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CUENTO CORTO/ CARLOS A. LOPRETE

EL TONTO DEL PUEBLO

EL TONTO DEL PUEBLO

 Para ser el tonto de un pueblo la población no puede exceder  a los veinte mil vecinos. Un tonto no es identificable en las ciudades, no sólo porque en ellas hay generalmente  varios miles, sino también porque la gente no se conoce entre sí. ¿Cuántos tontos habrá en Nueva York o en Hong Kong? Imposible saberlo.

     En una  población chica su existencia es notoria y puede ser certificada por el intendente y vista por toda la población. Un ejemplo típico es Tupé, el tonto oficial de Árbol Caído, un pueblito de dieciséis mil habitantes. Los chiquilines saben de su existencia desde que adquieren el uso de razón y cuando lo ven pasar le gritan sin misericordia ¡Tupé, Tupé!, y él los retribuye levantando su brazo, sin darse cuenta de que se mofan de él.

     Su antecesor se llamaba Bailón, nombre del santo correspondiente al día de su nacimiento, y tan generoso que tuvo la cortesía de esperar hasta que Tupé estuviera en condiciones de asumir la tontería local para dejarse envolver en una caja de madera. El coro de ¡Bailón, Bailón! sonaba halagador, pero el susodicho no se dejó tentar y se fue no más sin decir esta boca es mía.  No todas las personas son capaces en este mundo de aguantar con paciencia la mayoría de edad de su sucesor. Otros tontos no se resignan a dejar de oír los coros infantiles, y otros confían en que al final del túnel estarán esperándolo para ovacionarlo.  

     Tupé no era apuesto, de rostro llamativo, de andar gallardo, pero tampoco era de pecho hundido, bichoco, desdentado, baboso y cosas así. Era un tonto de apariencia respetable, un tonto de esos que sólo los médicos pueden detectar. Pero bastaba que rompiera su silencio o ejecutara alguna acción para poner en descubierto su menguada  razón. Lo seguía un perrito fiel que lo quería mucho, porque esa virtud tienen los  canes, para quienes sus amos son sus amos, y no l0os discriminan en ricos y pobres, poderosos y humildes, y si les toca pasar hambre con sus patrones, lo pasan sin quejarse ni morderlos.

      El pueblo de Árbol Caído terminaba en una laguna de unas diez cuadras de ancho, y sobre la otra orilla se levantaba ufana la casucha de Tupé, que nadie visitaba pues no había ningún historiador en la zona, ni tampoco ningún paleontólogo inglés empecinado  en encontrar esqueletos de dinosaurios. Nadie sabía de qué se alimentaba, aunque por el humo de una chimenea se podía inferir que fritaba alguna carne, blanca o roja, o hervía  algún guisote o agua para tomar mate. Algo debían de embuchar él y su perro, porque demacrados no estaban. Algunos sábados solía acercarse a las mesas de los paseos en la plaza central y preguntaba “Señor, ¿el pan con queso hace mal?”, y ante la lógica respuesta negativa extraía de un bolsillo un pedazo de pan duro y decía “Entonces déme una monedita para comprar queso porque ya tengo el pan.” Si bien no era su caso, demostraba sin necesidad del testimonio de ningún un psicólogo que es cierto aquello de que ningún humano, ni cuerdo ni loco, mastica vidrio.

     Claro que con los cinco centavitos que recogía los sábados en la plaza nadie pensaba que pudiera alimentarse como el gobernador, ni siquiera sumados a los recaudados los jueves a medianoche , donde se congregaban los pueblerinos para ver pasar el tren semanal a Buenos Aires, la otra reunión de Árbol Caído. “Este Tupé debería dejar de pedir siempre queso y pedir la monedita para comprar naranjas con un vaso en la mano”, comentó cierta noche  el jefe de la estación.

     De puro antojadizo que era, al comisario se le ocurrió un día citarlo a su despacho para obsequiarlo con unas empanadas criollas . “Pero yo no cumplo años, señor comisario”, le respondió Tupé. “¿Cómo que no cumple años? Yo soy el comisario de Árbol Caído y sé lo que le digo. Tome estas empanadas, se las regalo y que pase bien su día…” Confundido por la noticia, Tupé alcanzó a responder: “Si usted lo dice…” Al salir del despacho acompañado por el funcionario, Tupé vio en las paredes varios retratos de personas con la leyenda  “buscados”. “¿Y ésos quiénes son?”, preguntó. “Son ladrones que andamos buscando”, dijo el policía. La respuesta confirmó que Tupé era Tupé: “¿Y por qué no los agarraron cuando vinieron  a fotografiarse?”

     Habría pasado un año más o menos de este hecho, cuando de repente y sin advertencia alguna  apareció en el pueblo Pata de Bola, una especie de intruso en la familia pueblerina. No se sabía si se llamaba propiamente así, pero los chicos habían decidido que ése sería su nombre en adelante. Había construido una guarida con troncos de árboles, ramas y lodo próxima a la casucha de Tupé y allí se había instalado, pero aunque vecinos, no compartían sus penas. Tupé podía caminar, pero Pata de Bola no, debido a que una de sus piernas , encogida y sin movimiento, no terminaba en su pie respectivo, sino en un muñón abultado. Caminaba apoyado en un palo de algarrobo y se fatigaba a los cien metros, de modo que disponer de muletas era lo mismo que la nada.

Tupé no hablaba con  Pata de Bola  sobre la desgracia de no poder caminar, porque sólo Jesucristo tuvo el poder de hacer levantarse a un paralítico de su postración dándole una orden, según le habían comentado en las clases de catecismo.

     Un lunes radiante, de esos lunes en que los necesitados ven renacer su esperanza semanal olvidándose de la desgraciada anterior, Tupé apareció en las calles de Árbol Caído con una latita pintada de amarillo, mendigando de puerta en puerta. Los vecinos notaron el cambio de adminículo mendicatorio sin decir esta boca es mía, y no se apartaron de su clásica cuota de cinco centavitos. Pero por las tardes vieron que la lata estaba pintada de rojo. Algunas personas consideraron a esta duplicación de latas como una demasía de pretensiones y le reprocharon su actitud, al tiempo que otras se sometieron sin chistar reflexionando que cuanta más caridad, más premio en el otro mundo. A cada moneda de la lata amarilla, Tupé agradecía con la fórmula “Muchas gracias por mí”, y a cada mo neda en la roja, “Muchas gracias por él.” Lo más impiadoso  que llegó a sus oídos fue  un “Bueno, Tupé, no me vendrás ahora al mediodía a casa con una lata rosa y un agradecimiento para ella.”

     Tupé era tonto, pero contar sabía. Se regodeaba como un niño separando las monedas obtenidas, y al término de una quincena, días más días menos,  fue a visitar a Pata de Bola a su covacha. Tanta era su alegría, que saltaba por los aires, daba manotazos con la derecha y con  la izquierda, profería gritos exaltados, acompañado de su fiel pichicho:

     - ¡Patita, se acabaron tus penas! –le dijo con diminutivo afectivo.

     Volcó en sus manos las monedas recogidas en la lata roja y se puso a llorar de alegría. Pata de Bola le correspondió con otro abrazo y lloraron ambos.

     Pero como todo lo que empieza termina en esta vida, la vida de Tupé tenía que terminar también. Y terminó. Pata de Bola le hizo llegar la noticia al intendente por interpósita persona, quien se hizo presente en lugar porque estaba en tiempos electorales, y quién le dice, en una de ésas Tupé tenía seguidores cristianos por caridad. 

Hasta el día de hoy nadie pudo dar una explicación satisfactoria de la actitud del intendente, pero sucedió que el día del entierro, cuando menos se esperaba, apareció una multitud de vecinos con sendas velas para orar por la vida eterna del mendigo tonto. La Iglesia somos todos, decían los peregrinos, y lo que hagamos por nuestros hermanos, lo hacemos por nosotros mismos.

     El intendente, ni lerdo ni perezoso, pensó que no podía desperdiciar tantos votos en las inminentes elecciones. Hizo rodear el predio con una reja, enterrar el cadáver de Tupé con la latita amarilla, y cubrir el sitio con una cruz. Quien quiera verla, recuerde, sobre la margen del otro lado de la laguna. No encontrará a Pata de Bola ni a ninguna persona, pero sí a su perrito esperando su regreso.

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