Blogia
CUENTO CORTO/ CARLOS A. LOPRETE

CUENTOS

EL BURRO GEODÉSICO

EL BURRO GEODÉSICO

     Una mañana los vecinos de Totoral se sorprendieron al ver a unos señores de Buenos Aires observando el lugar con unos aparatos sobre trípodes, cintas de medición de cincuenta metros, reglas numeradas plantadas en el suelo, cuerdas por el suelo, tiendas de campaña aquí y allá. Los recién llegados se trasladaban de un lugar a otro, separados de los rayos del sol mediante cascos de exploradores y de la sed con caramañolas de agua cruzadas sobre el pecho. Preparaban sus viandas en pequeñas cocinas transportables, y dormían en carpas de campaña, protegidos de los mosquitos con el humo de braseros encendidos y de las serpientes con círculos de ajo trazados en el suelo.

     La novedad corrió por los alrededores  y en el término de dos horas se había

congregado una multitud de lugareños emergidos de entre la maraña de los bosques y serranías. Miraban y hacían comentarios entre sí,  sin poder discernir si se trataba de una patrulla militar, un comando terrorista  o de simples constructores de alguna estación de comunicaciones. Sabían por experiencia que menos averigua Dios y perdona, pero como ellos eran nada más que terrestres, no se sintieron involucrados en esa máxima. El más valiente de los espectadores miró a sus vecinos  buscando la aprobación en sus rostros, dio unos pasos adelante y se enfrentó al director del grupo:

     - Disculpe, doctor, quería decirle que hemos venido aquí para ayudarlos si nos necesitan.

     - Doctor, no; ingeniero de caminos. Estamos estudiando el trazado de un nuevo camino, y por el momento no necesitamos ayuda. De todos, modos, muchas gracias por su ofrecimiento. Si los necesitamos se lo haremos saber.

     Los lugareños volvieron a sus chozas y  a sus tareas diarias. Pasaron esa noche como los perros, con  media oreja dormida y la otra en alerta, por si acaso los intrusos fueran dañinos. Procedían de la capital del país, entrometida siempre en asuntos del interior. No creían en aquello de que para un argentino no hay nada mejor que otro argentino, salvo el caso de que hubiera que despojarlos de sus bienes personales. Día a día vigilaban escondidos al grupo capitalino como los indios espiaron a Cristóbal Colón a su llegada a América. Todo aparecía tranquilo y pacífico, a excepción de las frecuentes discusiones entre el jefe y un subordinado, que en todo momento vertía tragos de una petaca a su lengua. Su función consistía en delinear en un mapa extendido sobre una mesa de campaña el recorrido óptimo de un camino desde Totoral hasta Santiago, lo más corto, económico y seguro posible, según la ciencia de la geodesia.

     Los lugareños no alcanzaban a explicarse por qué razón era necesario tener la cara enrojecida, gesticular y hablar a los gritos para dibujar. Pero convencidos como estaban desde tiempos inmemoriales de que los capitalinos saben mucho más que los provincianos, optaban por espiar y esperar. Las discusiones llevaban ya casi un mes y las obras no comenzaban. Conforme a los indicios gestuales y verbales, la paciencia del  ingeniero se agotaría en muy poco tiempo.

     Y efectivamente eso se corroboró cuando una tarde, al ponerse el sol, el jefe hizo un bollo con el mapa y lo arrojó al fuego, con estas palabras:

     - Si le hacemos caso a este mapa, el camino va a parar al Brasil en vez de Santiago.    

     Su primera intención fue despedir al responsable, pero considerando que el profesional tenía mujer y cinco hijos que mantener, prefirió tomarse unos días para serenarse y después tomar la decisión. Se sentó en una silla desplegable, con la cabeza  entre sus manos, pero a los minutos un palmoteo en un hombre lo sacó del trance.

     Era el valiente de Totoral que interrumpió la angustia del ingeniero:

- Disculpe, doctor; perdón ingeniero, pero tengo alguien que puede ayudarlo.

- ¿Ayudarme? ¿Quién, usted?

- No, yo no, Cachilo –contestó, señalando a un burro que pastaba en las cercanías.

- Vea, amigo, no estoy para bromas, retírese por favor y déjeme en paz.

     - No es una broma, señor. Cuando nosotros queremos abrir una picada en el bosque lo soltamos y lo seguimos. Seguro que el burro nos guiará por el mejor camino. Nunca nos ha fallado. ¿Por qué no hace la prueba?

     El ingeniero se convenció, calculó la travesía en quince días, y la caravana se puso en camino con Cachilo a la cabeza. En la primera y segunda jornada nada anormal sucedió, pero a la tercera al tratar de vadear un riacho la camioneta que llevaba parte de los instrumentos se atascó en el barro y hubo que abandonarla en medio del cauce. En el octavo día el vehículo que remolcaba la cocina de la caravana se desbarrancó en una cuesta y se destrozó en el fondo. Felizmente pudo recuperarse la cocinilla, que se montó en otro de los vehículos.

     Cachilo no era uno de esos pollinos humildes, mansos, de pelambre aterciopelada que se usan en los lugares de veraneo para fotografiar niños en su lomo y darle un manojo  de pasto como recompensa. Al contrario, era un asno en serio, de porte erguido, orejas enhiestas y cola en permanente movimiento, capaz de mandar un perro a los quintos infiernos si lo perturban los ladridos. Era un burro con personalidad, no un burro de exhibición. En su función de guía geodésico, se detenía de tanto en tanto, giraba la testa a uno y otro lado y husmeaba el aire en actitud de comandante napoleónico. Luego se ponía en marcha arrastrando detrás de sí a la caravana.

     A los doce días se toparon con un árbol caído en el sendero. Cachilo pasó con solvencia el escollo, primero las patas delanteras y después las traseras, y se detuvo a la espera de que los viajeros retiraran del lugar el tronco con sus respectivas raíces y copa. Tres capitalinos demoraron una jornada íntegra en despedazar a hachazos el monstruo

vegetal, mientras el borrico se restregaba el lomo en el suelo y se acostaba a dormir.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                               

     - ¿Pero por dónde nos lleva este animal? –preguntó el ingeniero.

     - Por donde debe ir el camino. El no tiene la culpa de que haya obstáculos. El camino es el camino. Menos podría encontrarlos un dibujante en un plano sobre una mesa.

     Superado el obstáculo, la caravana reanudó la travesía. Al duodécimo día, tres menos de lo calculado, Cachilo se detuvo alborozado, se levantó sobre sus patas traseras, dio un estruendoso rebuzno y se lanzó a la carrera hacia un bajío del terreno, cien metros abajo.

    - Esto no puede ser, ¿cómo va a tener que bajar cien metros el camino y volver a subirlos? Algo pasa aquí  -dijo desconcertado el ingeniero.

    - Voy a ver –replicó el vecino de Totoral-. Nunca ha pasado esto

    Se acercó al borde del precipicio y miró la escena. En medio del bajío Cachilo olfateaba a una burra que coqueteaba a su congénere con ágiles movimientos de cola  y hociqueos gozosos.

    - Disculpe, doctor, digo ingeniero, me había olvidado que Cachilo está en época de celo.

 

GASTOS RESERVADOS

GASTOS RESERVADOS

El gobernador Persifonte Malacara suscribió un decreto por el que otorgó una pensión vitalicia de treinta mil pesos mensuales al ciudadano Arquímedes Passalacqua, cuñado suyo, en retribución por los patrióticos y desinteresados servicios prestados a la provincia..

     A la pregunta de un periodista sobre si esa decisión no implicaba un privilegio a un familiar, el gobernante manifestó que la justicia es una para todos y no hace distinción entre parientes y extraños. Negarle el derecho a un familiar, sólo por serlo, sería un atropello a la majestad judicial.

     - Pero a los maestros usted les paga quinientos pesos mensuales –le replicó el hombre de prensa.

- Así es, y bien pagados están, porque son los segundos padres de los alumnos. ¿Dónde ha visto usted que un padre o una madre le cobren a sus hijos por educarlos?

- Y por qué le paga usted tanta plata a su cuñado? Con mucho menos podría vivir.

- ¿Cómo por qué? Él ha administrado el presupuesto provincial durante muchos años y le  ha ahorrado al erario público millones de pesos. ¿Se ha ganado o no su pensión?

- Está bien, señor gobernador, dejémoslo ahí. ¿Se podría saber cuánto gana usted?

- Lo que indica el presupuesto, mil quinientos pesos mensuales.

- Más los gastos reservados que señala el presupuesto.

- ¿Qué quiere insinuar usted, caballerito?

   - Que los gastos reservados ascienden a cien millones y el pueblo no sabe en qué se gastan. Durante su gobierno la residencia del gobernador se ha ampliado con un diario oficial, helipuerto, un lago artificial, dos aviones, ocho automóviles deportivos, un teatro al aire libre para espectáculos, un quincho con aire acondicionado para asados, dos piscinas cubiertas, más otros arreglos y decoraciones de lujo, y sobre, todo alfombras rojas por todas partes.

 - ¿ Y qué demonios pretende usted, caballerito; que el gobernador viva en una choza? Espantaría a los inversores extranjeros y los visitantes se burlarían de mí y de la provincia.

- ¿Y los desocupados, los sin techo, los enfermos, las mujeres, los ancianos y los  niños?

- Ésos pueden esperar, la provincia está primero. En todo el mundo se empieza así.

- En Suiza, Alemania, Dinamarca, Suecia y Noruega, no.

- Porque no tienen pobres.

- Pero tienen ancianos, enfermos y niños.

          Bueno, jovencito, la entrevista ha  terminado. Un gobernador progresista  no  dialoga con terroristas.¿O cree que va a enseñarme a mí a gobernar porque ha ido a una escuela de periodismo?

CAMA 14

CAMA 14

     - ¿ Dónde se encuentra el paciente?  –preguntó el médico al enfermero del Hospital de Agudos.

     - Cama 14, doctor –respondió el asistente.

     El médico recorrió de un vistazo el pabellón y dirigió su mirada al lugar indicado. Vio entonces encogido en el lecho a un hombre canoso, más bien envejecido que viejo,  de unos cincuenta años, apoyado sobre su costado derecho como signo de interrogación caído, que no miró al recién llegado ni respondió a su saludo. El facultativo recabó los datos previos necesarios y se enteró de que el enfermo había sido internado de urgencia unos minutos antes por fuertes dolores en el costado derecho. Una cortina colgada de un caño lo separaba de la cama vecina numerada con el fatídico 13, el número de la mala suerte, como  se sabe en todo Occidente. Desde hacía mucho tiempo esa cama estaba desocupada porque ningún enfermo quería  ser acostado en ella por temor. La tradición hospitalaria sostenía que desde esa cama infausta todos los pacientes habían pasado directamente a la morgue.

     Nuestro paciente Eugenio Bonaventura, tampoco parecía dispuesto a romper con esa tradición, y reclamó la cama 14. Por de pronto, una vez que había pasado por debajo de una escalera abierta, un tacho de pintura le había inutilizado el traje, y en otra ocasión , cuando en una comida derramó sal en el mantel y no la arrojó atrás por sobre su hombro, estuvo arrumbado en el lecho por diarreas intermitentes. El facultativo indicó al enfermero inyectarle un calmante para interrogarlo más tarde.  Los manuales de medicina interna reconocen por lo menos quince enfermedades con ese síntoma, desde un simple cólico hasta una perforación intestinal. Esperaría en la guardia hasta después.   

     - El próximo que caiga tendrá que ocupar esa cama porque no tenemos otra disponible -dijo el facultativo.

    Eugenio Bonaventura, el buenaventura bien nacido, según el significado de origen de su nombre y apellido, no se despertó hasta el día siguiente contrariando la previsión médica. Lo hizo cuidadosamente pisando el suelo con el pie derecho, para no transgredir la sabiduría que anticipa un mal día para quien lo haga con el izquierdo.

     En la visita matutina, el médico, acompañado de una media docena de discípulos, explicaba los antecedentes del caso y pedía opiniones. El internado se quejaba de fuertes dolores en el costado derecho y se removía sin cesar en el lecho, aunque movía su vientre con normalidad, tenía buen apetito, lengua y garganta estaban normalmente humedecidas, no experimentaba vómitos ni náuseas ni su piel estaba amarillenta; la  presión arterial y las pulsaciones normales. En definitiva, un extraño caso. Los diagnósticos de profesor y alumnos no se conciliaban entre sí: apendicitis aguda, cólico hepático, derrame biliar, cirrosis, obstrucción intestinal. Y como sin diagnóstico no hay pronóstico, el médico, sin poder echarle la culpa a ninguna bacteria ni virus, dictaminó:

     - Que continúe internado en observación hasta que le hagamos una tomografía computada y un análisis de sangre y anticuerpos.     

       A la hora del almuerzo Bonaventura comió y bebió como un tiburón, pollo hervido,  puré de zapallo, flan sin azúcar y tres cuartos litros de agua mineral. Durmió su siesta habitual, hasta que una camarera lo despertó con la merienda habitual. Bonaventura, para no desdecirse de su apetito del mediodía, pidió repetirla, con gran asombro de la servidora:                                         

     - Si este internado está enfermo, yo soy Marilyn Monroe –comentó.

     En el intervalo entre la merienda y la cena los internados se levantaban de sus camas para conversar entre sí, hacerse bromas y comentar la gravedad de otros pacientes. Bonaventura, en cambio, se mantenía incólume en su lecho y leía con fervor un libro forrado que se había hecho traer por un amigo. Daba la impresión de estar ensimismado en una interminable paciencia a la espera de algún acontecimiento.

     Una semana duró la espera. Un paciente víctima de un ataque respiratorio fue instalado en la cama 13. Bonaventura escuchó al médico de guardia diagnosticar asma al enfermo y tenerlo en observación por unos días. Corriendo la cortinilla que los separaba trabaron conversación  a los pocos minutos, sin interrogarse por discreción sobre las dolencias respectivas. Bonaventura no se quejaba salvo cuando las enfermeras le traían botellones de agua y le controlaban la temperatura corporal. Les extrañó oírlo decir “¡Cruz diablo!”cuando una lechuza pasó graznando cerca de la ventana., pero como estaban habituadas a toda clase de expresiones, ruegos y conjuros, no le dieron importancia.

     Pero ni la tomografía ni los análisis llegaban por falta de recursos del hospital. Una mañana fue despertado súbitamente por un nuevo médico. Fue suficiente que lo viera tuerto para que aumentaran los latidos de su corazón. En un instante tocó un bastón de madera que tenía al lado del lecho, al tiempo que pensaba: “¡Zas, un tuerto al despertar! ¡Mala suerte para hoy! Menos mal que tenía una madera a mano para tocarla.”

     Tranquilizado con el  conjuro, prestó atención a las palabras del tuerto al otro lado de la cortinilla. corrediza.

- ¿Estoy grave, doctor? –preguntó asustado el paciente.

- ¿Grave? Está enfermo como todos los demás de esta sala. Eso es todo. ¿O quiere algo más? 

     - Ni lo diga, doctor, con lo que tengo me basta.

     Cuando se retiró el médico Eugenio Bonaventura descorrió la cortinilla y le extendió  una cola de conejo diciéndole:

     - Téngala, amigo, espanta los malos espíritus. Cuando no la necesite, me la devuelve.

     Tuvo lástima del enfermo de la 13 que no había tenido la oportunidad de negarse. Si llega a morir le cerraré los ojos porque en caso contrario, lo seguirá un familiar, pensó.

     En pocas horas más en la sala todos los enfermos estaban enterados del poder de los amuletos de don Bonaventura y lo rodeaban solicitándole uno para uso personal.

     - Lo siento, amigos, pero no tengo ninguno más. Pero si alguien consigue una herradura de siete agujeros, puede protegernos a todos.

     - Yo puedo conseguirla –terció una enfermera recién integrada al grupo-. Aunque no estoy en cama, tengo también mis problemas de salud. Un sobrino herrero me la puede hacer.

     En efecto, a los dos días la enfermera llevó escondida en su ropa la herradura  de la salud, con poder para toda una sala. Estaba por ponerla debajo de una imagen la Virgen, pero la reminiscencia de su niñez, cuando tenía fe, se lo impidió. Tampoco podía exhibirla a la vista de todos los pacientes para no violentar la conciencia de algunos creyentes musulmanes. Eugenio Bonaventura le sugirió entonces que  la disimulara debajo del colchón de su cama donde él se encargaría de custodiarla. En ese refugio cualquier interesado podía ir en horas de la tarde a tocarla en demanda de salud.

     Entretanto, el vecino de la cama 13 empeoraba día a día. Echaba pálidos suspiros, se ahogaba  y sus debilitados pulmones no alcanzaban a absorber suficiente oxígeno. Bonaventura le aconsejó  acostarse del lado del corazón para comprimir los pulmones y expulsar a los malos espíritus del cuerpo. Para confirmar su presunción sólo le quedaba la prueba del espejo. Colocaría un espejo grande en el testero del habitáculo, y si se caía al suelo y se hacía añicos, la muerte del paciente sería irremediable. Dicho y hecho con el consentimiento del paciente y del médico tuerto.

     Pasaron trece días y sus noches sin efecto alguno, pero una madrugada pasó por delante de hospital un camión recolector de basura, gran y pesado como diez elefantes, los muros vibraron y se estremecieron, y el espejo se desprendió de la pared. Cayó sobre la cabeza de Bonaventura, quien se fue de este mundo sin chistar. Lo llevaron a la morgue, lo pusieron en un mezquino ataúd de pino, y se lo entregaron a la municipalidad para su inhumación por falta de parientes conocidos.

- ¿Quién era este Bonaventura? Nunca pudimos averiguarlo –comentó un paciente.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                         

     Nadie lo sabía, hablaba poco, se lo pasaba leyendo y mascullando palabras que no se entendían. 

    A todo esto, la enfermera se mantenía en silencio, pero tal vez por remordimiento, explicó:

    - Yo sí lo sé. Era un supersticioso que buscaba una fórmula para la salud universal.  Se internó fingiendo una enfermedad en este hospital, el mejor lugar para experimentar sus ideas.  

     En los meses siguientes el médico tuerto se descalabró en una escalera y se rompió la crisma, la enfermera fue internada en la sala de mujeres donde falleció de un derrame cerebral y el paciente de la cama 13 se recuperó de su asma y hoy en día es entrenador de un equipo de fútbol. 

MI VECINO GROSSI

MI VECINO GROSSI

     Inesperadamente una mañana sentimos ruidos de mudanza y la casa vecina apareció ocupada. Los nuevos dueños eran los Grossi, antiguos vecinos de un barrio bajo de la ciudad, donde desde tres generaciones atrás eran pintores de paredes. Se los veía transitar por las calles del barrio, padre e hijo, cada uno con una escalera tijera, un tacho de pintura, una brocha gruesa y un rollo de cuerdas enrollado en torno a sus pechos.

     Para nosotros, los Basavilbaso y Funes, descendientes de un bisabuelo maestre de la Orden de Calatrava, fue una sorpresa la mudanza puesto que ignorábamos hasta entonces quiénes eran los nuevos vecinos. Espiamos por la cerca del jardín del fondo, trepados a escondidas en un algarrobo, y algo alcanzamos a ver, puesto que los nuevos dueños habían iniciado la mudanza en horas de la noche para eludir los comentarios.

     Cuando nos enteramos que eran los artesanos Grossi, mi mujer hizo un gesto de desagrado, balanceó los hombros  y no llegó a escupir en el suelo para no empañar el  prestigio de nosotros los educados, y no dar un mal ejemplo a nuestra hija Belarmina. Con todo, expresó su sentir con una pregunta nobiliaria:

     - ¿Un vecino pintor de paredes? Si al menos hubiera sido un descendiente de Miguel Ángel…  

     El domingo lo vimos con su mujer y su hijo arrodillado en primera fila donde se instalan las personas importantes de la ciudad, y entre ellos nosotros. De pie al final  de la fila, un hombre vestido de negro, cabello casi rapado, anteojos oscuros y las manos cruzadas por delante, parecía una estatua humana de custodia. No quedaba lugar a dudas. Los Grossi se habían encumbrado a la posición de expectables por alguna razón. A cada paso de la misa miraban con disimulo a diestra y siniestra a los fieles, para imitarlos en sus movimientos. Se pusieron de pie a la entrada del sacerdote, escucharon sentados las epístolas y se levantaron para escuchar la lectura del Evangelio. Sólo que el jefe de familia desenfundó de su bolsillo trasero un pañuelo y se sonó con estruendo las narices, ante el respetuoso fastidio de los demás fieles. El asunto se les complicó cuando el sacerdote invitó a los asistentes a desearse la paz. En agitados movimientos se saludaban y besaban los unos a los otros, mientras los Grossi se miraban entre sí sin encontrar a nadie a quien abrazar.

     Al concluir la ceremonia, el padre esperaba a los fieles en el atrio para saludarlos. Grossi y su mujer se acercaron al ministro, pero sólo habló el marido:

    - Diputado Grossi, para servirle.                                                                                                                                                                                                                                                      

    - ¡Ah, diputado! Celebro tenerlo en esta iglesia. ¿Hace mucho que  viven en esta parroquia?

     - Desde el viernes.

     - Bienvenidos entonces. Los espero la próxima semana, si Dios quiere.

     Los domingos a la tarde, nosotros no solíamos recibir en nuestro domicilio pues aprovechábamos ese día para practicar en familia el inglés, muy en boga con motivo de la globalización y sumamente inevitable para el dominio de los negocios. Para ese entonces los tres habíamos aprendido bastantes términos y frases, y distinguíamos claramente, por decir algo, entre hardware y software. En la casa de mi vecino, por el contrario, la cosa no era igual. Numerosos automóviles transponían la puerta controlada de la mansión, todos con cristales oscuros. Oíamos de tanto en tanto algunos gritos y carcajadas estentóreas de gente alegre o tal vez borracha. Tuvimos que dejar el estudio del inglés y ponernos a mirar televisión. “ Ése es el precio de ser un buen vecino”

-dije-. Pero en cambio, había pensado: “Pintor de porquería.”

     En eso estaba, cuando sonó el timbre de la puerta de calle: Salió mi hija Belarmina a atender y volvió apresurada con una caja con media docena de champán francés que enviaba el flamante vecino con este mensaje:

     - Disculpe, señor, pero hoy es mi cumpleaños, y me sentiría muy complacido de que usted participara del festejo. Y firmaba Dr. Pedro Grossi.  

     - ¿Doctor ? –preguntó mi mujer-. No lo parece. Se sopla las narices en la misa.

     Nos pareció muy descortés rechazar el envío y dejamos para el día siguiente la respuesta. Siempre es bueno tomarse un tiempito antes de una decisión.

     A los dos días,  le enviamos un ramo de flores de nuestro jardín. con una tarjeta  adjunta que decía: “Muy agradecido, Eugenio Basavilbaso Funes.” Mi mujer, con ese instinto natural femenino, al principio no comentó mi actitud, pero al final dijo: “ No sé porqué, pero este asunto no me huele bien.”

     Los Basabilbaso nos hemos educado con otras reglas de urbanidad. No extendemos la mano para saludar a una dama que nos presentan hasta que ella no lo extiende primero, dándonos su probación; cuando corresponde besar la mano en una ceremonia diplomática, lo hacemos inclinando levemente la cabeza y besamos el dorso sin tocar con los labios el guante de cuero; y nunca llevamos un alimento a la boca con las manos. Practicamos el arte de sonreír en vez de reir y jamás salen de nuestras bocas palabras procaces, obscenas ni vulgares.

     Una tarde antes de oscurecer, asomó su cabeza por encima de la cerca de ligustros el hijo de los Grossi, que resultó llamarse familiarmente Ignacio, chistó a mi hija y la saludó con la mano sin decirle palabra. Sorprendida, Berlamina no tuvo tiempo de pensar la reacción y por educación le respondió levantando su diestra. Nosotros no le reprochamos esa forma de responder, pues estábamos seguros de que su inocencia la protegía de toda intrusión deshonesta. Esta forma de comunicación se mantuvo durante unos tres meses hasta convertirse en rutina. De todas maneras, no violábamos el código de la urbanidad ni comprometíamos la honestidad de nuestra hija. 

     A todo esto, la casa de nuestro vecino seguía visitada con insistencia por visitantes en automóviles con cristales oscuros, hasta que un día entró en la casa un BMW don dos banderitas en los guardabarros. Comprendimos entonces que se trataría cuando menos del automóvil de un ministro. No nos preocupamos por eso, pues los Basabilbaso no teníamos ningún litigio pendiente con nadie. 

      Hasta entonces los roces con los Grossi habían sido de alguna manera distantes, sin diálogos personales. Pero como se sabe que el hombre propone y Dios dispone, la intervención divina se produjo cuando una mañana mientras mi esposa regresaba a pie de misa, una perrita yorkshire que la señora de Grossi llevaba en su falda, se escapó del coche y mi esposa la detuvo en un  gesto espontáneo como lo haría cualquier persona. La esposa de Gossi abrió la puerta del coche y fue a recibirla. Se enfrentaron por primera vez cara a cara, y se dijeron las palabras convencionales en estos casos. Pero como la señora de Grossi lo hizo en el mínimo inglés posible  (Thanks  you), mi mujer le contestó con la misma moneda (You are welcome). Mi media naranja algo sabe de inglés, pero estoy seguro de que la Grossi no sabe más que lo que dijo. Completaron los cumplidos con  sendos estiramientos de las comisuras, y se retiraron. La mujer de mi  vecino era con seguridad una ignorante, pero también era mujer con sus instintos. Olfateaba que la aborrecíamos, como nosotros a ellos, pero las reglas de urbanidad prohibían manifestarlo.    

     Día a día ganaba Grossi terreno en su carrera a la incorporación en la clase aristocrática. Dejaba a la puerta de su casa el Volvo de superlujo que había comprado en Suecia, hasta que llegó la gran sorpresa para el vecindario curioso: una placa de bronce bruñido con la leyenda Dr. Peter Grossi, Ph.D.  ¿Dos veces doctor? Porque Ph.D. en inglés americano quiere decir  también doctor. Seguramente había comprado el falso título en una de esas agencias clandestinas de los Estados Unidos que los confeccionan a pedido sin estudio alguno.

     Otra revelación lo constituyó su aparición en primera fila en el estrado presidencial durante la inauguración de una sucursal de McDonald en el barrio. Aunque no estaba al lado de la figura presidencial, en el estrado estaba, y por lo tanto algún importante personaje debía de ser. En la ciudad siempre se inauguraba alguna cosa, una barrera ferroviaria, un poste de luz, una hamaca para niños en una plazuela, una alcantarilla de desagote, y así otras obras públicas. Grossi  se las ingeniaba siempre estirando el cuello inmediatamente por detrás del presidente, para salir fotografiado. Las sucesivas apariciones de su hijo por encima de la cerca del fondo no le habían dado resultado debido a la vocación religiosa de mi hija Belarmina. Su diaria asistencia a las novenas de la parroquia la habían inmunizado contra trepadores. Las repetidas invasiones de gases en nuestro jardín provenientes del encendido de pastillas desinfectantes de ambientes tampoco nos habían inmutado porque conocíamos el truco.

     Teníamos en claro que Grossi quería que le vendiésemos nuestra casa, y él lo sabía.

Pero los Basavilbaso y Funes nos habíamos juramentado hacía varias generaciones en no emparentarnos por la sangre con ningún advenedizo, y mucho menos ahora que se había sancionado la ley de divorcio. Seis meses de matrimonio, luego la separación y la intromisión de un Grossi en un juicio sucesorio sería una calamidad insoportable.

     Pese a todo, la imagen de Grossi crecía poco a poco. Los vecinos le cedían la pared  a su paso, cuando lo mencionaban en sus charlas lo mencionaban como “el doctor”, se descubrían la cabeza en los encuentros callejeros, el barrendero se esmeraba en la limpieza del frente de su casa, los transeúntes levantaban en brazos sus mascotas caninas para evitar que ladren o ensucien las baldosas, en fin, nos tenían acorralados.

     Sin embargo, los Grossi son despreciados por todo el mundo y lo saben. El jefe del clan no deja de ser un pobre pintor de paredes, mientras nosotros, los Basavilbaso, somos de la aristocracia y nadie puede quitarnos ese título. Hará un mes más o menos, desapareció por una semana del escenario. Se murmuraba que había ido a depositar fondos en Luxemburo u otro paraíso fiscal, pero no se tenían pruebas. De todos modos,

volvió cambiado. El barrendero dejó de limpiar  el frente de mi casa, comenzaron a llegarme intimaciones de la oficina de impuestos por deudas que no tenía, me cortaban de noche los cables de luz, me escupían las paredes, el teléfono no funcionaba varias horas diarias, la cañería dejaba pasar apenas un hilo de agua y el televisor sólo mostraba en la pantalla rayas titilantes. Mi paciencia se agotó cuando una tarde, al regresar mi hija mi hija Belarmina del rosario, fue enfrentada por un grupo de muchachotes encapuchados que la empujaban de un lado para otro al tiempo que le gritaba: “¡Decile a tu viejo que se mande a mudar del barrio, o te romperemos los huesos!”

     Nos reunimos los tres y discutimos el caso. Mi Belarmina prefería internarse en un convento de monjas, yo proponía ir a hablar en persona con el viejo Grossi y venderle mi casa, mientras que a mi esposa le renació su temperamento aguerrido. Su tesis era: a canalla, canalla y medio. Denunciarlos a la policía era una ingenuidad, porque no teníamos poder para que nos atendiera. Recurrir a los jueces ni soñarlos, porque no dictaban  fallos contra los poderosos y dejan empolvarse los expedientes en los sótanos.

     - Está bien , ya sé qué hacer –dijo sin agregar ningún comentario.

      En plena madrugada, nos despertó a Belarmina y a mí y nos indicó que la acompañáramos sin pérdida de tiempo adonde ella nos llevaría. Al salir de nuestra casa, vimos que la morada del Dr. Grossi estaba en llamas.   

EL COMPRADOR SABIO

EL COMPRADOR SABIO

 

  - Buenos días, señor, desearía comprar un kilo de manzanas. ¿A cuánto están?

    - Doce pesos, señor, del Valle de Río Negro, la mejor calidad.

    - Ah, me parece bien. Pero yo soy sabio, doctor en filosofía y letras graduado en la Sorbona de París, con dos posgrados, uno de teología en Universidad Pontificia del Vaticano, y otro de lingüística en la de Harvard. Le pago el kilo con una clase de una hora a domicilio de cualquiera de esas especialidades.

     -¿Y para qué me sirve a mí una clase de esas cosas? El fruticultor me cobra a mí en pesos.

     - Está bien, le ofrezco entonces una clase de dos horas, para su esposa, sus hijos o quien usted desee. 

     - Lo lamento, señor, pero no puede ser. En mi familia no estudia nadie ni conozco  ningún frutero que esté interesado.  Nosotros vendemos y no tenemos tiempo de estudiar.

     - Pero es que yo también necesito comer, y me he pasado una vida entera estudiando. ¿Le parece justo? ¿Qué tengo que hacer?

    -  ¿Por qué no le vende sus clases a un estudioso, al ministro de educación, por ejemplo?

    - Imposible, los ministros de educación no tienen interés en ser educados; están ocupados en ser ministros.

    - Bueno, ¿y por qué no le vende sus clases a otro estudioso como usted: él le paga en pesos y con esos pesos me paga usted a mí.

     - Ya lo he intentado sin éxito con dos candidatos. Uno me dijo que había dejado la sabiduría para no morirse de hambre, y el otro que se había convertido en asesor de un diputado con escuela primaria, no más.

     - Lo lamento sinceramente, mi amigo. Si yo pudiera le cambiaría el kilo de manzanas por unas horas de trabajo, pero el gremio no me lo permite. Tiene que estar afiliado.

     A todo esto, los clientes habían tenido que formar fila para hacer sus compras. El vendedor, compasivo pero con pujos capitalistas, comprendió que había gastado demasiado tiempo en explicaciones, dio la espalda al necesitado sabio, diciéndole:

    - Disculpe, mi amigo, pero tengo que atender a mis clientes.

    El sabio, atormentado por su estómago vacío, se acercó a un cesto de desperdicios, tomó con disimulo una manzana podrida, y la ocultó en un bolsillo. Un espectador, que había visto y escuchado la escena, se aproximó con discreción al sabio, y entabló este diálogo:

     - Disculpe, señor, pero casualmente he sido testigo de su problema. Con su permiso y sin pretender entrometerme en vida ajena, creo que el frutero tiene razón. En ninguna parte del mundo se cambian manzanas por conocimientos. ¿Por qué no cambia de oficio?

     - Se equivoca, señor. La verdad es todo lo contrario. ¿De dónde cree que he sacado la idea de comer lo que otros tiran? Pues nada menos que de un libro medieval. Todo está escrito en este mundo.     

LOS PERSONAJES

LOS PERSONAJES

     En un descanso de su trabajo, los personajes se pusieron a dialogar en un aislado recoveco de neuronas anquilosadas, hastiados de esperar su destino. El novelista no se resolvía a otorgarles personalidad de una vez por todas, mientras le llegaba la inspiración.        

     -¿Qué haces tú en la novela? –le preguntó Alonso-. Te veo poco entre nosotros.

     - Es que el autor no se sabe qué hacer conmigo. Soy una especie de comodín. El escritor me lleva de aquí para allá. De pronto me describe como un campesino laborioso y en la página siguiente se arrepiente y quiere hacerme otra cosa. ¿Te das cuenta? El mes pasado era un padre cariñoso, un modelo del vecindario, después me convirtió en un fullero de casino, y hoy no sé qué hará conmigo –replicó fastidiado Martín.

     - Eso pasa a menudo. Pero te olvidas de que el autor es quien nos crea y puede pintarnos a su gusto. Nosotros no tenemos otra alternativa que ser obedientes. Cervantes engendró más de novecientos personajes en su Quijote  y ninguno se lo recriminó. Era su derecho.

       - De acuerdo, él nos da la existencia y si somos algo es por él. Pero eso no le da razón para  pensarnos desatinadamente. A mí me avergüenza pasar a la cabeza de los lectores como un alcahuete entregador de mujeres. 

        - Bueno, yo empecé siendo loco y me convertí en cuerdo. ¿Qué tiene eso de malo?

        - Tuviste suerte. Yo, en cambio, fui siempre bueno y me transformé en malvado.

        - Pero al menos todavía vives. Ten cuidado, no sea que el autor te haga matar de un disparo en la cabeza. Ahora se usa mucho esta técnica. No se puede escribir una obra sin que haya un personaje villano. Así han sido siempre las cosas. Si los hombres no se destrozan entre sí, ¿qué habría para narrar? Dicen que Dios hizo el mundo y creó a los narradores para entretenerlos y proporcionales gozo.

       - Entonces deberían contar otras historias, reales si quieren, pero más artísticas. O describirnos tales como somos sin inmiscuirse con sus opiniones propias.  

      - ¿Y qué te importa que te vean como un villano si nadie puede recriminártelo puesto que no andas por la calle? Nosotros constituimos otro mundo, el de las personas que no existen pero representan a las existentes. Somos fantasmas y nada más.

     - Yo diría fantasmas, sí, pero fantasmas ejemplares.         

     - Pero no nos leen para tomar ejemplo, nos leen para distraerse.

      - Será como dices. Pero yo me resisto a ser como le viene en capricho a nuestro autor.    

      - Puedes resistirte cuanto quieras, pero nosotros los personajes no podemos ser otra cosa que lo que ordena el escritor. A las personas del mundo real les pasa como a nosotros que no pueden ser como quieren.

       - No puedo contestarte por los otros. Separémonos que el nuestro se ha despertado y comienza a escribir. Buena suerte. Ojalá te llame para ser San Miguel Arcángel.

      - Difícil, es ateo.

       Los personajes, varones y mujeres, se recluyeron en un salón de la memoria, listos para hacerse presentes cuando la voluntad del novelista los convocara. Repantigados en cómodos sofás, de pie en grupos de conversación o dialogando en torno a mesas circulares, cada uno se movía a su arbitrio en la incertidumbre de su destino del día. En apariencia se veían tranquilos, aunque en realidad deseaban con ansiedad ser llamados para algún buen papel en la nueva obra. A los pobres personajes les había tocado en suerte habitar en un cerebro estéril, inhábil para armar una trama atractiva, y sin capacidad para concebirlos verosímiles en sus pensamientos y en sus comportamientos, de manera que a su  angustia se sumaba el temor de ser desfigurados irresponsablemente por ese artista novicio y sin dotes. Algunos de ellos ya tenían experiencias degradantes en libros anteriores y casi todos estaban frustrados por los papeles desempeñados. Uno se quejaba de haber tenido que transfigurarse del gaucho Hormiga Negra, un minúsculo y huidizo gaucho delincuente, vencedor de partidas policiales, en el David bíblico, triunfador en su desigual enfrentamiento con el gigante filisteo Sansón.

          El narrador, caracterizado por su mal gusto y su incultura libresca, les adjudicaba por lo común almas delincuentes, regodeándose con mujeres desleales y pervertidas, políticos ambiciosos y perdularios, aristócratas corrompidos y nocherniegos, comisarios sobornables y de sesos mal irrigados, jueces prevaricadores, en otras palabras, engendros inmisericordes, fantásticos y estúpidos. Había descubierto que la más rápida técnica de crear un personaje era mezclar caracteres. Se jactaba de su creación más celebrada,

Buchón, el informante secreto de la policía , vagabundo desastrado e itinerante consuetudinario de las vías ferroviarias. Lo había compuesto con el rostro de un intendente indígena del norte, la facha de un millonario extravagante enemigo de la civilización, los modales pedigüeños con los de un pordiosero de la Catedral, las intrigas entre malhechores con copiados manejos de algunos senadores del Congreso, y el lenguaje, ¡maldito lenguaje!, del que oía en el Mercado de Abasto. Una sustancial fuente de ejemplares eran los cuentos de Las mil y una noches, de El Decamerón de Boccaccio y los dramas de Shakeaspeare. 

        En un rincón de su mente conversaban agrupados los personajes argentinos, mejor dicho porteños, que había incluido en sus relatos el escritor. Rememoraban el infierno de individuos del arrabal porteño, un universo de hombres y mujeres destrozados en la conquista de la fama, el dinero y el poder.

       Sus escritos desmentían la antigua ilusión de que Dios había enviado los narradores al mundo para entretener a los humanos y hacerlos gozar con las artes bellas. Los personajes opinaban,  por el contrario, que el Diablo los había enviado a este mundo para hablar mal de la gente. Tomaba sus modelos de las letras de tango y los embadurnaba con su impenitente  mal gusto. En una sola narración había hecho confluir a Malena, que allá en el suburbio cantaba el tango con penas de bandoneón; Griseta, la francesita “pizpireta, sentimental y coqueta”, que una noche murió ahogada de champán en un cabaret  con la pena de no haber podido ser la mejor flor de del arrabal; Melenita de Oro, la simuladora de amor, traicionera y mentirosa; la Galleguita, que tocó tierra argentina un día de abril para juntar plata para  su viejita y sucumbió en la lujuria de un club nocturno; Milonguita, una vendedora de deleites corporales condenada a ser pisoteada por todos; Estercita, que en la primer cita dio al malevo su amor y su honor; Flor de Fango, nacida en un conventillo de arrabal alumbrado a querosén y que se hizo buscadora de amantes.

         Los hombres del tango no desmerecían en la cofradía de personajes, el Ciruja, que vencido y mirando el mundo de reojo, vivía del dinero que su pareja les sacaba a los matones;  Patotero, el rey del bailongo, que en vida sólo tuvo amantes y nunca una mujer, y ahora ríe cuando tiene ganas de llorar; Niño Bien, el pretencioso y fatuo, que pasa las horas en una mesa de bar y habla únicamente de las estancias de papá que es en realidad un vendedor de fainá; Yira, haragán y buscavidas, que no se da cuenta de que el día de su agonía los demás estarán probándose los trajes que él dejará. “Para mí, inspirarse es robar y en eso no soy el primero ni el único” se defendía si algún ilustrado lo recriminaba.

           - Basta –interrumpió un tercero-, ninguno ha tenido peor destino que el mío, que en mi largo oficio de personaje me han tocado los papeles de rey de Dinamarca y Julio César, y ahora el autor me utiliza como un rufián de cabaret.

     - De acuerdo, pero no le eches la culpa al escritor porque él toma sus modelos de la realidad. En la vida, todos somos comediantes, incluido el propio escritor.

MI VIDA POR UNA FOTO

MI VIDA POR UNA FOTO

 

Allá a lo lejos y hace tiempo hubo un rey que desesperado por huir de la batalla perdida, ofrecía su reino a quien le ofreciera un caballo: “Mi reino por un caballo.”

Desde entonces quedó establecida la costumbre de ofrecer un precio inmenso por una nimiedad que puede salvar la vida.

     ¿Qué daría hoy en día un presidente o un rey en tal caso? Nada, no se haga ilusiones el lector,  porque los soberanos no se presentan en los campos de batalla ni ebrios ni dormidos: se mueven en este mundo bajo la premisa inalterable de “animémonos y vayan.” Mientras sus súbditos mueren en las batallas, ellos se mantienen refugiados en algún búnker, cueva o túnel subterráneo, hospital, escuela, jardín de infantes, maternidad o templos, con la esperanza de que los enemigos sean ingenuos y dejen de atacarlos. Podrían citarse decenas de dictadores que cuando llegó la hora de la valentía, se mostraron cobardes como cualquier vecino de la calle y se fugaron a embajadas en busca de protección. No es necesario mencionarlos, porque cualquier curioso puede encontrar sus nombres en los diarios de la época. 

     Pero dejemos a los cobardes históricos con certificado de garantía y volvamos a los cobardes vulgares, a los cobardes actuales, que tienen miedo a no salir impresos en las portadas de las revistas o diarios, y ofrecen fortunas a los editores a cambio una publicación.  Mingo Equus pagó 200.000 dólares al editor de Good Wealth para ver su rostro con sonrisa trucada de ángel en la publicación, debido a que su facies real se parecía a la de un perro bulldog.  Dulzura Naciente, bailarina colombiana de cumbia, pagó por su parte 500.000 para que el editor publicara su fotografía de cuerpo entero, pero cambiada su piel negra en la de una mulata.

      Es inexplicable este obsesivo afán por la propia fotografía, como si en el más allá el ingreso se hiciera conforme a las fotografías terrenales y no a los actos cumplidos. Los guardianes de las tres puertas celestiales no confían en las fotos de nosotros los humanos y se atienen estrictamente a los registros propios. 

     Esta angustia por la fotografía asombraría a los mismísimos hermanos Lumière, que a duras penas aceptaron ser fotografiados ellos mismos, aunque dicho sea en su honor, no cobraron estipendio alguno por esa concesión. Mas cuando en la vida se mezclan la fotomanía con la ignorancia, el asunto se torna peligrosísimo. Mariquita Reinosa, actriz de espectáculos, no conseguía que le tomaran una fotografía y la publicaran en la portada de Good Wealth, como había sucedido con Mingo Equus. En su niñez los consejos escolares la habían declarado “analfabeta a perpetuidad”, y su razón tenían. Sostenía que como la letra hache no se pronuncia en castellano, en su lugar debía ponerse un cero.

     No habría corrido mayor peligro, si además de ignorante se hubiera resignado a quedarse en su casa y tejer. Pero no. Fotomanía e ignorancia forman un cóctel mortal, y ella sin darse cuenta, se metió cierto día en la manifestación de unos piqueteros fotográficos que reclamaban el monopolio para ejercer su oficio en la ciudad, con exclusión de todo otro profesional. Excitada y fuera de sí por los tambores, pitos, maracas y panderetas, perdió los estribos y se puso a gritar “Mi vida por una fotografía” en vez de ofrecer en pago alguna otra minucia de menos valor, como podría haber sido “mi marido por una foto.”

     Los errores se pagan en este mundo lo mismo que las verdades, y así ocurrió en su caso. Un piquetero tailandés refugiado, se hizo cargo del ofrecimiento, le tomó la foto con una Polaroid en la refriega, se la tiró a los pies, y le dio un maquinazo en la cabeza al grito de  “Entrégale tu alma al Diablo a cuenta de mis deudas.”  

     Eso le pasó a Mariquita Reinosa por vanidosa.

MIS PARIENTES HOLANDESES

Image Hosted by ImageShack.us

     Llegaron un sábado a las nueve de la noche desde el aeropuerto de Ezeiza en un taxi que les cobró, por supuesto, mucho más de la tarifa oficial. El chófer no sabía que Lulia, la madre, era argentina, aunque residía en Amsterdam, con su esposo K. y su hijo Polke, ambos holandeses de nacimiento. Pero Lulia sí sabía que los taxistas del aeropuerto no trabajaban bajo normas de honradez y resultaba más práctico hacerse la ingenua y pagar, antes que iniciar las vacaciones con un conflicto personal.

     Los recibimos en casa con gran expectativa, mi esposa e hija. ¿Cómo serían esos parientes que venían de un extraño país? Nos apresuramos a saludarlos y abrazarlos, pero con gran sorpresa nuestra, Polke dio un paso atrás y se negó a que lo tocáramos. No entendimos su actitud y pensamos que probablemente estaba intimidado ante parientes tan expresivos. Tener diez años no es edad todavía suficiente para ser un héroe social. No aceptaron compartir con nosotros una suculenta cena que les teníamos preparada, y únicamente admitieron tomar sendos vasos de una gaseosa con cola de fama universal. ¡Qué prudentes -pensé- no quieren causar molestias!

     Milena, nuestra perrita joven y alegre, les dio una recepción menos confiada. Los ladraba en español con breves pausas en las que nos miraba a nosotros como esperando una respuesta aclaratoria, favorable o desfavorable a los recién llegados, husmeaba las tres enormes maletas que traían, se acercaba a Lulia, a K. y a Folke, los olía  y reolía, sin dejar de mover su rabo cortado y mirarnos en procura de una respuesta. Como no la obtuvo porque nosotros estábamos concentrados en la recepción, se resignó a extenderse en el suelo a nuestro costado, dispuesta a defendernos si fuera necesario. Padre y madre no se inmutaron con los ladridos y sólo Folke le dirigió unas miradas que no alcanzamos a comprender si eran de simpatía o temor. Les mostramos las habitaciones que les teníamos reservadas y nos fuimos todos a dormir.

     Al día siguiente, me desperté temprano y fui a la cocina para prepararme el desayuno, y encontré a  Lulia tomando mate con bombilla como solemos hacerlo nosotros. Hablamos únicamente de la Argentina y sus cosas, que ella no había olvidado y se complacía en rememorar, como sabueso que remueve de la tierra el hueso enterrado. Evidentemente había conservado intactas sus experiencias juveniles en el país enterradas en un voluntario olvido pero no hacía comentarios comparativos ni me decía “En Holanda nos desayunamos con…” A todas luces, evitaba hablarnos de los asuntos que podían suscitar desacuerdos. Mientras ocurría esto, Lulia preparaba el desayuno para su esposo y para su hijo. Para Polke esos pequeños limoncitos que aquí llamamos kinotos, papas fritas disecadas y me parece que una gaseosa de cola. Para K. no recuerdo. Lulia no despertó a ninguno de los dos y esperó a  que se levantaran por su cuenta.

    Quiso después conocer mi computadora. La probó y me dijo que estaba mal configurada . Tecleó y retecleó por aquí y por allá y me la dejó programada de una forma increíble. Mejoró la configuración, agregó programas, instaló entradas directas y otras exquisiteces técnicas que me deslumbraron. Aplicando uno de esos programas, me mostró su casa en Amsterdam, vista desde diferentes altitudes y me explicó cómo era y cómo marchaban sus planes para el pago de las hipotecas.

     En eso estábamos, cuando apareció Polke masticando los kinotos crudos y sonrió al ver el equipo listo para funcionar. A partir de entonces Polke se convirtió en un visitante fantasma, jugando con la computadora, mirando televisión,  masticando kinotos y entreteniéndose horas y horas por día.

     Con K. yo me entendía en un medio inglés, al paso que mi esposa y mi hija se entrometían de vez en cuando escuchaban alguna frase conocida. Yo, por manifestarle mis buenos sentimientos, le mencionaba de vez en cuando algún personaje o hecho relacionado con su país, leído o escuchado de bocas expertas. Desfilaron  así por mi galería el delicado filósofo Erasmo de Rotterdam y sus divergencias  con la Iglesia de Roma; el torturado pintor Van Gogh y su extraño suicidio; las misteriosas reuniones secretas de los miembros e invitados del Grupo Bildelberg, fundado en Holanda por el Príncipe Bernardo entre otros, y al que la opinión pública consideraba  el grupo de poder capitalista más fuerte del mundo.  

    Como mis infructuosos intentos de manifestar  mi simpatía no parecían obtener reciprocidad, intenté temas más cotidianos, y pasé al turismo en las islas de Araba y las Antillas Holandesas, a la esposa argentina del príncipe heredero Guillermo de Orange, a las vacas lecheras holando-argentinas, sin olvidar el próximo encuentro de fútbol entre los equipos de nuestros países en las olimpíadas de Beijing. Tampoco logré conmoverlo. K. escuchaba con atención y me respondía subiendo y bajando la cabeza, con un escueto yes o a lo sumo con una frase en inglés que yo entendía algunas veces y otras no.     

    Me quedaba un último recurso, la ginebra Bols, pero no sabía nada de ella. ¿Dónde encontrar información tan minúscula? Me salvó la Wikipedia, donde de paso aprendí que era una bebida espirituosa producida por el destilador holandés, Lucas Bols y alguna que otra minucia.

     Mientras este torneo no se definía, otro prosperaba, el de Folke y mi perrita. Milena iba y venía de la cocina donde se desarrollaban las conferencias académicas a la sala donde Folke efectuaba sus investigaciones informáticas. Sorpresivamente una mañana encontré que Folke y la perrita se abrazaban gozosos en un sofá frente al televisior y una alegría interior me inundó. ¡Por fin Holanda y la Argentina se habían unido!                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                     

     A los cinco días llegó el momento de la despedida: Lulia, K. y Folke tomaban un ómnibus a las sierras de Córdoba. Los acompañé en un taxi a la estación  terminal de Buenos Aires, para evitarles inconvenientes y ayudarlos en cualquier imprevisto. Durante la espera, lamenté que la perrita no hubiera podido venir a hacer lo mismo con su amigo Polke, y para ofrecer al niño un última manifestación de cariño, le compré en su nombre un llavero con la figura de un conocido jugador argentino de fútbol. Esta vez me sonrió con franca alegría, pero sólo me permitió que le diera la mano y no lo besara. Me lo imaginé en la escuela de su ciudad natal, exhibiendo el trofeo de su safari.

     A punto de abordar el ómnibus, abracé a Lulia, volví a dar la mano a Polke y me dirigí a K. Lo miré sin decirle nada, como pidiéndole aprobación para lo que iba a hacer, y le di un fuerte abrazo y lo besé. Sólo entonces se despojó de su holandés interior, me sonrió agradecido y me abrazó.

    Dios los bendiga, parientes holandeses. Vuelvan pronto, mi casa es la suya.