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CUENTO CORTO/ CARLOS A. LOPRETE

MI VECINO GROSSI

MI VECINO GROSSI

     Inesperadamente una mañana sentimos ruidos de mudanza y la casa vecina apareció ocupada. Los nuevos dueños eran los Grossi, antiguos vecinos de un barrio bajo de la ciudad, donde desde tres generaciones atrás eran pintores de paredes. Se los veía transitar por las calles del barrio, padre e hijo, cada uno con una escalera tijera, un tacho de pintura, una brocha gruesa y un rollo de cuerdas enrollado en torno a sus pechos.

     Para nosotros, los Basavilbaso y Funes, descendientes de un bisabuelo maestre de la Orden de Calatrava, fue una sorpresa la mudanza puesto que ignorábamos hasta entonces quiénes eran los nuevos vecinos. Espiamos por la cerca del jardín del fondo, trepados a escondidas en un algarrobo, y algo alcanzamos a ver, puesto que los nuevos dueños habían iniciado la mudanza en horas de la noche para eludir los comentarios.

     Cuando nos enteramos que eran los artesanos Grossi, mi mujer hizo un gesto de desagrado, balanceó los hombros  y no llegó a escupir en el suelo para no empañar el  prestigio de nosotros los educados, y no dar un mal ejemplo a nuestra hija Belarmina. Con todo, expresó su sentir con una pregunta nobiliaria:

     - ¿Un vecino pintor de paredes? Si al menos hubiera sido un descendiente de Miguel Ángel…  

     El domingo lo vimos con su mujer y su hijo arrodillado en primera fila donde se instalan las personas importantes de la ciudad, y entre ellos nosotros. De pie al final  de la fila, un hombre vestido de negro, cabello casi rapado, anteojos oscuros y las manos cruzadas por delante, parecía una estatua humana de custodia. No quedaba lugar a dudas. Los Grossi se habían encumbrado a la posición de expectables por alguna razón. A cada paso de la misa miraban con disimulo a diestra y siniestra a los fieles, para imitarlos en sus movimientos. Se pusieron de pie a la entrada del sacerdote, escucharon sentados las epístolas y se levantaron para escuchar la lectura del Evangelio. Sólo que el jefe de familia desenfundó de su bolsillo trasero un pañuelo y se sonó con estruendo las narices, ante el respetuoso fastidio de los demás fieles. El asunto se les complicó cuando el sacerdote invitó a los asistentes a desearse la paz. En agitados movimientos se saludaban y besaban los unos a los otros, mientras los Grossi se miraban entre sí sin encontrar a nadie a quien abrazar.

     Al concluir la ceremonia, el padre esperaba a los fieles en el atrio para saludarlos. Grossi y su mujer se acercaron al ministro, pero sólo habló el marido:

    - Diputado Grossi, para servirle.                                                                                                                                                                                                                                                      

    - ¡Ah, diputado! Celebro tenerlo en esta iglesia. ¿Hace mucho que  viven en esta parroquia?

     - Desde el viernes.

     - Bienvenidos entonces. Los espero la próxima semana, si Dios quiere.

     Los domingos a la tarde, nosotros no solíamos recibir en nuestro domicilio pues aprovechábamos ese día para practicar en familia el inglés, muy en boga con motivo de la globalización y sumamente inevitable para el dominio de los negocios. Para ese entonces los tres habíamos aprendido bastantes términos y frases, y distinguíamos claramente, por decir algo, entre hardware y software. En la casa de mi vecino, por el contrario, la cosa no era igual. Numerosos automóviles transponían la puerta controlada de la mansión, todos con cristales oscuros. Oíamos de tanto en tanto algunos gritos y carcajadas estentóreas de gente alegre o tal vez borracha. Tuvimos que dejar el estudio del inglés y ponernos a mirar televisión. “ Ése es el precio de ser un buen vecino”

-dije-. Pero en cambio, había pensado: “Pintor de porquería.”

     En eso estaba, cuando sonó el timbre de la puerta de calle: Salió mi hija Belarmina a atender y volvió apresurada con una caja con media docena de champán francés que enviaba el flamante vecino con este mensaje:

     - Disculpe, señor, pero hoy es mi cumpleaños, y me sentiría muy complacido de que usted participara del festejo. Y firmaba Dr. Pedro Grossi.  

     - ¿Doctor ? –preguntó mi mujer-. No lo parece. Se sopla las narices en la misa.

     Nos pareció muy descortés rechazar el envío y dejamos para el día siguiente la respuesta. Siempre es bueno tomarse un tiempito antes de una decisión.

     A los dos días,  le enviamos un ramo de flores de nuestro jardín. con una tarjeta  adjunta que decía: “Muy agradecido, Eugenio Basavilbaso Funes.” Mi mujer, con ese instinto natural femenino, al principio no comentó mi actitud, pero al final dijo: “ No sé porqué, pero este asunto no me huele bien.”

     Los Basabilbaso nos hemos educado con otras reglas de urbanidad. No extendemos la mano para saludar a una dama que nos presentan hasta que ella no lo extiende primero, dándonos su probación; cuando corresponde besar la mano en una ceremonia diplomática, lo hacemos inclinando levemente la cabeza y besamos el dorso sin tocar con los labios el guante de cuero; y nunca llevamos un alimento a la boca con las manos. Practicamos el arte de sonreír en vez de reir y jamás salen de nuestras bocas palabras procaces, obscenas ni vulgares.

     Una tarde antes de oscurecer, asomó su cabeza por encima de la cerca de ligustros el hijo de los Grossi, que resultó llamarse familiarmente Ignacio, chistó a mi hija y la saludó con la mano sin decirle palabra. Sorprendida, Berlamina no tuvo tiempo de pensar la reacción y por educación le respondió levantando su diestra. Nosotros no le reprochamos esa forma de responder, pues estábamos seguros de que su inocencia la protegía de toda intrusión deshonesta. Esta forma de comunicación se mantuvo durante unos tres meses hasta convertirse en rutina. De todas maneras, no violábamos el código de la urbanidad ni comprometíamos la honestidad de nuestra hija. 

     A todo esto, la casa de nuestro vecino seguía visitada con insistencia por visitantes en automóviles con cristales oscuros, hasta que un día entró en la casa un BMW don dos banderitas en los guardabarros. Comprendimos entonces que se trataría cuando menos del automóvil de un ministro. No nos preocupamos por eso, pues los Basabilbaso no teníamos ningún litigio pendiente con nadie. 

      Hasta entonces los roces con los Grossi habían sido de alguna manera distantes, sin diálogos personales. Pero como se sabe que el hombre propone y Dios dispone, la intervención divina se produjo cuando una mañana mientras mi esposa regresaba a pie de misa, una perrita yorkshire que la señora de Grossi llevaba en su falda, se escapó del coche y mi esposa la detuvo en un  gesto espontáneo como lo haría cualquier persona. La esposa de Gossi abrió la puerta del coche y fue a recibirla. Se enfrentaron por primera vez cara a cara, y se dijeron las palabras convencionales en estos casos. Pero como la señora de Grossi lo hizo en el mínimo inglés posible  (Thanks  you), mi mujer le contestó con la misma moneda (You are welcome). Mi media naranja algo sabe de inglés, pero estoy seguro de que la Grossi no sabe más que lo que dijo. Completaron los cumplidos con  sendos estiramientos de las comisuras, y se retiraron. La mujer de mi  vecino era con seguridad una ignorante, pero también era mujer con sus instintos. Olfateaba que la aborrecíamos, como nosotros a ellos, pero las reglas de urbanidad prohibían manifestarlo.    

     Día a día ganaba Grossi terreno en su carrera a la incorporación en la clase aristocrática. Dejaba a la puerta de su casa el Volvo de superlujo que había comprado en Suecia, hasta que llegó la gran sorpresa para el vecindario curioso: una placa de bronce bruñido con la leyenda Dr. Peter Grossi, Ph.D.  ¿Dos veces doctor? Porque Ph.D. en inglés americano quiere decir  también doctor. Seguramente había comprado el falso título en una de esas agencias clandestinas de los Estados Unidos que los confeccionan a pedido sin estudio alguno.

     Otra revelación lo constituyó su aparición en primera fila en el estrado presidencial durante la inauguración de una sucursal de McDonald en el barrio. Aunque no estaba al lado de la figura presidencial, en el estrado estaba, y por lo tanto algún importante personaje debía de ser. En la ciudad siempre se inauguraba alguna cosa, una barrera ferroviaria, un poste de luz, una hamaca para niños en una plazuela, una alcantarilla de desagote, y así otras obras públicas. Grossi  se las ingeniaba siempre estirando el cuello inmediatamente por detrás del presidente, para salir fotografiado. Las sucesivas apariciones de su hijo por encima de la cerca del fondo no le habían dado resultado debido a la vocación religiosa de mi hija Belarmina. Su diaria asistencia a las novenas de la parroquia la habían inmunizado contra trepadores. Las repetidas invasiones de gases en nuestro jardín provenientes del encendido de pastillas desinfectantes de ambientes tampoco nos habían inmutado porque conocíamos el truco.

     Teníamos en claro que Grossi quería que le vendiésemos nuestra casa, y él lo sabía.

Pero los Basavilbaso y Funes nos habíamos juramentado hacía varias generaciones en no emparentarnos por la sangre con ningún advenedizo, y mucho menos ahora que se había sancionado la ley de divorcio. Seis meses de matrimonio, luego la separación y la intromisión de un Grossi en un juicio sucesorio sería una calamidad insoportable.

     Pese a todo, la imagen de Grossi crecía poco a poco. Los vecinos le cedían la pared  a su paso, cuando lo mencionaban en sus charlas lo mencionaban como “el doctor”, se descubrían la cabeza en los encuentros callejeros, el barrendero se esmeraba en la limpieza del frente de su casa, los transeúntes levantaban en brazos sus mascotas caninas para evitar que ladren o ensucien las baldosas, en fin, nos tenían acorralados.

     Sin embargo, los Grossi son despreciados por todo el mundo y lo saben. El jefe del clan no deja de ser un pobre pintor de paredes, mientras nosotros, los Basavilbaso, somos de la aristocracia y nadie puede quitarnos ese título. Hará un mes más o menos, desapareció por una semana del escenario. Se murmuraba que había ido a depositar fondos en Luxemburo u otro paraíso fiscal, pero no se tenían pruebas. De todos modos,

volvió cambiado. El barrendero dejó de limpiar  el frente de mi casa, comenzaron a llegarme intimaciones de la oficina de impuestos por deudas que no tenía, me cortaban de noche los cables de luz, me escupían las paredes, el teléfono no funcionaba varias horas diarias, la cañería dejaba pasar apenas un hilo de agua y el televisor sólo mostraba en la pantalla rayas titilantes. Mi paciencia se agotó cuando una tarde, al regresar mi hija mi hija Belarmina del rosario, fue enfrentada por un grupo de muchachotes encapuchados que la empujaban de un lado para otro al tiempo que le gritaba: “¡Decile a tu viejo que se mande a mudar del barrio, o te romperemos los huesos!”

     Nos reunimos los tres y discutimos el caso. Mi Belarmina prefería internarse en un convento de monjas, yo proponía ir a hablar en persona con el viejo Grossi y venderle mi casa, mientras que a mi esposa le renació su temperamento aguerrido. Su tesis era: a canalla, canalla y medio. Denunciarlos a la policía era una ingenuidad, porque no teníamos poder para que nos atendiera. Recurrir a los jueces ni soñarlos, porque no dictaban  fallos contra los poderosos y dejan empolvarse los expedientes en los sótanos.

     - Está bien , ya sé qué hacer –dijo sin agregar ningún comentario.

      En plena madrugada, nos despertó a Belarmina y a mí y nos indicó que la acompañáramos sin pérdida de tiempo adonde ella nos llevaría. Al salir de nuestra casa, vimos que la morada del Dr. Grossi estaba en llamas.   

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