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CUENTO CORTO/ CARLOS A. LOPRETE

EL VIDENTE

EL VIDENTE

 

     Desde Milán había girado a Buenos Aires el anuncio periodístico: “La  divinidad a su  alcance. No más problemas. Poder, amor, riqueza. Profesor Amadeo Teixeira. Hotel Concordia, habitación 864. Lunes a viernes de 10 a 20 horas.”

 De pronto un americano con camisa a cuadros, pelirrojo, hizo estallar la soledad de

 Teixeira:

    -Disculpe, señor –le dijo acercándose y como mendigándole un sí-, mi nombre es

Edwin, John Edwin. ¿Usted no es por casualidad el señor  Polansky? Se parece tanto a

 un antiguo amigo mío …

     - Lo lamento, caballero, -lo desilusionó-. Quizás se trate de otra persona parecida.

     - Sin embargo, yo diría…

     - Lo siento, caballero, pero mi nombre es Amadeo Teixeira, para servirle, y si no lo toma a mal, debo retirarme. Buenos días.

El turista dio la impresión de recapacitar, se encogió de hombros mientras se alejaba con una reminiscencia caprichosa: Polansky tenía una cicatriz en el cuello, y además era zurdo.

La primera persona en acudir el lunes siguiente fue una mujer de modales aristocráticos. Cincuentona y novelista, y madre de un futbolista él, ninguno de los dos había gozado de los halagos de éxito.

- Tengo hipotecada la casa sin poderla pagar, mis libros no se venden y mi hijo se lo

pasa de discoteca en discoteca, entre drogadictos y roqueros. He consultado con cuanto psicólogo hay y ninguno ha podido sacarme de la depresión. ¿Por qué me suceden estas desgracias, hermanito?

- Tranquilícese, señora, los seres humanos no tenemos la culpa de nada, las cosas nos suceden, como las enfermedades, y eso es todo.

- Entonces, ¿no me queda otra que sufrir y esperar?

- De ninguna manera, para eso estoy yo con mis poderes. Déjeme ver.

  Teixeira encendió un calderillo de bronce que tenía encima de la mesa, arrojó adentro unas hierbas aromáticas, se concentró con las manos en las sienes, miró las volutas de humo y expresó:

  - Veo un demonio que la tortura. Su rostro aparece confuso y no logro distinguirlo con precisión. Podría ser Belial o Belgefor, o también, déjeme mirar un poco más, el espíritu de algún enemigo de la familia. Dígame, ¿hubo algún homicidio entre sus parientes?

   - Sí, mi abuelo materno mató en una partida de póquer a un jugador fullero.

   - Ah, lo que yo decía. No hablemos más. El espíritu del muerto es el que le provoca la mala suerte. Los que mueren víctimas de asesinatos no descansan hasta vengarse en  los familiares del homicida.  

   - Pero ¿qué tenemos que ver mi hijo y yo con el crimen de mi abuelo? ¿Por qué se las toma con nosotros?

    - Porque así está hecho este mundo. Pero no se inquiete, porque para eso hay un remedio infalible. Espere un momento.

       Teixeira abrió uno de los cajones de su escritorio y extrajo un pergamino con un  escrito.

     -  Concéntrese, hermanita –le dijo- y repita conmigo esta  plegaria de los antiguos dioses egipcios: “Oh, nombre santo y digno de reverencia, nombre único por el que debes ser bendecido, tú que otorgas a todos los mortales la virtud bienhechora de tu bondad, manifiéstate en esta plegaria y te daremos gracias por hacernos conocer tu misericordia. Adoramos tu santa persona y te imploramos que alejes de nuestra vida el maleficio que nos hacen los espíritus vengativos y que no permitas jamás la tristeza y el dolor de nuestros corazones. Amén, amén y amén.” Ahora vuelva a su casa, encienda esta vela roja todas las noches, tome un vaso de agua y venga a verme la próxima semana. Deje un donativo de cien dólares en la mesita de la puerta. Yo no puedo tocar dinero porque pierde efecto mi intervención.

     Cuando se retiró la clienta, Teixeira se sintió aliviado. El comienzo no había sido malo. Se recostó en un sillón a hojear el diario hasta que un golpe de nudillos en la puerta lo sacó de la lectura. Un mensajero del hotel le entregó una carta  con una leyenda en el reverso: “John Edwin. 1789 Century Avenue. Los Ängeles, USA.” Abrió el sobre y leyó la misiva. Le estrujó entre sus manos y fastidiado la arrojó al cesto de papeles.

     El resto del mes transcurrió en la rutina, recibir a los angustiados, arrojar hierbas en el calderillo, orar con ellos y citarlos para una próxima sesión. En la entrevista con un metafísico sueco las cosas fueron más arduas, pues el cliente había estudiado en la Universidad de Leipzig donde había aprendido que cada mortal es una cosa chiquitita metida dentro de otra más grande, como los adoquines dentro de un piso, de manera que quería saber cuál de los adoquines era él.

     - Lamento no poder satisfacerlo, mi amigo, pero yo soy vidente y no me ocupo del presente sino del porvenir. De todos modos, si a usted lo molesta alguna cosa que pueda sucederle más adelante, puedo ayudarlo. La consulta son cien dólares.

         - ¿Tanto dinero por una pregunta?

         - ¿Y qué pretende usted, que yo viva del aire?  Mis pacientes pagan  para que yo me mantenga en comunicación con los dioses mientras ellos se ocupan de sus cosas.

         - ¿Se puede pagar en cuotas mensuales?

         Esta cuestión hizo comprender a Teixeira que no había espacio en el mundo para los dos, y lo despidió con este consejo: “Dejemos, señor, las cosas como están. Usted es metafísico y yo soy vidente, y no hay más que hablar.

         Pasó otra quincena   y una tarde se presentó  un hombrecillo esmirriado y flacucho, de movimientos nerviosos, que sacó un papel escrito de su pantalón, lo extendió sobre la mesa y se justificó:

         - Es para no olvidarme.

         Leyó una por una las preguntas que deseaba esclarecer: su mujer lo había abandonado por un aventurero, la empresa lo había despedido por economías, tenía incontinencia urinaria, se le habían caído todos los dientes y muelas, la columna se le curvaba día a día, le quedaba un docena de pelos en la cabeza, vomitaba con frecuencia después de comer, de cada tres días pasaba uno en vela y rengueaba por la pierna derecha. Hombre acabado, pensó Teixeira, pero se guardó la opinión. Cuando el paciente acabó las preguntas, el adivino intentó consolarlo con una afirmación rotunda:

           - No olvide, mi estimado señor, que al final de los tiempos todos los dioses se consubstanciarán en uno sólo y nosotros con ellos. Nosotros también somos dioses con forma de seres humanos y seremos felices. Vaya tranquilo.

           Al momento de despedir con un apretón de manos al huésped, un mensajero del hotel llegó con una carta en la mano. “Para el señor Teixeira”, dijo y entregó la carta. El adivino leyó en el reverso de la epístola el nombre de John Edwin, y murmuró entre dientes: “Otra vez este maldito Edwin.”

           Teixeira pasó otra semana atendiendo a sus clientes y comenzó a tomar sedantes para calmar su nerviosidad. Mientras tanto, en Los Ángeles, California, Edwin no encontraba explicación a la falta de respuestas a sus cartas. Desde su regreso de África , al término de la guerra, no había vuelto a ver a su compañero de armas Polansky, a quien había salvado la vida cuando las tropas mecanizadas de los alemanes atacaron a una patrulla aliada. Polansky yacía en la arena del desierto malherido y Edwin lo recuperó y lo entregó a sus superiores, quienes lo enviaron para su recuperación a un hospital militar en Gran Bretaña. Nunca más volvió a saber nada de él hasta que se encontró con una persona muy parecida en un viaje a Buenos Aires. Sólo recordaba que Polansky  era zurdo y tenía una cicatriz en el cuello.

     -¿Por qué no le escribes? –le había dicho esposa-.Con probar no se pierde nada.

     - Ya le he escrito varias veces, pero no me ha contestado. Le escribiré una vez más, y si no me responde, daré por terminado el asunto.

      Las consultas de infortunados hicieron famoso a Teixeira y con los meses su fama de advino se amplió a la de profeta. Políticos, artistas y deportistas recurrían a sus vaticinios, y hasta la policía llegó a consultarlo en la búsqueda de homicidas. Consiguió alcanzar una posición económica expectable y lucrativa después de haber intentado varios oficios accidentales. Desterró de su mente los recuerdos ingratos y se consagró a estimular su principio de que en esta sociedad cada uno se prende de donde puede.

     Una mañana despertó iluminado. Cortaría definitivamente con el pasado y se mantendría en la nueva personalidad. Tomó un papel de carta y escribió: “Querido Edwin: Teixeira es Polansky. Gracias por siempre. Es más fácil ponerse una máscara que quitársela.”

     La puso en un sobre y marchó al correo a despacharla.

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