga en pesos y con esos pesos me paga usted a mí.

     - Ya lo he intentado sin éxito con dos candidatos. Uno me dijo que había dejado la sabiduría para no morirse de hambre, y el otro que se había convertido en asesor de un diputado con escuela primaria, no más.

     - Lo lamento sinceramente, mi amigo. Si yo pudiera le cambiaría el kilo de manzanas por unas horas de trabajo, pero el gremio no me lo permite. Tiene que estar afiliado.

     A todo esto, los clientes habían tenido que formar fila para hacer sus compras. El vendedor, compasivo pero con pujos capitalistas, comprendió que había gastado demasiado tiempo en explicaciones, dio la espalda al necesitado sabio, diciéndole:

    - Disculpe, mi amigo, pero tengo que atender a mis clientes.

    El sabio, atormentado por su estómago vacío, se acercó a un cesto de desperdicios, tomó con disimulo una manzana podrida, y la ocultó en un bolsillo. Un espectador, que había visto y escuchado la escena, se aproximó con discreción al sabio, y entabló este diálogo:

     - Disculpe, señor, pero casualmente he sido testigo de su problema. Con su permiso y sin pretender entrometerme en vida ajena, creo que el frutero tiene razón. En ninguna parte del mundo se cambian manzanas por conocimientos. ¿Por qué no cambia de oficio?

     - Se equivoca, señor. La verdad es todo lo contrario. ¿De dónde cree que he sacado la idea de comer lo que otros tiran? Pues nada menos que de un libro medieval. Todo está escrito en este mundo.     

MATAR A CAÍN

MATAR A CAÍN

   

    El tema era el odio. Los contertulios coincidían en que amar a Dios es fácil y hasta cierto punto este amor ya viene incluido en la naturaleza humana. ¿Qué mérito puede haber  en amar a un ser todopoderoso, que aunque no hayamos visto personalmente, sería el único con capacidad para curar nuestras enfermedades y sacarnos gratuitamente por su infinita misericordia de nuestras penurias y sufrimientos? De paso, nos ha prometido el perdón de nuestros pecados.

     A poco, la conversación derivó a la inevitable comparación con nuestros semejantes. Eso ya es más dificultoso porque el odio se interpone. ¿Por qué no matarlo si no me deja vivir?, preguntó uno de los presentes. Un segundo apoyó la opinión  argumentando que matar no implicaba al fin de cuentas abolir la ley natural, sino anticipársela al enemigo, de manera que el criminal no dejaba de ser más que un mero modificador de fechas. Un tercero opinó que si cada uno de nosotros matara al que odia, quedaría viva la mitad de la humanidad, habría alimentación, vivienda, medicina, escuela y espacio para todos, con tal que los eliminados no fueran de un solo sexo, porque el resto moriría por su cuenta sin poder reproducirse y desaparecería la especie humana de la tierra.                  

             - ¿Y en cuál mitad querría estar usted? –preguntó un curioso.

            - ¡Vaya pregunta! –respondió sin titubear el interpelado-. En la que no quiere que le modifiquen la fecha.

    Hubo consenso en que nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente, como lo hizo Caín con su hermano Abel. ¿Qué hacer entonces con quien lo hace? La ley de los pueblos antiguos imponía la pena similar, ojo por ojo, diente por diente.

             - Pero esa ley rigió hasta el advenimiento del cristianismo. Desde entonces el castigo debe dejarse en manos del Creador. Y leyó en la Biblia la palabra divina: “¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo. Pues bien: maldito seas, lejos de este suelo que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano”.           

          - ¿O sea que el hombre no tiene el derecho de reparar por su cuenta el daño ocasionado por el asesino?

          - Si es cristiano obediente, no. Porque la vida ajena no le pertenece. Es la regla de oro, la ley universal para todos los tiempos, obliga a todos y a cada uno, siempre y en todas partes. Aún más, deberías perdonarlo.

    Surgió a continuación la duda sobre la naturaleza de la justicia divina. ¿Acaso una muerte ha de castigarse nada más que con el exilio?  Otro de los concurrentes se interesó por saber qué decía el texto sagrado sobre esto. Se leyó otro versículo del libro: “Y yo os prometo reclamar vuestra propia sangre...Quien vertiere sangre de hombre, por otro hombre será vertida, porque a imagen de Dios hizo él al hombre.”     

   Comenzó a manifestarse un principio de desacuerdo entre los contertulios. Alguien más versado en asuntos de esta naturaleza se sintió obligado a contribuir con un pensamiento complementario. Caín y Abel eran hermanos, el primero labrador, el segundo pastor. Ambos ofrecían las ofrendas de su trabajo a Yahvé, Caín los frutos de la tierra y Abel lo mejor de sus ganados. El Dios Yahvé manifestó su agrado por la ofrenda de Abel.  El texto bíblico no especifica la razón de esta preferencia, pero los exegetas piensan que fuera por su mayor fe, pues le ofrendaba lo más escogido de sus bienes. Esto desagradó a Caín que invitó a su hermano a ir al campo, y una vez allí, lo mató.

   La lectura en procura de mayores precisiones prosiguió por otras páginas. Entre ellas se encontraron con otro inexplicable problema. Caín se lamentó a Yahvé de que el castigo era demasiado grande para soportarlo, pues lo forzaba a vivir fugitivo y errante por la tierra y que cualquiera que lo encontrara lo mataría. El Señor le respondió:

              - Si alguien matare a Caín, será siete veces vengado.

   Y le puso una señal para que nadie que lo encontrara lo hiriera, que algunos piensan que fuera un tatuaje o algo así.

   Los presentes guardaron silencio porque no comprendían el intrincado nudo de la cuestión: no  matar a Abel en venganza o castigo, dejar la justa pena en manos de Dios Yahvé, el que derrame sangre ajena verá derramada la suya, pero si alguien matare a Abel será siete veces vengado. ¿El asesino protegido para nadie lo mate?. Los concurrentes más mansos aceptaron con humildad su desconcierto, mientras los restantes se retiraron disconformes con tanta benevolencia divina. 

   A punto de retirarse los contertulios, se puso de pie un hombre maduro, de unos cincuenta años de edad, rostro avejentado y ceño pensativo, y dijo a los presentes:

           - Es la primera vez que oigo mencionar a ese tal Caín y no he acabado de entender su historia. Lo único que yo sé, es que he matado varias veces en mi vida y  nunca  me he  arrepentido. Pero les digo a quienes quieran iniciarse, que matar no es fácil. Matar es un arte que cualquier chiquillo no puede realizar. Para eso tiene que estar preparado. El primer muerto lo deja a uno medio confundido, pero los que vienen después ya no importan.

            -Claro, todo es cuestión de empezar, como cualquier otra cosa. Después de la primera deuda, las demás vienen solas, y uno se acostumbra.. Yo estoy en ésa. Pero me ha surgido  una duda. Matarse a uno mismo ¿es también un crimen?

              - Exactamente lo mismo, siempre es matar. Usted elimina una vida que no es suya. No es nada más que un administrador y propietario de algo que pertenece al Creador. Agradezca que le tiene prestada. Nadie se puede ir de este mundo sin su consentimiento.

               - Le preguntaba porque mi padre se suicidó. ¿Entonces está condenado?-                     

              - No se desespere. Nadie podría decirle el destino final de quienes se han dado muerte. Dios podría haberle facilitado un camino para el arrepentimiento en el último instante, que sólo Él conoce.

               - Entonces  ¿usted quiere decir que Caín a lo mejor ha sido perdonado por su fratricidio?  ¿Cómo podríamos saberlo?

               - Lo primero, es posible, lo segundo no. ¿Vio cómo son las cosas? ¿O usted tiene pensada una mejor?