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CUENTO CORTO/ CARLOS A. LOPRETE

DUELO CRIOLLO

DUELO CRIOLLO

El mulato Eusebio, con las manos apoyadas sobre el fuste de la montura y el cuerpo inclinado hacia delante, interrumpió la siesta del gaucho Cuenca con la escueta fórmula tradicional:

- Ave María Purísima.

     - Sin pecado concebida –agradeció Cuenca ratificando al mismo tiempo la fe común.

     Un diálogo de miradas, sin palabras ni pestañeos, inmovilizó la escena. Eran miradas escrutadoras en procura de un indicio revelador. 

     - Amigo –dijo el recién llegado-, estoy ofendido con usted y vengo a matarlo.

     - Si usted lo dice…

     - Nazareno era mi hermano.

     - Ajá…

     - Usted lo mató.

     - Quiso quitarme a la Manuela y tenía que escarmentarlo. Ella es mía.

     - Pues vengo a llevármela. Démela.

     Fue todo. El mulato desmontó parsimonioso . Cuenca se puso lentamente de pie. Hacía pocas semanas que Cuenca y Manuela habían llegado a orillas del río Dulce huyendo de la partida policial que los perseguía. El crimen había ocurrido delante de testigos, por culpa de la propia víctima. A Nazareno lo habían escuchado en la pulpería afirmar, entre trago y trago, que las hembras son del que las puede agarrar. Sin saberlo, había rebajo a la condición de antojo personal el texto bíblico que “no es bueno que el hombre esté solo.”

     - ¿Con qué nos divertiríamos si no los varoncitos?

     En la carrera cuadrera Nazareno había visto a la Manuela por primera vez y sus instintos habían aflorado. Pensó que su decir ingenioso y su fama de enamorador bastarían para seducirla. Pero allí estaba Cuenca, el dueño, observando en silencio el intento de despojo. Nazareno miró con desdén por encima del hombro a su oponente e insistió en su pretensión, confirmándola con un escupitajo despectivo.

     Cuenca desenvainó su facón y acabó con hombría la insolencia. Mientras secaba el acero en la suela de su bota, explicó a los testigos su razón:

     - Tuve que matarlo, no más. No se ofende así a un paisano.

     El destino lo había puesto ahora frente al hermano. Al apearse el mulato Eusebio se quitó el poncho, lo arrolló como escudo en su brazo izquierdo, y con el arma alerta, invitó a su rival:

     - Cuando guste, amigo.

      Cuenca, impasible, se debatía en sus adentros por alejar el recuerdo de la mueca mortuoria de Nazareno. Tomó a su vez el poncho, envolvió su brazo, y con el arma apretada en su puño, previno a su desafiante:

- No me obligue, mi amigo. Dos hijos muertos son mucho para una madre.

El mulato respondió:

- La mía puede parir otros dos sin llorar.

La respuesta de Cuenca no se hizo esperar:

- Siendo así, qué le vamos a hacer.

Una turbonada de polvo se levantó cubriendo los pies de los duelistas. El relampagueo de los puñales  anticipaba la inminencia de una muerte.

    La figura de la Manuela se recortó entonces en el vano de la puerta del rancho, atraída por el golpeteo de los cuchillos. Desde allí se escuchó su voz:

- No te dejes matar, Cuenca.

    Un viajero español por tierras argentinas refiere en sus memorias que ha visto morir a muchos gauchos sin una queja de dolor. Cuenca volvió a limpiar la sangre de su cuchillo en la suela de sus botas y dijo su lamento:

     - Si al menos no hubieran sido hermanos… 

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