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CUENTO CORTO/ CARLOS A. LOPRETE

EL ASESINO DE MOSCAS

EL ASESINO DE MOSCAS

          Matar está prohibido en todo el mundo, y es natural que así sea porque nadie puede disponer de la vida ajena. Sin embargo, el pleito surgió cuando un caballero político de Animalville, míster John Doe, tuvo la desafortunada ocurrencia de matar a una obstinada mosca que insistía en posarse sobre su cabeza durante una entrevista por televisión. Seis horas después un periódico especializado en primicias publicaba una fotografía del hecho con el título de Asesino de moscas.

     Matar una mosca no es ninguna noticia cuando lo comete un hombre común de la calle, pero cuando el matador es un personaje importante como lo era el arriba citado, la cosa cambia mucho. John Doe reunió de inmediato a sus veintidós asesores y les pidió consejo para esfumar la desagradable situación antes de que la Sociedad Protectora de Animales pusiera el  grito en el cielo. El especialista en imagen visual recomendó borrar la mosca de la fotografía y poner en su reemplazo una estrellita brillante como sugiriendo simbólicamente que John Doe no se dejaba engañar por pensamientos nefastos. El consejero de sonoridades compartió este punto de vista, a condición de que se reforzara este simbolismo con un ángel sonando un clarín para hacer notar que John Doe contaba en sus decisiones con la colaboración de un ser superior que lo defendía.

     El  asesor en lingüística latina recomendó principiar por las palabras del título que debían ser trocadas para reforzar con palabras la imagen visual.

     - Musca  -dijo- es en latín un insecto volador que vive en los ámbitos domésticos, pariente de los mosquitos y los moscardones, de la familia de los muscáridos y, por lo tanto, como animal, no puede ser matado. Debe de alguna manera conservarse en el título. De paso, nos anticipamos a una eventual reclamación de las Naciones Unidas, que tiembla cada vez que se habla de muerte.

     - Totalmente de acuerdo con mi colega –precisó el asesor en lingüística árabe-, dejemos la palabra “mosca”, no la toquemos, y vayamos a la palabra “asesino”, que proviene del árabe.

     - Me parece razonable –opinó John Doe-. Continúe.

     - Assassin se decía al miembro de una secta religiosa musulmana secreta que estaba autorizada a matar a los Cruzados enemigos. Lo hacían bajo la influencia de la droga hashish. Nos conviene suprimirla para no malquistarnos con los árabes.

     - Conforme –dictaminó John Doe-. ¿Y en latín no tenemos algún refrán que nos sirva? –continuó mirando al asesor en lingüística latina.

    - Por  supuesto, señor, el latín sirve para todo. Por ejemplo tenemos el refrán Aquila non capit muscas (El águila no caza moscas), aunque no lo recomiendo en nuestro caso porque el Movimiento Universal contra la Discriminación podría interpretarlo como un desprecio encubierto hacia las moscas. Yo iría más bien al diccionario de la Real Academia Española.

     - ¿Real dijo? Ni loco, me acusarían de fascista antidemocrático.

     - Bueno, pero podríamos traducirlo al inglés. Fíjese, señor, las frases que tienen en español: papar moscas, soltar la mosca, mosca de la carne, mosca de la aceituna, mosca del queso, mosca de un día, mosca blanca, mosquita muerta y muchas otras que en este momento no recuerdo. Combinando entre tantas palabras, podríamos alcanzar una leyenda perfecta, digamos por ejemplo, “A mosca muerta, mosca puesta”.

     - No está mal, pero se me ocurre otra.  ¿Qué le parece “Muerta en el cumplimiento de su deber.”

     - No suena mal, pero pensándolo entre todos podríamos a lo mejor encontrar otra más conveniente.

     - Está bien, pero les doy cuatro horas para encontrarla. Cuando la tengan, me avisan.

     John Doe se retiró de la reunión a continuar con sus quehaceres políticos. El asesor en lingüística latina recordó en esos instantes un refrán español que dice “Por un perro que maté, mataperros me llamaron”, y entró en pánico. Si no nos apuramos, pensó, los adversarios inventarán en inglés “Esta mosca maté y con otras seguiré”.  

     En efecto, eso hicieron y John Doe perdió las elecciones. Su sucesor aprovechó la experiencia ajena y antes de cada entrevista o conferencia de prensa hacía desinsectizar escrupulosamente la sala.

EL PENSIONISTA BELGA

EL PENSIONISTA BELGA

 

 Guillermo apareció un día impensado en una cama disponible. Lo había traído como pensionista el mayor de los tres hermanos, Osvaldo, un poco para aliviar los gastos de la familia y otro poco para ayudar a su compañero de trabajo proveniente de Buenos Aires.

Era alto, casi rubio, muy educado y bastante chacotón. Dicho con más precisión, un hijo de extranjeros belgas radicados en la Argentina.

     Los tres hermanos y Guillermo compartían el reducido espacio de la habitación en sendos catres de lona, apretujados pero felices porque en aquellos tiempos  los jóvenes  hacían lo que tenían que hacer y no habían aparecido todavía los derechos humanos. Se era lo que se era y a otra cosa. El recién llegado era empleado administrativo, aficionado a los automóviles, cordial y ameno con todos, y en consecuencia, un candidato apreciable para el matrimonio. Las chicas provincianas más hermosas lo disputaban en silencio, con sonrisas limitadas por el pudor y las buenas costumbres. A una de ellas que se permitió mirar al candidato y morder una tableta de chocolate con gesto de apetito, las rivales la retiraron de la puja  quitándole el saludo.

     Osvaldo, gallardo y buen mozo también, competía si quererlo aunque con distintas candidatas. Para Guillermo eran las más bonitas por tratarse de un forastero, para Osvaldo las siguientes en belleza, porque era provinciano y no ofrecía posibilidades de ascenso nacional.  De noche, a la hora de las confidencias en el cuarto de dormir, cada uno contaba sus peripecias amatorias de la tarde. La escala de ascenso comenzaba con el acompañamiento en la plaza bajo la custodia ritual de  una amiga de la aspirante, luego hasta la casa de la candidata, después los besuqueos en la puerta de calle, y por último los paseos de la pareja sin compañía. El padre de la hermosa seguía día a día el progreso del compromiso por comentarios de sus amigos en las veladas del Jockey Club:

    - Me parece que lo de su hija con el forastero va en serio.

    - Parece que sí, pero hay que esperar. Ya sabe como son estos porteños, las engatusan y después se mandan a mudar.

     A la hora de la cena en la casa, no se trataban temas de amoríos. Guillermo, locuaz y espontáneo, refería historias de su familia en la Capital Federal. Su padre era gerente general de una empresa de origen belga radicada en los alrededores, La Lactificación Argentina, especializada  en la producción y distribución domiciliaria de leches y quesos. Se movía con parsimonia y jamás se lo había visto correr. No levantaba la voz, no señalaba con el dedo a nadie ni emitía juicios sobre terceras personas. El alcohol no había mojado en ningún momento sus labios, no ingería frituras, no admitía aderezos artificiales, y rehusaba el azúcar en los postres, esto es, se alimentaba en vez de comer. Cuando algún familiar lo instaba a salirse de su menú, respondía con un pensamiento clásico en su lenguaje:

     - Dios hizo la vid, el hombre el alcohol. Yo me atengo al primero.

     Con tales actitudes impertérritas podría habérselo considerado un prócer laico, pero su sobriedad no sugería ninguna altanería escondida, sino más bien una naturaleza sencilla.

     -Mi viejo es un caso -comentaba Guillermo-.A veces pienso que debería estar en un monasterio, pero está en una gerencia. Nunca sabré porqué, pero él es así. Y agregaba en tono festivo:

     - Yo, en cambio, si tuviera que elegir, me quedaría como corredor de automóviles. Los fierros son mi pasión.

     - Y yo cantor de tangos -agregaba Osvaldo-. Mi ídolo es Carlos Gardel, que se murió sin sucesor y cada día canta mejor.

     Nadie reprochaba nada a nadie en la mesa nocturna. Osvaldo y sus dos hermanos menores no decían esta boca es mía en presencia de sus padres, y sólo hablaban cuando el progenitor o la progenitora les pedían opinión, aunque por supuesto mentían a los cuatro vientos para no mostrar sus debilidades. Osvaldo en realidad no sentía ninguna atracción por los tangos ni por Gardel, pero era una evasiva rutinaria. Si hubiese expresado la verdad, es probable que su progenitor le hubiera ordenado levantarse de la mesa por falta de respeto. Se habría producido un cataclismo, por ejemplo, si alguno hubiera hecho referencia a la vecinita que gastaba los mosaicos de la acera cantando en voz baja al pensionista: "Guilly, Guilly consentido, / Guilly de mi vida,  / Guilly de mi amor", parodiando la música de la habanera cubana pero con letra propia.  

     A los cuatro meses de exilio en la ciudad, las provincianas hermosas se sintieron frustradas en sus ambiciones matrimoniales y cambiaron la candidatura de Guillermo por la de dos nuevos subtenientes que habían llegado de Buenos Aires. El porteño las había desilusionado en sus pretensiones y se entregó a su vocación por los automóviles, ayudando gratuitamente en las reparaciones a un mecánico de la vecindad.

     - Lo que es yo -comentaba la audaz del chocolate-, no pienso morir en este pueblo sin casarme. Sólo me queda que vengan y los gitanos y me rapten.

     Decía eso porque corrían rumores de que los zíngaros se aproximaban a la ciudad y a lo mejor acampaban en las afueras. Pero el destino no lo quiso así y desviaron sus carromatos rumbo más al norte. La osada se quedó sin marido, y se recluyó en un convento, para vestir santos como se decía en ese entonces. "La suerte de la fea, la bonita la desea", afirmaba el refrán, y en este caso era cierto.

     La costumbre de referirse a sus familiares de Buenos Aires subsistió firme en Guillermo. Algún día le tocaría hablar de su madre, por la que sentía un particular cariño. Hilando los cabos de sus confesiones esporádicas, la familia provinciana se enteró de que la madre de Guillermo era una mujer laboriosa, paciente, cariñosa, comprensiva, casi sin defectos humanos. De voz meliflua, movimientos parcos, gestos y ademanes moderados, escuchaba con tolerancia al prójimo, y daba la impresión de no haber experimentado nunca la ira, la violencia, el odio. Una sola cosa la diferenciaba de los demás miembros de su familia, la religión. Se había convertido al espiritismo en la edad madura.     

     Ni su propio esposo ni los hijos se atrevían a preguntarle sobre su creencia, pero eran conscientes de que concurría a las reuniones del culto dos días a la semana. ¿Sería una médium? ¿Con quiénes del otro mundo hablaría?  Imposible saberlo. Se sumía en un silencio absoluto y ni un músculo de su cara daba indicios para inferirlo. La familia resolvió dar por insoluble el misterio y aceptar que tenían una madre por cinco días a la noche, ya que los miércoles y los sábados les era ajena.

     - ¿Y qué hace, usted Guillermo,  esos dos días?

     - Lo mismo que mi hermano menor, nos vamos a un club de automovilistas que está cerca y conversamos de motores, válvulas y frenos, y de vez en cuando, nos tomamos una que otra cervecita. Mi viejo, en cambio, se va la cama y lee un libro de historia o revistas belgas. Por él sabemos en casa que Julio Cortázar nació en Bélgica y después se nacionalizó argentino,  además de que su territorio está cruzado de canales y no tiene pobres como en la Argentina.

     -¿Medio aburrido, no?

     - Ah, peor es el domingo, ni le cuento. Volamos todos de casa. Mi vieja a limpiar el templo con las demás mujeres, mi viejo a la lechería para preparar el trabajo de la semana, mi hermano menor a jugar al fútbol y yo a ver las carreras de autos. Sin embargo, somos una familia unida, como la de los italianos, con la diferencia de que ellos se reúnen todos los domingos a mediodía a comer los ravioles juntos, y nosotros nos arreglamos cada uno como puede.   

     - Eso está bien, cada uno con cada uno, y cada cual con cada cual, ¿no le parece? Así no se molestan.

   Interrumpió la charla el timbre de calle. Un mensajero del correo traía una carta  urgente para el señor Guillermo Delanghe.

     - ¡Qué raro! ¿Una carta certificada para mí este día? Mi viejita me escribe los lunes y hoy es miércoles?  Espero que no pase nada malo.

     Guillermo rasgó el sobre y extrajo del interior una tarjeta postal doblada con una rosa seca y una leyenda que decía: "Hoy es San Guillermo. Felicidades. La guardo desde el primer día que lo vi? ¿Se imagina quién soy? Búsqueme y me encontrará." Guillermo sonrió, rompió la misiva y la guardó en un bolsillo. Comprendimos que la noticia no era nefasta y quedamos a la espera de su comentario, que no tardó en llegar: "Ni fu, ni fa."

El dueño de casa se sintió en el compromiso de no ser descortés continuando la charla.

     - ¿No tiene otros parientes, Guillermo?

     - Bueno...realmente no sé qué contestarle. Con nosotros vive en una pieza del fondo una señora de nuestra confianza, que nos crió desde chicos. Mis padres le pusieron el nombre de María cuando la recogieron, y nos cuidaba, bañaba, vestía, nos controlaba si hacíamos los deberes de la escuela, en fin, era como una segunda madre.

     - ¿Comía en la mesa con ustedes?

     - En ese entonces no, porque las sirvientas comían después de los patrones en la cocina, pero ahora sí. Es muy viejita la pobre. La volvíamos loca, "María, me duele la panza", "María, me pinché un dedo con una aguja", "María, haber se escribe con b  corta o con b  larga?", "María, quiero un vaso de leche", "María, tengo sueño".  Y ella aparecía y resolvía el problema. Nos quería mucho seguramente, pero no nos besaba ni nos pegó nunca. Ella era así, y no ha cambiado con los años.

     - Ya no quedan esas sirvientas -dijo el dueño de casa- ahora se llaman institutrices, vienen de Inglaterra y hablan inglés y castellano.

     - Si, ya lo sé, pero para eso hay que ser millonario y tener una estancia en la pampa. Nosotros apenas somos clase media.

     Pasó un mes, tres meses pasaron, y un día Guillermo nos sorprendió con la noticia de que dentro de una quincena se volvía a Buenos Aires.

     - Pero, Guillermo, ¿por qué se va? ¿Lo hemos tratado acaso mal? Para nosotros usted ha sido como un hijo nuestro. Lo vamos a extrañar  mucho. Quédese, por lo menos un año más.

     - Yo también los voy a extrañar mucho, sobre todo a Osvaldo que ha sido tan bueno conmigo, pero la decisión está tomada, me voy.

     Así fue. La familia provinciana fue en bloque a despedirlo a la estación de tren. A punto de subir al coche, Guillermo abrazó a Osvaldo, lo miró fijamente a los ojos, los vio lagrimeantes, y le murmuró a los oídos:

     - Perdonáme, hermano, los Delanghe somos así.

EL NEGOCIO DEL COMISARIO

EL NEGOCIO DEL COMISARIO

     - Aquí todos se enriquecen, menos yo -se quejó el comisario del barrio-. El único angelito que vive de su sueldo soy yo, y apenas me alcanza  para vivir como un tonto pobrete.

     - Con todo el poder que tiene usted podría ser millonario.

     - ¿Cómo, si lo único que sé hacer es perseguir y arrestar a los criminales?

     - Usted lo ha dicho, en esa facultad que tiene está precisamente su negocio. Si le interesa, puedo explicárselo.

     Se lo explicó al comisario, éste lo aceptó, lo agradeció y lo puso en práctica.

     A la noche siguiente llamó a su despacho al Flaco Metralla  y le describió el negocio.  El invento del comisario consistía en “liberar” de vigilancia una zona del barrio de su jurisdicción durante cinco horas nocturnas, prestar las armas decomisadas al delincuente, recibir el dinero robado y permitir escapar al reo después de tres meses de asaltos. El Flaco Metralla aceptó, después de meditarlo. Ese cretino me está explotando –se dijo-, pero es peor pasarse diez años a la sombra en un calabozo. A los tres meses me dejará fugar, yo me cambiaré de barrio o de ciudad y ni la Interpol me encontrará. Al final, seré rico en Panamá.

     El trato se respetó con estrictez por amas partes. La primera noche el comisario llamó a sus oficiales, suboficiales y tropa, y los destinó a misiones alejadas de la zona liberada.

     - Usted, teniente Mendizábal, a patrullar con sus hombres la zona del río por donde se infiltran los narcotraficantes. Usted, cabo Benavides, con sus hombres al espectáculo al aire libre de Los Rolling Wheels; tráiganme por lo menos tres vendedores de marihuana . Y usted, sargento Iribarren, captúreme seis prostitutas en el Barrio Rojo. Yo me quedaré con mi asistente a cargo de la comisaría. ¿Entendido? A sus trabajos.

     Una vez partidas las patrullas, el comisario fue al calabozo del Flaco Metralla, le entregó una ametralladora , una escopeta de caño recortado, dos puñales, una granada y un uniforme usado de policía para que lo usara en su trabajo.

- Ya lo sabés, Flaco, no vuelvas con menos de 500.000, porque anulo el arreglo.

- No se preocupe, jefecito, en una de ésas le traigo el doble.        

     Y así fue. El delincuente volvió con lo prometido, entregó el dinero robado, y el uniforme y las armas, hasta la siguiente salida.

    En el período de tres meses, en la zona liberada se cometieron catorce asaltos, dieciséis violaciones de propiedad ajena, veintidós amenazas de muerte a transeúntes  y doce arrebatos de carteras y bolsones.

     El legajo personal del comisario honesto que quiso ser rico no registra ningún acto

ilegal contrario a su honor y a la lealtad institucional. El Flaco Metralla compró una villa en Panamá, se juntó con una alternadora de hotel, y está escribiendo sus memorias purificadas con ayuda de un periodista local, para venderlas a un canal de televisión.

     En un arranque de arrepentimiento y por consejo de su esposa, el comisario fue a consultar a un párroco si era pecado apoderarse por interpósita persona de bienes ajenos, puesto que el texto bíblico permitía a los humanos enseñorearse de la tierra.

     - Eso fue inmediatamente después de la Creación, cuando todavía no estaba repartida la tierra. Pero ahora ya lo está, y toda apropiación de lo ajeno es robo.        

SIN GLOBALIZACIÓN SE MUERE

SIN GLOBALIZACIÓN SE MUERE

 

     El médico auscultó al enfermo, le tomó la presión , contó sus pulsaciones, observó su lengua y garganta, prestó atención al tamaño de sus pupilas, controló los latidos del corazón, le preguntó qué le dolía  y le ordenó un electrocardiograma, un centellograma, dos radiografías de frente y de perfil, una resonancia magnéticonuclear, más un estudio de anticuerpos. "Cuando los tenga listos, llámeme a mi teléfono celular", dijo a la consorte.

    - Doctor, yo no tengo dinero para pagar tantos estudios. Soy apenas una pobre maestra. ¿ Qué hago entonces?  -preguntó la hija del paciente.

    - Realmente, no sé qué contestarle. Sin esos estudios no le garantizo la vida de su padre. Los necesito inevitablemente para hacer un diagnóstico y ponerlo en tratamiento.

Hay equipos norteamericanos e ingleses, drogas de Suiza y de Alemania y así otras cosas. En todo caso, vea si puede obtener ayuda financiera de alguna organización solidaria o de un gobierno.   

     - Pero hay millones de enfermos en el mundo y no alcanzan los recursos para curarlos a todos. ¿Cómo van a ocuparse de mi caso?

     - Tiene razón, señorita, y créame que lo siento en el alma, pero sin globalización su padre se muere.

     Desesperada, la joven recurrió a parientes, amigos, vecinos, iglesias, organizaciones no gubernamentales, fundaciones y filántropos, y consiguió el dinero necesario.

    La intervención quirúrgica se realizó sin éxito y el paciente falleció. La hija, víctima de un ataque de desolación, se sintió autorizada a recriminar al médico su promesa globalizadora.   

     El facultativo, le respondió:

     - Vea, señorita, como médico yo no podía violentar su derecho a la esperanza, pero la fórmula completa es:

                              Sin globalización se muere,

                               Con globalización también.

EL VIDENTE

EL VIDENTE

 

     Desde Milán había girado a Buenos Aires el anuncio periodístico: “La  divinidad a su  alcance. No más problemas. Poder, amor, riqueza. Profesor Amadeo Teixeira. Hotel Concordia, habitación 864. Lunes a viernes de 10 a 20 horas.”

 De pronto un americano con camisa a cuadros, pelirrojo, hizo estallar la soledad de

 Teixeira:

    -Disculpe, señor –le dijo acercándose y como mendigándole un sí-, mi nombre es

Edwin, John Edwin. ¿Usted no es por casualidad el señor  Polansky? Se parece tanto a

 un antiguo amigo mío …

     - Lo lamento, caballero, -lo desilusionó-. Quizás se trate de otra persona parecida.

     - Sin embargo, yo diría…

     - Lo siento, caballero, pero mi nombre es Amadeo Teixeira, para servirle, y si no lo toma a mal, debo retirarme. Buenos días.

El turista dio la impresión de recapacitar, se encogió de hombros mientras se alejaba con una reminiscencia caprichosa: Polansky tenía una cicatriz en el cuello, y además era zurdo.

La primera persona en acudir el lunes siguiente fue una mujer de modales aristocráticos. Cincuentona y novelista, y madre de un futbolista él, ninguno de los dos había gozado de los halagos de éxito.

- Tengo hipotecada la casa sin poderla pagar, mis libros no se venden y mi hijo se lo

pasa de discoteca en discoteca, entre drogadictos y roqueros. He consultado con cuanto psicólogo hay y ninguno ha podido sacarme de la depresión. ¿Por qué me suceden estas desgracias, hermanito?

- Tranquilícese, señora, los seres humanos no tenemos la culpa de nada, las cosas nos suceden, como las enfermedades, y eso es todo.

- Entonces, ¿no me queda otra que sufrir y esperar?

- De ninguna manera, para eso estoy yo con mis poderes. Déjeme ver.

  Teixeira encendió un calderillo de bronce que tenía encima de la mesa, arrojó adentro unas hierbas aromáticas, se concentró con las manos en las sienes, miró las volutas de humo y expresó:

  - Veo un demonio que la tortura. Su rostro aparece confuso y no logro distinguirlo con precisión. Podría ser Belial o Belgefor, o también, déjeme mirar un poco más, el espíritu de algún enemigo de la familia. Dígame, ¿hubo algún homicidio entre sus parientes?

   - Sí, mi abuelo materno mató en una partida de póquer a un jugador fullero.

   - Ah, lo que yo decía. No hablemos más. El espíritu del muerto es el que le provoca la mala suerte. Los que mueren víctimas de asesinatos no descansan hasta vengarse en  los familiares del homicida.  

   - Pero ¿qué tenemos que ver mi hijo y yo con el crimen de mi abuelo? ¿Por qué se las toma con nosotros?

    - Porque así está hecho este mundo. Pero no se inquiete, porque para eso hay un remedio infalible. Espere un momento.

       Teixeira abrió uno de los cajones de su escritorio y extrajo un pergamino con un  escrito.

     -  Concéntrese, hermanita –le dijo- y repita conmigo esta  plegaria de los antiguos dioses egipcios: “Oh, nombre santo y digno de reverencia, nombre único por el que debes ser bendecido, tú que otorgas a todos los mortales la virtud bienhechora de tu bondad, manifiéstate en esta plegaria y te daremos gracias por hacernos conocer tu misericordia. Adoramos tu santa persona y te imploramos que alejes de nuestra vida el maleficio que nos hacen los espíritus vengativos y que no permitas jamás la tristeza y el dolor de nuestros corazones. Amén, amén y amén.” Ahora vuelva a su casa, encienda esta vela roja todas las noches, tome un vaso de agua y venga a verme la próxima semana. Deje un donativo de cien dólares en la mesita de la puerta. Yo no puedo tocar dinero porque pierde efecto mi intervención.

     Cuando se retiró la clienta, Teixeira se sintió aliviado. El comienzo no había sido malo. Se recostó en un sillón a hojear el diario hasta que un golpe de nudillos en la puerta lo sacó de la lectura. Un mensajero del hotel le entregó una carta  con una leyenda en el reverso: “John Edwin. 1789 Century Avenue. Los Ängeles, USA.” Abrió el sobre y leyó la misiva. Le estrujó entre sus manos y fastidiado la arrojó al cesto de papeles.

     El resto del mes transcurrió en la rutina, recibir a los angustiados, arrojar hierbas en el calderillo, orar con ellos y citarlos para una próxima sesión. En la entrevista con un metafísico sueco las cosas fueron más arduas, pues el cliente había estudiado en la Universidad de Leipzig donde había aprendido que cada mortal es una cosa chiquitita metida dentro de otra más grande, como los adoquines dentro de un piso, de manera que quería saber cuál de los adoquines era él.

     - Lamento no poder satisfacerlo, mi amigo, pero yo soy vidente y no me ocupo del presente sino del porvenir. De todos modos, si a usted lo molesta alguna cosa que pueda sucederle más adelante, puedo ayudarlo. La consulta son cien dólares.

         - ¿Tanto dinero por una pregunta?

         - ¿Y qué pretende usted, que yo viva del aire?  Mis pacientes pagan  para que yo me mantenga en comunicación con los dioses mientras ellos se ocupan de sus cosas.

         - ¿Se puede pagar en cuotas mensuales?

         Esta cuestión hizo comprender a Teixeira que no había espacio en el mundo para los dos, y lo despidió con este consejo: “Dejemos, señor, las cosas como están. Usted es metafísico y yo soy vidente, y no hay más que hablar.

         Pasó otra quincena   y una tarde se presentó  un hombrecillo esmirriado y flacucho, de movimientos nerviosos, que sacó un papel escrito de su pantalón, lo extendió sobre la mesa y se justificó:

         - Es para no olvidarme.

         Leyó una por una las preguntas que deseaba esclarecer: su mujer lo había abandonado por un aventurero, la empresa lo había despedido por economías, tenía incontinencia urinaria, se le habían caído todos los dientes y muelas, la columna se le curvaba día a día, le quedaba un docena de pelos en la cabeza, vomitaba con frecuencia después de comer, de cada tres días pasaba uno en vela y rengueaba por la pierna derecha. Hombre acabado, pensó Teixeira, pero se guardó la opinión. Cuando el paciente acabó las preguntas, el adivino intentó consolarlo con una afirmación rotunda:

           - No olvide, mi estimado señor, que al final de los tiempos todos los dioses se consubstanciarán en uno sólo y nosotros con ellos. Nosotros también somos dioses con forma de seres humanos y seremos felices. Vaya tranquilo.

           Al momento de despedir con un apretón de manos al huésped, un mensajero del hotel llegó con una carta en la mano. “Para el señor Teixeira”, dijo y entregó la carta. El adivino leyó en el reverso de la epístola el nombre de John Edwin, y murmuró entre dientes: “Otra vez este maldito Edwin.”

           Teixeira pasó otra semana atendiendo a sus clientes y comenzó a tomar sedantes para calmar su nerviosidad. Mientras tanto, en Los Ángeles, California, Edwin no encontraba explicación a la falta de respuestas a sus cartas. Desde su regreso de África , al término de la guerra, no había vuelto a ver a su compañero de armas Polansky, a quien había salvado la vida cuando las tropas mecanizadas de los alemanes atacaron a una patrulla aliada. Polansky yacía en la arena del desierto malherido y Edwin lo recuperó y lo entregó a sus superiores, quienes lo enviaron para su recuperación a un hospital militar en Gran Bretaña. Nunca más volvió a saber nada de él hasta que se encontró con una persona muy parecida en un viaje a Buenos Aires. Sólo recordaba que Polansky  era zurdo y tenía una cicatriz en el cuello.

     -¿Por qué no le escribes? –le había dicho esposa-.Con probar no se pierde nada.

     - Ya le he escrito varias veces, pero no me ha contestado. Le escribiré una vez más, y si no me responde, daré por terminado el asunto.

      Las consultas de infortunados hicieron famoso a Teixeira y con los meses su fama de advino se amplió a la de profeta. Políticos, artistas y deportistas recurrían a sus vaticinios, y hasta la policía llegó a consultarlo en la búsqueda de homicidas. Consiguió alcanzar una posición económica expectable y lucrativa después de haber intentado varios oficios accidentales. Desterró de su mente los recuerdos ingratos y se consagró a estimular su principio de que en esta sociedad cada uno se prende de donde puede.

     Una mañana despertó iluminado. Cortaría definitivamente con el pasado y se mantendría en la nueva personalidad. Tomó un papel de carta y escribió: “Querido Edwin: Teixeira es Polansky. Gracias por siempre. Es más fácil ponerse una máscara que quitársela.”

     La puso en un sobre y marchó al correo a despacharla.

EL TONTO DEL PUEBLO

EL TONTO DEL PUEBLO

 Para ser el tonto de un pueblo la población no puede exceder  a los veinte mil vecinos. Un tonto no es identificable en las ciudades, no sólo porque en ellas hay generalmente  varios miles, sino también porque la gente no se conoce entre sí. ¿Cuántos tontos habrá en Nueva York o en Hong Kong? Imposible saberlo.

     En una  población chica su existencia es notoria y puede ser certificada por el intendente y vista por toda la población. Un ejemplo típico es Tupé, el tonto oficial de Árbol Caído, un pueblito de dieciséis mil habitantes. Los chiquilines saben de su existencia desde que adquieren el uso de razón y cuando lo ven pasar le gritan sin misericordia ¡Tupé, Tupé!, y él los retribuye levantando su brazo, sin darse cuenta de que se mofan de él.

     Su antecesor se llamaba Bailón, nombre del santo correspondiente al día de su nacimiento, y tan generoso que tuvo la cortesía de esperar hasta que Tupé estuviera en condiciones de asumir la tontería local para dejarse envolver en una caja de madera. El coro de ¡Bailón, Bailón! sonaba halagador, pero el susodicho no se dejó tentar y se fue no más sin decir esta boca es mía.  No todas las personas son capaces en este mundo de aguantar con paciencia la mayoría de edad de su sucesor. Otros tontos no se resignan a dejar de oír los coros infantiles, y otros confían en que al final del túnel estarán esperándolo para ovacionarlo.  

     Tupé no era apuesto, de rostro llamativo, de andar gallardo, pero tampoco era de pecho hundido, bichoco, desdentado, baboso y cosas así. Era un tonto de apariencia respetable, un tonto de esos que sólo los médicos pueden detectar. Pero bastaba que rompiera su silencio o ejecutara alguna acción para poner en descubierto su menguada  razón. Lo seguía un perrito fiel que lo quería mucho, porque esa virtud tienen los  canes, para quienes sus amos son sus amos, y no l0os discriminan en ricos y pobres, poderosos y humildes, y si les toca pasar hambre con sus patrones, lo pasan sin quejarse ni morderlos.

      El pueblo de Árbol Caído terminaba en una laguna de unas diez cuadras de ancho, y sobre la otra orilla se levantaba ufana la casucha de Tupé, que nadie visitaba pues no había ningún historiador en la zona, ni tampoco ningún paleontólogo inglés empecinado  en encontrar esqueletos de dinosaurios. Nadie sabía de qué se alimentaba, aunque por el humo de una chimenea se podía inferir que fritaba alguna carne, blanca o roja, o hervía  algún guisote o agua para tomar mate. Algo debían de embuchar él y su perro, porque demacrados no estaban. Algunos sábados solía acercarse a las mesas de los paseos en la plaza central y preguntaba “Señor, ¿el pan con queso hace mal?”, y ante la lógica respuesta negativa extraía de un bolsillo un pedazo de pan duro y decía “Entonces déme una monedita para comprar queso porque ya tengo el pan.” Si bien no era su caso, demostraba sin necesidad del testimonio de ningún un psicólogo que es cierto aquello de que ningún humano, ni cuerdo ni loco, mastica vidrio.

     Claro que con los cinco centavitos que recogía los sábados en la plaza nadie pensaba que pudiera alimentarse como el gobernador, ni siquiera sumados a los recaudados los jueves a medianoche , donde se congregaban los pueblerinos para ver pasar el tren semanal a Buenos Aires, la otra reunión de Árbol Caído. “Este Tupé debería dejar de pedir siempre queso y pedir la monedita para comprar naranjas con un vaso en la mano”, comentó cierta noche  el jefe de la estación.

     De puro antojadizo que era, al comisario se le ocurrió un día citarlo a su despacho para obsequiarlo con unas empanadas criollas . “Pero yo no cumplo años, señor comisario”, le respondió Tupé. “¿Cómo que no cumple años? Yo soy el comisario de Árbol Caído y sé lo que le digo. Tome estas empanadas, se las regalo y que pase bien su día…” Confundido por la noticia, Tupé alcanzó a responder: “Si usted lo dice…” Al salir del despacho acompañado por el funcionario, Tupé vio en las paredes varios retratos de personas con la leyenda  “buscados”. “¿Y ésos quiénes son?”, preguntó. “Son ladrones que andamos buscando”, dijo el policía. La respuesta confirmó que Tupé era Tupé: “¿Y por qué no los agarraron cuando vinieron  a fotografiarse?”

     Habría pasado un año más o menos de este hecho, cuando de repente y sin advertencia alguna  apareció en el pueblo Pata de Bola, una especie de intruso en la familia pueblerina. No se sabía si se llamaba propiamente así, pero los chicos habían decidido que ése sería su nombre en adelante. Había construido una guarida con troncos de árboles, ramas y lodo próxima a la casucha de Tupé y allí se había instalado, pero aunque vecinos, no compartían sus penas. Tupé podía caminar, pero Pata de Bola no, debido a que una de sus piernas , encogida y sin movimiento, no terminaba en su pie respectivo, sino en un muñón abultado. Caminaba apoyado en un palo de algarrobo y se fatigaba a los cien metros, de modo que disponer de muletas era lo mismo que la nada.

Tupé no hablaba con  Pata de Bola  sobre la desgracia de no poder caminar, porque sólo Jesucristo tuvo el poder de hacer levantarse a un paralítico de su postración dándole una orden, según le habían comentado en las clases de catecismo.

     Un lunes radiante, de esos lunes en que los necesitados ven renacer su esperanza semanal olvidándose de la desgraciada anterior, Tupé apareció en las calles de Árbol Caído con una latita pintada de amarillo, mendigando de puerta en puerta. Los vecinos notaron el cambio de adminículo mendicatorio sin decir esta boca es mía, y no se apartaron de su clásica cuota de cinco centavitos. Pero por las tardes vieron que la lata estaba pintada de rojo. Algunas personas consideraron a esta duplicación de latas como una demasía de pretensiones y le reprocharon su actitud, al tiempo que otras se sometieron sin chistar reflexionando que cuanta más caridad, más premio en el otro mundo. A cada moneda de la lata amarilla, Tupé agradecía con la fórmula “Muchas gracias por mí”, y a cada mo neda en la roja, “Muchas gracias por él.” Lo más impiadoso  que llegó a sus oídos fue  un “Bueno, Tupé, no me vendrás ahora al mediodía a casa con una lata rosa y un agradecimiento para ella.”

     Tupé era tonto, pero contar sabía. Se regodeaba como un niño separando las monedas obtenidas, y al término de una quincena, días más días menos,  fue a visitar a Pata de Bola a su covacha. Tanta era su alegría, que saltaba por los aires, daba manotazos con la derecha y con  la izquierda, profería gritos exaltados, acompañado de su fiel pichicho:

     - ¡Patita, se acabaron tus penas! –le dijo con diminutivo afectivo.

     Volcó en sus manos las monedas recogidas en la lata roja y se puso a llorar de alegría. Pata de Bola le correspondió con otro abrazo y lloraron ambos.

     Pero como todo lo que empieza termina en esta vida, la vida de Tupé tenía que terminar también. Y terminó. Pata de Bola le hizo llegar la noticia al intendente por interpósita persona, quien se hizo presente en lugar porque estaba en tiempos electorales, y quién le dice, en una de ésas Tupé tenía seguidores cristianos por caridad. 

Hasta el día de hoy nadie pudo dar una explicación satisfactoria de la actitud del intendente, pero sucedió que el día del entierro, cuando menos se esperaba, apareció una multitud de vecinos con sendas velas para orar por la vida eterna del mendigo tonto. La Iglesia somos todos, decían los peregrinos, y lo que hagamos por nuestros hermanos, lo hacemos por nosotros mismos.

     El intendente, ni lerdo ni perezoso, pensó que no podía desperdiciar tantos votos en las inminentes elecciones. Hizo rodear el predio con una reja, enterrar el cadáver de Tupé con la latita amarilla, y cubrir el sitio con una cruz. Quien quiera verla, recuerde, sobre la margen del otro lado de la laguna. No encontrará a Pata de Bola ni a ninguna persona, pero sí a su perrito esperando su regreso.

EL DERECHO A SER VIUDO

EL DERECHO A SER VIUDO

  Los tribunales de justicia del país se caracterizan por su morosidad en sentenciar las causas pendientes. A veces tienen razón en demorarse porque los juzgados existentes son insuficientes para despachar los miles de causas pendientes; en otros casos su razón es dudosa, porque entre feriados, vacaciones, ferias judiciales y otros privilegios, no disponen ni siquiera de doscientos días hábiles por año para el cumplimiento de sus funciones. Esto sin considerar que algunos jueces son abiertamente haraganes, o mienten con descaro alegando inasistencias por maternidad de su mujer cuando en verdad están jugando al golf.

     Ni esperar entonces de ellos una respuesta a una inquietud que me da vueltas en la cabeza  desde hace tiempo. La cuestión es ésta: dado que los llamados derechos humanos me reconocen la libertad de opinar y pensar conforme a mi voluntad, vale decir, conforme a mi personalidad,  en estos momentos mi deseo es ser viudo.

     - Vamos por partes, mi amigo -me dijo un amigo garantista-.  Pare ser viudo hay que haber estado casado primero. ¿Usted está legalmente casado o está en pareja?

     - Casado -respondí.

     - Entonces vamos bien. Puede ser viudo. Pero además, su esposa debe morir. O la convence usted de que se suicide o la mata.

     - ¿Y no puedo hacerlo por interpósita persona?

     - Sería lo ideal. De esa manera usted no tendría responsabilidad criminal ninguna.

     - ¿Pero dónde encontrar un individuo que quiera hacerlo?

      - Muy sencillo, debe buscar una persona cuyo deseo sea precisamente el de matar a otro. De esa manera los dos estarían en legítimo uso de sus derechos humanos.

      - ¿Y mi esposa qué derecho humano reclamaría?

      - Ninguno, porque los derechos humanos son válidos para los vivos y no para los muertos. Una vez muerta, una persona deja de tener derechos humanos. La Declaración Universal  de los Derechos  Humanos de la Asamblea General de las Naciones Unidas (1948) está concebida y redactada en ese sentido.

     - ¿Y si no encuentro ningún individuo para mis fines, ¿qué puedo hacer?

      - Hasta que lo encuentre tiene derecho a la "libertad de opinión y de expresión", "sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión" (art. 19). Puede, por ejemplo, fundar una asociación y reclutar afiliados (art. 20). Pero, permítame una aclaración: ¿usted no ama realmente a su esposa?

     - De ninguna manera. La amo todavía.

     -¿Y entonces?

     - Solamente pretendo saber cómo se siente un individuo viudo. Se me ha ocurrido que tal vez no sea tan trágico como se dice. Por eso he pensado que con el tiempo a lo mejor se muere naturalmente, la mata un criminal o se le antoja suicidarse. Formaré una sociedad, "Viudos sin Fronteras",  y veré qué pasa.

     -¿Y qué va a pasar? Nada. Hay tantas asociaciones desparramadas por el mundo en estos días que nadie les presta atención.

    - ¿Para qué se escribieron entonces los derechos humanos? 

    - Pues para que los gobiernos y los individuos sepan cómo deberían ser, no para que lo sean. No los conoce ni aplica ningún gobierno. Únicamente los estudian los universitarios para los exámenes. Los políticos los recitan de memoria en las campañas  electorales o en los encuentros internacionales. Por un eslogan político no le dan ni una salchicha en un quiosco callejero.

     - ¿Y no le parece que también deberían haber escrito las Naciones Unidas una Declaración Universal de Obligaciones Humanas?  Yo propondría el artículo primero:

"Todos los seres humanos nacen libres y obligados, y dotados como están de estos dos  atributos, deben comportarse fraternalmente unos con otros." ¿Qué le parece?

- Parecer me parece bien, pero lo considero un intento perdido. ¿Se imagina usted

 una ley que fijara la pena de horca para los violadores? El mundo se quedaría sin gobernantes. Ni en las Naciones Unidas se firmaría tal declaración. ¿Firmaría usted su propia condena de muerte?        

     - Con tales imitaciones no puedo ejercitar mi derecho a ser viudo ni crear una asociación "Viudos sin Fronteras.", ni proponer a las Naciones Unidas una Declaración  Universal de Obligaciones Humanas. No me queda entonces nada que hacer.

      -Sí, mi amigo, algo le queda: dejar de creer que cuando le dicen "derechos humanos" le han dicho la verdad absoluta cuando no es más que una aspiración de deseos o una mentira convencional. Las leyes no son más que enunciados verbales que los hombres escriben.

     - Desisto en tal caso de mi libertad de ser viudo.

     - Hágalo si lo desea, pero no vaya a ocurrírsele decir que los gobiernos son mentirosos porque va a ir a parar a un calabozo detrás de las rejas. Y mucho menos que el Estado tiene el derecho de coacción, porque lo condenarán por fascista. ¿Tanto le cuesta darse cuenta?

TEOLOGÍA GAUCHESCA

TEOLOGÍA GAUCHESCA

     La noche bajó su oscuridad instalando su hechizo en el ánimo de los gauchos. Los reseros, enfundados en  sus toscos ponchos pampas y sombreros alicaídos, se congregaban a paso lento, agobiados por la fatiga, para compartir el descanso y el alimento reparador.

     Tres jornadas habían transcurrido desde la partida del Tandil hasta las tierras de pastoreo de Pergamino, para sustraer a los quinientos vacunos  del frío y la sequía.  Entre suelo y aire se jugaba la vida animal, como entre tierra y cielo la de los gauchos. Traquetear sobre el lomo de los caballos, dormitar mecidos por el balanceo rutinario, despertar al menor ladrido de alerta de los perros forzando a alguna bestia descarriada  a retornar a la tropilla, trasudar la ropa, tostarse la piel, y de cuando en cuando musitar alguna tonada regional o caer en un torbellino de reminiscencias deshilvanadas, eran al fin de cuentas una forma de aceptar el destino personal.

     Las reses concentradas al amparo de los algarrobos y ombúes sacudían la monotonía del silencio nocturno con algún que otro relincho resignado. Los hijos de la llanura disponían en el suelo sus monturas y arneses en torno al fogón donde las brasas asarían los costillares nutricios. Ni humanos ni bestias ponían sus expectativas en el día siguiente. La vida se compone de días sucesivos y cada uno tiene su propio destino. La lumbre de los leños se encargaría de suscitar el examen de conciencia de la jornada de hoy, y esto bastaba para dormir en paz.

     El cosquilleo estomacal cedía su pertinacia con los bocados de carne chispeantes de grasa, rociados con el néctar de las uvas cuyanas o la ginebra holandesa, bebidos a flor de pico de botellas, transmitida de mano en mano. Las evocaciones reprimidas en un principio por el pudor masculino, comenzaron a brotar de las lenguas desatadas por el alcohol, y los arrieros se enteraban así de los dolores y los amores ajenos: el hijo perdido en un duelo mano a mano, el alma en pena de un amigo insepulto detrás del horizonte, las apariciones del diablo Zupay a la vera de los senderos.

     El tránsito de la pena al misterio ocurría cuando los gauchos sacaban a relucir las guitarras y arrancaban a las cuerdas los secretos de la vida. El morocho Ledesma, oriundo de Santiago del Estero, había aprendido por instinto que las palabras sin música son como la fruta seca, porque el alma se mueve entre ritmos y tonos. Así pasa cuando una pena nos abruma, así pasa cuando un enamoramiento imprevisto se retuerce dentro de uno sin atreverse a salir. Sus escasas letras escolares no le alcanzaban para entender esas cosas y envidiaba a los doctores de la ciudad que seguramente sabrían algo de eso. Pero él no contaba más que con su compañera, la guitarra, para arrancarle algún misterio en algún rasgueo venturoso, la primicia de una rima certera.

     De pronto Adelmo Barrios, el guitarrero de la Banda Oriental, aportó los versos que le borboteaban en la boca como espuma en las fauces de un puma acorralado. Pulsó su instrumento, lo afinó y lanzó su desafío al santiagueño:

                                            Atiéndame, mi amigo,

                                             le pregunto por querella:

                                              ¿de cómo parió la Virgen

                                              y siempre quedó doncella?

     El morocho norteño clavó su  mirada  en los ojos del desafiante, y luego la bajó dando tiempo a que una inspiración súbita lo sacara del atolladero. Reflexionó que una cosa es ser amigo y otra muy distinta dejarse derrotar en una payada. Tal vez el cantor oriental fuera un artista furtivo oculto detrás de las destrezas del lazo y las espuelas. Creyó adivinar en el retraimiento de las comisuras de sus labios y la dureza sin parpadeos de sus ojos, la picardía provocativa de un hombre que buscaba la ostentación de su superioridad. Nada impedía entonces una definición rimada.

     Vinieron a su mente las enseñanzas del párroco pueblerino y la estrofa que había heredado de su devota abuela. Acomodó sobre una de sus piernas el instrumento, provocó con un silencio intencional la expectativa del auditorio, preludió con unas notas el recuerdo salvador y cantó:

                                              Tirá una piedrita al agua,

                                               verás como se abre y cierra;

                                               ansina parió la Virgen

                                                y siempre quedó doncella.

     Silencio total. Cuando el fogón se apagó, cada resero se acostó a soñar con el misterio.