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CUENTO CORTO/ CARLOS A. LOPRETE

CUENTOS

DIÁLOGO DE UN RICO Y UN POBRE

DIÁLOGO DE UN RICO Y UN POBRE

 

     Se toparon casualmente sentados en un mismo banco de plaza. Después de mirarse dos o tres veces a los ojos, comprendieron que podían hablar entre sí:

     - Disculpe, señor, pero me parece verlo triste. ¿Le sucede algo malo?

     - Malo no, muy malo. No tengo dinero para comer.

     - ¿Por qué no pide una ayuda a los que pasan?, algo le darán. La gente no es tan mal como parece.

     - Ya sé que hay buenos y malos en este mundo. Yo me considero bueno, pero bueno pobre. Y yo preferiría ser bueno y rico.

     - ¿Y con cuánto cree usted que sería rico?

     - Y…con un millón de pesos por lo menos.

     - Hum, eso es un fortunón, no hace falta tanto para ser rico. Yo tengo mucho menos que eso y me considero rico. Una cosa es ser rico y otra ser millonario.

    - Está bien, acepto lo que usted dice. Pero como nadie sabe cuánto tiempo vivirá, hay que estar prevenido. No es cuestión de ser rico hoy para volver a ser pobre mañana.

     - En ese caso, a razón de un peso por día, necesitaría tener 36.500 pesos para estar seguro los próximos 100 años.

     - Eso siempre y cuándo no subieran los precios y apareciera la inflación.

     - Tanta seguridad es imposible tener. La inflación no se puede prever y por lo tanto la cantidad de lo que usted considera riqueza no se puede calcular.     

     - Realmente no, y por esta razón pretendo por lo menos un millón de pesos ahora.

     - Su precaución me parece excesiva. Con esa suma se podría convertir a miles y miles de pobres en ricos.

     - No lo pongo en duda, así son las cosas en este mundo y yo no tengo la culpa.

Para que haya  ricos debe haber pobres porque la riqueza total del mundo no alcanza para todos

     - Entonces  ¿de qué se queja? A usted le ha tocado estar entre los pobres como a mí entre los ricos. No hay nada que hacer.

     - ¿Hasta cuándo? Porque sin comida puedo vivir a lo sumo tres o cuatro meses más.

 

     - ¿Cómo que no? Se pueden hacer muchas, por ejemplo quitarles la plata a los ricos y repartirla entre los pobres.

     - Con eso no se resolvería nada, pues habría que robarles a unos su riqueza para regalársela a otros, y el problema subsistiría porque los ricos se volverían pobres y los pobres, ricos. Aparte de que cada uno querría ser rico con diferente cantidad de plata. .     

           - Ése es otro asunto. Usted me ha preguntado si yo estaba triste y no los otros, y yo estoy triste porque tengo hambre. Cada pobre debe arreglar su problema personal, y dejar que los otros pobres arreglen los suyos.

     - Y si cada persona debe arreglar sus problemas personales, ¿por qué los ricos tendrían que ocuparse de los pobres?

     - Tanta cosa no sé ni tengo tiempo para pensarlo. Me moriría en el camino. El caso es que necesito comer ya. ¿Me podría dar usted el peso que necesito ahora?

     - Con mucho gusto se lo daría si no disminuyera mi riqueza. Yo también he tomado mis precauciones para el futuro y debo cuidar mis reservas. Para que no me falte nunca dinero, me debe sobrar a la hora de la muerte. Tampoco tengo vergüenza de ser rico, porque he conseguido la fortuna con trabajo, y ella me permite ser honesto.

     - Lo que me imaginaba: cuanto más se tiene más se quiere tener. El rico es más miedoso que el pobre.  

     - Y si usted fuera rico, ¿no haría lo mismo o correría el riesgo de volver a ser pobre?

El dinero honesto se consigue con mucho esfuerzo, no se encuentra en la calle ni llueve del cielo. Y no le hablo del dolor de conservarlo en un mundo donde los pillos y los gobiernos tratan de quitárselo.  Tanto duele ganarlo como conservarlo.

     - No lo discuto, pero aun siendo así, es más doloroso sufrir sin nada que sufrir con algo. Los ricos tienen la obligación de ayudar a los pobres, dice la Iglesia.

      - Disculpe, señor, pero creo que usted está equivocado. Están moralmente obligados a la justicia y a la caridad, porque los bienes de la creación están destinados a todo el género humano. Cuando el Creador hizo el mundo, cada individuo tomó para sí lo que necesitaba porque sobraban bienes, pero ahora ya está todo repartido y pretender lo ajeno es injusto.

     - Pero en  casos extremos admite ciertas excepciones.

     - ¿Podría decirme cuáles?

     - Las que sean de necesidad urgente y sean el único medio de remediar las

necesidades inmediatas.

     - En este momento comer una hamburguesa y tomar una gaseosa, pero para la Nochebuena dentro de un mes, un pan dulce madrileño, dos botellas de sidra, turrones, garrapiñadas, dulces y un sobre con dinero de regalo.

     - ¿Nada más? Ésas no son necesidades urgentes e inmediatas. Al menos así lo pienso yo. Y si un rico no se los quiere dar ¿qué haría?  

     - Podría robarle, dañarle su propiedad, amenazarlo, golpearlo, insultarlo, difamarlo, estafarlo, romperle sus instrumentos de trabajo, envenenarle su cachorro y muchísimas cosas más.

     -  Sin embargo, ésas no son acciones permitidas y usted está obligado a la templanza, o sea a moderar su apego a los bienes de este mundo. 

     - ¿Y quién puede decirme en qué consiste esa templanza?

     - ¿Quién? Yo.  Consiste en mantenerse igualmente alejado de la pobreza que de la riqueza.

     - Será como usted dice, señor, pero el caso es que yo no estoy de ninguna manera alejado de la pobreza, porque estoy metido dentro de ella.

     Los circunstanciales interlocutores comprendieron que no había manera de hacer concordar sus opiniones, y se separaron con estas palabras:

     - Lo espero el próximo 24 de diciembre en este mismo lugar a mediodía, para  obsequiarle un pan dulce y una botella de sidra.

     - Aquí estaré, pero que sea pan dulce importado de Milán y dos botellas de sidra francesa.    

AUTOBIOGRAFÍA DEL NÚMERO PI

AUTOBIOGRAFÍA DEL NÚMERO PI

     Soy una cifra numérica, nada más. Los  chicos de la escuela primaria dicen que valgo 3,14 y me llaman Pi, lo cual viene a ser  como mi apellido y mi nombre de pila al mismo tiempo. Me utilizan para calcular la longitud de la circunferencia multiplicándome por el valor de diámetro, que es como decir que si usted sabe que el radio de la circunferencia   es de 3 metros, un diámetro es el doble, y si a ese número lo multiplica por mí, obtiene como resultado que 18,84 metros es la longitud buscada de la circunferencia.

     Los del secundario son ya más respetuosos conmigo y saben que no soy un simple 3,14, así no más, sino que en realidad soy un 3,14159  y algo más que no importa para hacer cálculos, los que por otra parte serían muy largos y engorrosos. Hasta ahora los profesores se conforman con que yo sea 3,1416 y sanseabó. Total, para resolver problemas teóricos en el aula sin aplicaciones industriales, eso basta y sobra. En los colegios más exquisitos de las colectividades extranjeras, bilingües, se me tiene un poco más en consideración debido a que un hombre culto, redondeado como se dice, debe estar imbuido también de conocimientos humanísticos. Los estudiantes saben, por ejemplo, que mi nombre corresponde a la décimosexta del alfabeto griego y que soy de origen milenario. Los más inteligentes que se preparan para trabajar en Europa, están enterados por las dudas de que Arquímedes, matemático, científico e inventor  griego, 

nacido en la colonia griega de Siracusa, en Sicilia, Italia, hacia el año 287 antes de Cristo me prestó muchísima atención y anduvo medio obsesionado conmigo. Me empleó con harta frecuencia en sus operaciones numéricas de mecánica. De paso, y puesto que la sabiduría  está muy prestigiada, los más cultos saben además que este defensor mío murió apuñaleado mientras estaba dibujando figuras geométricas en la arena de la costa. El general romano que gobernaba por ese entonces en la isla había dado órdenes terminantes de respetar la vida del sabio, pero ya se sabe que los soldados son soldados y cuando nadie los mira se creen generales y deciden por su cuenta.

     Con los universitarios la cosa es ya más seria. Me tienen especial consideración pues además de lo anterior, conocen mi naturaleza más a fondo. Saben que soy aún más sutil y sofisticado que 3,14159, puesto que soy un número irracional con infinita cantidad de decimales, en otras palabras, que no termino nunca o sea que nadie puede conocerme del todo.  Para recordarlo cuando llega el momento recurren a una fórmula inventada  por un francés. Es un verso cada una de cuyas palabras indica ordenadamente los primeros números que me componen, contando las letras:

      Que j’ aime  à  faire  apprendre   un  nombre  utile  aux  sages

        3   1     4    1     5           9            2       6           5      3       5

     A los historiadores que han osado rastrear en mi árbol genealógico las cosas se les han presentado más complicadas. Las calculadoras no les sirven y tienen que rebuscar en tablillas de barro cocido, papiros, pergaminos e incunables. Han descubierto –y eso es cierto- que mi antecedente más remoto aparece relacionado con la rueda, la cual, como se sabe, es un hallazgo de los sabios caldeos. Para calcular la longitud de las llantas, multiplicaban el diámetro de la rueda por 3,14 , porque habían descubierto que una circunferencia cabe dentro de un cuadrado de igual medida que el diámetro y es por consiguiente más chica que él.  Pero a su vez, esa circunferencia puede contener dentro de ella  un cuadrado más pequeño cuyos vértices la toquen, o sea que yo vengo a ser más grande que 3, es decir, 3,14.

     Pero resulta que yo he vivido en varios países de la Antigüedad y en uno de esos viajes residí muchos años entre los matemáticos de Egipto. Esto lo descubrió casualmente un empecinado anticuario escocés, que de paseo en 1858 me encontró citado en un papiro y lo compró.

     No sé todavía qué divinidad habrá dispuesto que mi existencia estuviera siempre ligada a la de hombres famosos. Un individuo bastante metido en esto de saber y saber, fue un griego del siglo del siglo V antes de Cristo, muy estudioso  pero fantasioso y fabulador. Se llamaba Platón y enseñaba en los jardines de un tal Academus, un amigo suyo. En la puerta de su casa había grabado una inscripción que se ha hecho muy famosa: “No entre aquí el que ignore geometría.” Algunos afirman que fue el filósofo antiguo más eminente, y no lo discuto porque no conozco nada de esta ciencia. El caso es que este griego anduvo entrometido con casi toda la sabiduría, la creación del mundo, la naturaliza divina, la formación de las ideas, la condición del hombre en el universo y la virtud. Hasta llegó a imaginar una república ideal y perfecta. En lo que a mí concierne, me implicó en su teoría de que Dios formó el universo con su inteligencia infinita sobre la base de formas geométricas. En ese fascinante mundo de símbolos aparezco yo, en la relación de triángulos y círculos. Las verdades eternas, esos modelos primeros  son productos de la inteligencia de la inteligencia divina, por donde viene a resultar misteriosamente que yo, un modestísimo Pi, existo porque fui pensado por Dios. Realmente es un inmerecido honor para mí, sobre todo considerando que apenas soy una modesta cifra entre los modelos del sol y los astros.

     Pero no termina aquí mi trajinada historia. Un mozalbete indio del siglo V a.C., conocido por el nombre de Ariabhata, vino a desenmascararme probando que yo no era exactamente 3,14, sino en verdad  3,1416. Lo escribió en un libro poco conocido donde aparezco entremezclado entre asuntos de la astronomía, trigonometría plana y esférica, aritmética, algebra y otras ciencias más.

     Por supuesto que con el desarrollo de las ciencias el conocimiento de mi naturaleza ha progresado notablemente. Ya me tienen casi acorralado dos científicos japoneses, Tamura y Kanada que han logrado ampliar el esquema de mi intimidad hasta un grado extraordinario. Hasta ahora han llegado a saber  que yo soy 3,14159 y dieciséis millones de decimales más, con la promesa de que pronto llegarán a conocer 100.000.000 de decimales. Es muy probable que logren su promesa a medida que las computadoras se perfeccionen, pero les va a costar muchísimo dinero, por donde vengo a enterarme de que además de divino soy el número más caro de la historia. Pero bueno, las cosas son así y hay que aceptarlas.

     Lo que nunca supe ni imaginé es que yo tenía un pariente, una especie de primo hermano, un gigante numérico, digamos. Se llama Googol y es un número grande, muy grande, consistente en un 1 seguido de cien ceros. Ese número es tan enorme que  poquísimas cosas hay en la tierra que lleguen a estar compuestas con esa cantidad de partes. El número de gotas de agua caída con las lluvias en Nueva Y

ork durante un siglo es muchísimo inferir al Googol. El total de granos de arena de la playa Coney Island, en el estado de Nueva York, es apenas un 1 seguido de 20 ceros.

     A mí el nombre me lo pusieron en la Antigüedad y nadie conoce al ocurrente que me bautizó con una letra griega. Más suerte tuvo en cambio mi pariente numérico. El doctor Edgard Kasner, norteamericano y profesor de la Universidad de Columbia, preocupado por la idea del número 1 seguido de 100 ceros, le pidió a un sobrino de nueve años que inventara su nombre, y el chiquillo le propuso Googol, una palabra caprichosa sin significado alguno. Pero con el tal profesor Kasner no se conformaba con poco, pensó que todavía el Googol no era el número más grande que se podía imaginar dado que podrían seguir agregándosele más ceros todavía. ¿Pero cuántos ceros? Por más grande que llegara a ser la cifra, siempre habría una mayor. Inventó entonces el Googolplex, es decir, un número 1 seguido de tantos ceros como pudiera escribir una persona hasta agotarse físicamente  y no poder escribir más. Curiosa solución por supuesto y además humorística, porque en virtud de ella el campeón de boxeo Mohamed Alí resultaría más matemático que Albert Einstein, puesto que demoraría más tiempo en fatigarse escribiendo números que el matemático judío.

     El Googolplex es un número muchísimo más extenso que el Googol, porque es un  1 seguido de un Googol de ceros, y aun así, no sería el último número posible de imaginar y escribir. Si uno viajara por el espacio a la estrella más lejana, la circunvalara y regresara a la tierra poniendo ceros en el  camino, uno detrás de otros, todavía no alcanzaría el valor final.

     Hasta aquí mi biografía, mi vapuleada existencia por el mundo de la mente humana. Los matemáticos persisten en su obsesión de llegar algún día al final de mí, negándose a aceptar que cuando lleguen a descubrir cien millones de decimales más, les faltarán todavía cientos de millones más. En consecuencia, yo soy hasta ahora un número inalcanzable. Es absurdo cualquier intento de ir más lejos.

     Sin embargo, no es justo que yo especule tanto con mi secreto. Por eso quisiera terminar  esta biografía con mi propia opinión de mí. ¿Podrá conocerse alguna vez el número total de decimales de Pi? Los que han seguido mi historia  seguramente dirán que no.  Sin embargo no es ésa la respuesta correcta. La buena contestación dice: “Es posible que sí en el término de un Googolplex o varios más, el día en que los hombres sean como los dioses.” Mientras tanto, estimado lector, manténgase alejado del problema porque el proveedor de alimentos no le hará seguramente cuestión de precios si usted le paga  $3,1416 o $ 3,14159.   

        

EL GRAN GLOBALIZADOR

EL GRAN GLOBALIZADOR

Esa mañana llamó a su camarero y le ordenó un té con leche y galletas de agua, al tiempo que hizo venir a su secretario privado para resolver los asuntos del día. 

  - ¿Qué novedades hoy? –le preguntó.

      - Dos, señor. Buenos Aires pregunta a qué precio debe sacar a la venta esta semana el  desodorante de ambientes; y Nueva York si debe comprar acciones de la World Oil Company o esperar a que bajen un poco más.

     - A la primera conteste que suba un 10 % esta semana y otro 10 % más la próxima. A Nueva York  que compre hoy 100.000 acciones y las venda mañana si baja la cotización en el mercado. 

    Sus apariciones inesperadas no favorecían conjetura alguna acerca de sus movimientos. De pronto se aparecía en una reunión de banqueros en un emirato árabe, de pronto en una ceremonia de graduados en la Universidad de Yale o Princeton. Familiares no se le conocían ni tampoco amigos íntimos ni socios profesionales, pero seguramente debía de tenerlos. Se hacía llamar Megamagno (mega, grande en griego, más magno, grande en latín), es decir “el dos veces grande”, evidentemente un seudónimo que impedía su identificación, tal vez un multimillonario voraz, poseedor de una inmensa fortuna, propietario de múltiples compañías, quizás relacionado con alguna orden secreta mundial.

     - ¿Qué hay de nuestra competidora? –preguntó a su asistente.

     - En eso estoy precisamente, don Megamagno. Parece que están por lanzar a la venta un nuevo perfume.

     Instantáneamente Megamagno tomó el teléfono y se comunicó con el director de French Parfums ordenándole que suspendiera las ventas del año y creara un perfume nuevo mezclando otros anteriores y lo denominara Pegasus, con un envase diferente.

   -Haga una promoción especial de lanzamiento y establezca de premio para el primer comprador un viaje a Hong Kong.

   A la hora del llamado, Megamagno tomó nuevamente el teléfono y se comunicó con el responsable de French Parfums.

  - He cambiado de idea –le expresó-. Dar un premio podría desprestigiar  al producto. Está destinado a los millonarios y ellos no comprarán un perfume que haga regalos populares. Son muy susceptibles en ese sentido y no quieren ser confundidos.

     - ¿Y por qué no le cambia entonces el nombre, don Megamagno? Si usted no lo toma a mal, le sugiero llamarlo Millenium Parfum  y promoverlo bajo el lema Only  for very wealthy people (Solamente para ricos).

     - De acuerdo, ponga en marcha el plan de inmediato.

     A continuación se puso a leer el boletín diario del Financial News. Lo dejó súbitamente  en su asiento y llamó con premura a su secretario:

     - Que nuestro Banco de Ultramar se declare en bancarrota  y anuncie que solamente podrá pagar a los inversores un 15 % de sus inversiones.  

     A la una de la tarde, pasó a su comedor privado para almorzar. El mucamo le recitó  el menú del día: la habitual copa de whisky escocés añejo de veinte años con hielo para preparar el estómago; una entrada de salmón ahumado de Alaska con salsa indonesa y papas hervidas de Iowa, rociadas con aceite de oliva de Andalucía,  una dieta sustanciosa sin colesterol, aconsejada por su nutricionista. Como postre un bol de frutas tropicales del Caribe, con crema de Corinto. Esperó unos minutos hojeando una revista de modas, hasta que se abrió la puerta de su ascensor privado y entró una damisela pizpireta.        

     Ni uno ni otra demostraron emoción en sus actos. Ni Megamagno ni la recién llegada eran personas  de andarse con arrumacos sentimentales. Entre ambos había como un acuerdo tácito de no interferir sus obligaciones profesionales con los sentimientos. Reina había sido, no se sabe si Miss Mundo o Miss Universo, pero reina al fin. Probablemente fuera oriunda de Venezuela, que tantos concursos de belleza suelen ganar las jóvenes provenientes de ese país. Ambos pensaban que el amor perturba los negocios y sólo son libres los que no aman. Almorzaron y se separaron.

     Megamagno dormitó su ritual media hora con los ojos entornados sin fumar, por su acendrado miedo al tabaquismo. Un caramelo macrobiótico entretuvo su lengua en ese lapso hasta que llegara la agenda vespertina a cumplir. Pasó a su gimnasio donde vibradores, masajeadores, osciladores y caminadores mecánicos al cuidado de un entrenador personal se encargaron de hacerle cumplir sin esfuerzo la cuota diaria de ejercicio físico necesaria para vivir los cien años de vida.   

    Concluido el esfuerzo, Megamagno volvió a llamar a su secretario. Lo interrogó sobre las novedades y su privado le comentó la de último momento. Por Radio Vaticano acababa de difundirse un comentario adverso a la globalización.  Se advertía a los creyentes no dejarse arrastrar de aquí para allá por la oleada de la propaganda consumista, como una barca sin rumbo, y recordar la astucia de los globalizadores en sus prédicas. El secretario pidió permiso a su superior y agregó su opinión adversa.

     - Pero esa noticia no nos involucra –expresó Megamagno­-. Nosotros los globalizadores sólo queremos vender, y la publicidad no es una ideología. No nos importa si el comprador  es católico, judío, o musulmán.

     - ¿Pero qué pasa si a algún obispo, rabino o imán, se le ocurre hacernos frente?

     - Pues fabricaremos sus rosarios, cirios, relicarios y talismanes, imprimiremos sus libros sagrados, y los venderemos en todo el mundo.       

         Aunque Megamagno ocultaba en toda ocasión sus pensamientos íntimos, esta vez   

    consideró necesario extenderse un poco más. Explicó que su estrategia globalizadora 

    consistía en refugiarse en cada lugar en la tradición cultural y aprovecharse de sus     

    creencias. Afirmar, dialogar y nunca discutir, tentar con premios y sobornos a las    

    autoridades, entrar en los resquicios mentales de los clientes y así vencer.

- Disculpe, señor, ¿usted quiere decir que tiene que globalizar también a Dios?                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                   

- A Dios por supuesto que no, pero a los creyentes, sí.

ALICIA LA PIQUETERA

ALICIA LA PIQUETERA

      Se levantó ese día para cumplir su trabajo habitual. Desayunó, acomodó en su biblioteca los libros en que había estudiado para su último examen, desayunó y se endilgó su uniforme de trabajo, zapatillas deportivas, pantalón vaquero descolorido y deshilachado, camisa colgante y gorro pasamontaña. Extrajo de un bolsillo un papelito arrugado con una dirección y salió hacia la estación de trenes Constitución.  Gritó “Chau, vuelvo tarde”, sin esperar respuesta y salió dando un portazo. Una vez en la estación se juntó con sus compañeros que aparecieron de los baños y salas de espera.       

     El grupo formó fila a la entrada cubiertos sus rostros y con bastones en sus manos. En el centro de la fila Alicia daba los órdenes. Nadie podía entrar ni salir del edificio. La policía uniformada cercaba el local para evitar desmanes sin intervenir en el conflicto, conforme a las consignas recibidas. Dos ambulancias estaban disponibles para emergencias, un helicóptero sobrevolaba el espacio y los periodistas y camarógrafos garabateaban sus movimientos entre la multitud observadora. La fuerza del orden

reconocía a los dirigentes piqueteros pero prestaba particular atención a Alicia, al centro de la primera fila. Podían carteles y pancartas con las conocidas leyendas de “Yanquis afuera”, “Basta de Fondo Monetario”,  “Los pobres al gobierno”, y así tantas otras. Alicia sabía que sus compañeros no conocían esas instituciones, ni distinguían entre el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo, y le bastaba con que quemaran cubiertas de automóviles, soplaran pitos, revolvieran matracas, y saltaran al compás de tambores y tamboriles.

     Hacia la caída del sol, un hombre de pelo recortado, impecable traje negro y anteojos oscuros, se dirigió directamente hacia Alicia, y en tono respetuoso tono dijo:

     - Señorita, el señor Presidente tendría mucho gusto en poder conversar esta noche con usted.

     - ¿Conmigo? ¿Para qué?

     - No lo sé, señorita. Si acepta la invitación, nosotros nos encargaríamos de lo demás.

     Alicia le pidió cinco minutos para consultarlo con sus compañeros y así lo hizo, al cabo de los cuales la propuesta fue aceptada. La entrevista se efectuaría a las once en un lugar reservado y sin testigos.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                  

         Dicho y hecho. A la hora convenida dos individuos parapetados detrás de anteojos oscuros y sombreros aludos la subieron a un automóvil negro con vidrios del mismo color y cortinillas internas, y al término de una media hora de viaje le desataron la venda de los ojos, le pasaron un detector de metales por el cuerpo, y la introdujeron en un despacho sobrio, con un mínimo de muebles y ninguna insignia ni fotografía en los muros.

     - Adelante, señorita, tome asiento –le dijo el Presidente sin ponerse de pie y señalándole una silla delante del escritorio.

     Alicia, aunque descarada, concurrió vestida con un coqueto traje sastre, y la  cabeza  descubierta. La entrevista duró una hora, durante la cual intercambiaron palabras, café y cigarrillos. El Presidente administró la conversación y Alicia redujo su papel a responder. Confirmó a su interlocutor que acababa de graduarse en licenciada en sociología, que trabajaba en  favor de los pobres y desprotegidos de la sociedad, y eludió con astucia las preguntas sobre sus autores favoritos, porque eso habría dado indicios sobre su ideología. Admitió que había creado un velatorio de lujo para los muertos humildes, donde se velaba por una noche a los fallecidos y se los retiraba a la mañana siguiente en un ataúd de pino para ser inhumados en el cementerio. Al menos por una noche conocerían el esplendor de la riqueza. La reunión y los temas tratados no se dieron a publicidad, pero algo había quedado pendiente, según podía esperarse del saludo final: “Nos veremos, Alicia.”

     Los piquetes continuaron realizándose, pero en un tono más alarmante. La fila de encapuchados de primera fila se había triplicado, los manifestantes vestían pecheras amarillas, blancas, rojas y verdes distintivas de cada grupo disidente, banderas de por lo menos treinta grupos y países, y los mismos ruidos anteriores incrementados con explosiones de petardos y bombas de estruendo. Detrás de ellos venían mujeres con sus niños en brazos y cochecitos, ancianos e inválidos en sillas de rueda reclamando aumentos de sueldo y pensiones,  casa propia, vacaciones pagadas y turismo gratuito, canastas de comidas diarias, remedios gratis y hasta alimentos para los pobres de Biafra.

       Habrían pasado unas dos o tres semanas cuando Alicia  comprobó que el dinero disponible para dar de comer a los manifestantes se agotaba. Remedió la escasez con una nueva idea, cobrar peaje para entrar o salir de la estación. Aunque los trabajadores protestaron al principio, poco a poco se acomodaron a la nueva exigencia porque más perjudicial les resultaba perder el salario del día, y en cuanto a los seguidores de Alicia, aplaudieron contentos la iniciativa que los beneficiaba con el agregado de dos tazas de café a la dieta diaria. Los empresarios del ferrocarril simulaban en declaraciones públicas repudiar el atropello pero en secreto se sentían reconfortados en recuperar en parte los ingresos perdidos en los últimos tiempos. El único perjudicado era el Presidente del país por el creciente aumento del caos popular y los insultos personales que se iban agregando en las pancartas. Su paciencia estalló cuando le hicieron conocer un insulto personal, “Cambio Presidente por diablo. Pago la diferencia.”.

     De inmediato hizo venir a su despacho a Alicia, que en definitiva se llamaba Alicia Monteavaro, y mantuvo con ella otro diálogo privado:

     - Le ofrezco un trato: si usted abandona la conducción de los piquetes, le aseguro un escaño en la Legislatura y un subsidio vitalicio para su madre y otro para su padre.   

     - Por mis viejos no se preocupe, Presidente, hace tiempo que me separé de ellos. ¿Cómo se puede ser hija de un obrero más pobre que las ratas que va una vez por mes a la iglesia de San Cayetano a rezar para le aumenten el salario?

     - Bueno, Alicia , elija usted.

     - Está bien, ¿me da unos días para pensarlo? Mis camaradas me tomarían por una traidora.

     - Categóricamente no, Alicia. El tiempo apremia y si usted no acepta, tengo otras opciones para manejarme.

    - Si es así, entonces acepo, Presidente. Preferiría un cargo en la UNESCO  en París.

    Alicia se puso a delinear el plan con los ayudantes del magistrado y a moverse sin descanso entre los piqueteros. Conforme a lo pactado recibió su nombramiento como asesora de la delegación nacional y un monto indeterminado de dólares para gastos de traslado, instalación, alquileres, propinas y anexos imprevistos. Tomó el avión a París y alquiló un departamento en el Barrio Latino a nombre de Alicia Monteavaro, de profesión pedicura. Si el agua de un río se encuentra en su camino con una fractura del lecho, no le queda más opción que convertirse en cascada, decía y pensaba. Por eso se había hecho oficialista, lo cual no le impedía que se reconvirtiera en piquetera una vez

que corriera por cauce llano. En su adolescencia le habían dicho  que las clases sociales      se han hecho para odiarse, y ella, odiar por odiar,  se había  inclinado por odiar a los ricos que tenían poder, sin diferenciar entre ricos buenos y ricos malos, y sin darse cuenta tampoco de que el bien y el mal son asunto de las personas y no de las clases. Su lema había sido siempre  “Todo puede ser de otra manera” y nadie había podido hacerla cambiar de opinión.

     Se guardaba muy bien de hablar de sus ideas por lo peligroso que resultaba publicarlas. Su lema lo había reforzado con el de un compañero de ruta creador del lema “Si me escupen y me conviene, digo que llueve.”  Y en homenaje a la verdad no le había ido mal. Alicia se involucró con grupos de disconformes y rezongones europeos y latinoamericanos y acompañó cuanta manifestación callejera se presentaba. Abogó por la disminución de la semana laboral, por la venta libre de estupefacientes, por las vacaciones anuales gratuitas de los desocupados, sin importarle si la demanda era justa o injusta, razonable o antojadiza. A falta de esposo, se había casado con la idea del caos, y con esa comía, dormía, piqueteaba y rompía.

     Alojó clandestinamente en su departamento a un terrorista canadiense, ocultó cocaína en su desván, invadió con activistas un supermercado parisiense exigiendo como regalo paquetes de golosinas para los niños pobres y sirvió de apoyo a dos amigos en el robo de tres cajeros automáticos. No buscaba,  para decirlo con justicia, dinero en los asaltos, dejaba que los camaradas se lo repartieran entre sí y su diversión consistía en ver sufrir a los contrarios.  El saber no cambia nada, las bombas sí. Su actividad llegó al escándalo cuando se enfureció con un agregado cultural africano, a quien agravió en una reunión oficial diciéndole que su patria era un zoológico de tigres, elefantes y negros, y a un hispanoamericano que su país era una colonia bananera. Con los franceses no se metía porque estaba en su territorio, pero no desperdiciaba ocasión para cuchichear que “endiosan la revolución pero no quieren el cambio.”

     Mientras tanto en Buenos Aires el Presidente estaba al corriente de las malandanzas         

de su compatriota que ponía en peligro las buenas relaciones con Francia.y le ordenó el inmediato regreso al país. Pero Alicia no acató la orden, y una madrugada su cuerpo fue hallado estrellado contra el suelo de la acera. La policía recogió el cuerpo, lo enfundó en una bolsa de plástico negro y lo llevó a la morgue. La hipótesis aceptada de la muerte fue que la extinta se había suicidado arrojándose por el balcón. Nadie reclamó su cuerpo y fue sepultado en el cementerio de Père Lachaise como N.N.

     Sin embargo, aunque las conjeturas no coincidieron por algún tiempo con la versión policial francesa, nadie volvió a ver otra vez en Buenos Aires a Alicia Monteavaro, más conocida como Alicia la Piquetero.   

LLEGARON LOS GITANOS

LLEGARON LOS GITANOS

     A medida que los vehículos se aproximaban a la ciudad el intendente comenzó a ponerse nervioso. Nadie sabe por qué razón, pero el caso es que temía las próximas actividades de los gitanos: la tradición no las consideraba del todo honorables y con eso bastaba.

     Se detuvieron a la entrada, levantaron sus carpas y en cada una de ellas se instaló una familia. Los chiquillos formaron grupos de curiosos para espiarlos pues se los consideraba emparentados con una raza extraña, dirigida por un rey propio y con leyes propias. En su vida comercial se manejaban con monedas de oro, hablaban entre sí una lengua llamada romaní, no pagaban impuestos ni alquiler por el terreno que ocupaban y se desparramaban por la ciudad, hombres y mujeres, los primeros ofreciendo cacharros de bronce o metales, y las segundas adivinando el porvenir por las palmas de la mano. Unos y otros, pero no todos, no reconocían la propiedad ajena y birlaban lo ajeno si llegaba el caso, para transportarlo a su reino ambulante.

     Al tercer día, una figura femenina encubierta con una manta se acercó a la fogata central del campamento y pidió hablar con el rey. En su media lengua romaní-española el rey dialogó con la forastera, y pidió que permaneciera alejada unos minutos mientras él  parlamentaba con los otros patriarcas. Los gitanos tienen una máxima consideración por sus mujeres, que no deambulan por las ciudades sin otra compañía femenina.

     - ¿Cuánto valdría esa mujer si un gitano tuviera que pagar el “precio de la novia”?

     - Unas 100 libras esterlinas. Pero ésta se ofrece sin precio alguno porque dice no tener familia. Será un gran negocio para el gitano que se la lleve. La sorteamos entre nuestros solteros, y al que le toque le toca. Un negocio redondo.

     - ¿Y de qué trabajará en la tribu?

     - Mañana la probaremos y decidiremos. Por esta noche dormirá en una de las carpas.

     En la prueba los jefes convinieron en que no tenía aptitudes para bailar y que el marido sorteado, Antulo, le enseñaría a adivinar la suerte. En lo sucesivo se llamaría Florinda.

     Así las cosas, Florinda acompañada de otra gitana experta, se dedicó a ofrecer de casa en casa la lectura de la suerte. Cobraba sus servicios en moneda local y los cambiaba en libras esterlinas en un banco. En los treinta días que duró el asentamiento de los gitanos Florinda le llevó 700 libras a su esposo Antulo, quien no salía de su exaltación: una mujer hermosa como una flor sin pago alguno, y una fortuna en su caja de caudales. En el campamento todos festejaban la adquisición hasta que una noche Florinda desapareció después de robar las monedas acumuladas en sus cofres por los jefes de clan.

     Nunca más se supo de ella, aunque se sospechaba que los gitanos habían sido víctimas de una ladrona profesional. En la ciudad la noticia corrió de boca en boca y por fin se extinguió la duda sobre si los gitanos robaban o no.  

FOTOS PARA LA POSTERIDAD

FOTOS PARA LA POSTERIDAD

 

     La moda de fotografiarse para la posteridad se inició cuando Fotolito descubrió que una placa de papel era mucho más económica que una estatua de bronce o un cuadro al óleo.

     Los abuelos siempre tuvieron la obsesión de fotografiarse, vaya uno a saber porqué. Solos o rodeados de su familia, hacían imprimir sus imágenes en color sepia y las colgaban de la pared enmarcadas en gruesos armatostes. Por ese procedimiento los  parientes venideros podrían enterarse de sus virtudes. Coincidió esta costumbre con la aparición de una nueva ciencia, la fisiognómica, según la cual el rostro mostraba el espíritu: mentón cuadrado reflejaba una voluntad inquebrantable; bigotes espesos en manubrio revelaban severidad en las costumbres; nariz recta y frente alta eran signo natural de inteligencia y firmeza en las convicciones. Las conformaciones más vergonzantes eran las orejas en punta que sugerían la ignorancia de los asnos, y la frente estrecha, por su parecido con los monos.

     Fotolito, nuestro protagonista, combinando el arte de la fotografía con la cosmética y la caracterización teatral, llegó así a generar los nuevos patricios para la posteridad. La calvicie la disimulaba con pelucas, las carencias dentales las rellenaba con dientes de madera pintados de blanco; la riqueza se simulaba con una cadena de gruesos eslabones dorados circuncidando el abdomen,  y la nobleza con un collar de grueso calibre sosteniendo un medallón como sol. Con medallas de utilería se mentían supuestas victorias militares, y con corbatas negras voladores se insinuaba el talento poético. No existían por esos tiempos las inyecciones de bótox ni los rellenos musculares de  silicona, que se disimulaban con almohadones de lana. Para esconder el embarazo prematuro se inventaron las polleras con miriñaque o armazones de alambre, al tiempo que las arrugas de los ojos se emplastaban con masilla de carpintero. A los familiares encorvados los sostenían con trípodes por detrás, a los rengos los fotografiaban sentados y a los tuertos en tres cuartos de perfil.

     - ¿Cómo quiere que lo fotografíe? –inquiría cierta vez el obsequioso Fotolito a su cliente.

     - Como el general Roca en su expedición a los indios ranqueles.

     - Lo siento mucho, señor, pero no tengo un quepis de esa época.

     - ¿Podría ser entonces como el brigadier general Juan Manuel de Rosas? Tengo entendido que él también hizo una expedición contra los indios.

     - Así fue en efecto, mi estimado señor, pero no se lo aconsejo porque el país está divido en rosistas y antirrosistas.

     - Entonces podría ser como Bernardino Rivadavia; también fue un hombre importante en la historia.

     - Por supuesto, señor, pero fue civil y no usaba uniforme militar. No podríamos emplear las medallas y condecoraciones. Además era retacón, mulato, panzón y con pelo duro.

     - Bueno, don Fotolito, a este paso sólo me queda el general San Martín. ¿Qué le parece?

     - No, eso sí que no. El general San Martín es intocable. No me animo ni se lo aconsejo. Nadie lo ha hecho hasta ahora ni lo hará.

     - Acabemos, caballero, ¿o usted me va a decir ahora como quiero parecer yo? Yo necesito aparecer a mis descendientes como militar.  

     - En ese caso, mi estimado señor, podríamos imitar al general Urquiza, el vencedor de Caseros. Tengo uniformes parecidos a los de esa época, aunque le advierto que después de la batalla desfiló en la ciudad de Buenos Aires montado, con poncho blanco y galera negra de copa.

     -En ese caso, podríamos hacer una combinación: con bigotes como un kaiser alemán,  uniforme militar y condecoraciones, de pie, una franja presidencial con borla cruzada al frente, y una galera negra en el brazo.     

     - Podría ser, pero sus amigos actuales no lo reconocerán.

     - No interesa, porque la foto no es para ellos sino para mis nietos, biznietos y demás descendientes. Quiero que puedan mostrar con orgullo a este antepasado. Para ese entonces yo estaré muerto y nadie podrá poner en duda mi figura.

     - De acuerdo, señor. Entonces pase al tocador de la sala de atrás.

     Con los años don Fotolito y su cliente murieron y el cuadro se perdió en una subasta de antigüedades.   

LA SEÑORITA SORIA

LA SEÑORITA SORIA

 

     Era soltera y le decíamos “señorita”,  no porque fuera soltera, sino porque en la provincia se denominaban señoritas  las maestras de la primaria. Enseñaba en quinto grado, y era tan plácida que no parecía persona de este mundo. Llamarla dulce no sería apropiado, debido a que no lo era: su presencia no trasuntaba precisamente dulzura, que viene a ser una especie de placer comparable al del azúcar. Era algo distinto que yo no alcanzo a expresar, como tampoco ninguno de sus alumnos. Esta falta de palabras no impedía nuestro cariño hacia ella, porque nos atraía sin más ni más, sin necesidad de explicaciones de diccionario.

    Al sonar la campana de entrada a clase, los alumnos mirábamos a la puerta de la sala de maestras para comprobar si ese día no había faltado por enfermedad, y entre las veintiuna maestras, nuestros ojos la buscaban con ansiedad. Cuando la veíamos decíamos “¡Vino!”, contentos con el día de felicidad que nos esperaba.” Con los años pude descubrir que en realidad esa especie de atracción o magnetismo no se originaba en su aspecto físico, porque no brillaba como la diosa de un cuento romántico, sino que era algo inexplicable, un asunto de nuestras almas. Su toque de distinción nos resultaba un misterio.

     Era justa e imparcial como lo eran las demás maestras, nos quería a todos como si fuéramos sus hijos, pero yo estaba seguro de que a mí me quería algo más aunque trataba de disimularlo para no desanimar a nadie. Yo lo notaba en el levísimo movimiento de las comisuras de sus labios cuando le respondía primero en sus ejercicios de cálculo oral, o cuando no había otro en el aula  que supiera que el picaflor o colibrí es el único pájaro de la naturaleza que se mantiene quieto en el aire y vuela para adelante y para atrás. Ella se había dado cuenta de que yo me había convertido en un asiduo lector en la Biblioteca Pública de cuanto libro nos recomendara, desde la  Enciclopedia Hispanoamericana de la Biblioteca Pública, donde todo estaba escrito, hasta la botánica de Langlebert y la física de Renouvier, traducidos del francés. Eso llenaba de gozo.

     Jamás hizo diferenciación entre sus alumnos. En las clases nos llamaba por el apellido y no por el nombre de pila, como se usaba en aquellos años. En una reunión de docentes alguien le preguntó quién era el mejor alumno del grado y ella trató de ocultar su preferencia con una contestación ambigua: “Todos son mejores por ahora. Al terminar el año veremos las notas finales y lo sabremos.” Era una declarada enemiga de  la competencia entre sus discípulos, pero sin embargo le regocijaban los estudiantes adelantados y estudiosos.

     Un día me sorprendió con una inesperada propuesta: quería conocer a mi mamá. Mi viejita preparó nuestra humilde vivienda para tan prominente visita: lavó los pisos, pulió los vidrios, fregó la cocina, planchó cuanto trapo había, y preparó la vajilla para tan la merienda. Vestimos nuestras  mejores ropas y nos dispusimos a recibir a tan importante la visitante. ¡La señorita Soria en mi casa! Yo temblaba para mis adentros, aunque estaba seguro de que no venía para nada malo.        

     La señorita llegó con exactitud a la hora convenida, vestida con la sencillez y la dignidad adecuada a su persona. La reunión fue como una reunión social cualquiera. Se habló del tiempo, de la sequía en el campo, de la mejor forma de cocinar un guiso de carne, de la próxima inauguración de un asilo de ancianos. Nada de política ni de religión, y naturalmente, nada de chismes vecinales.

     En determinado momento, la señorita Soria le preguntó a mi mamá si podía hablar a solas con ellas. Naturalmente que ella aceptó la propuesta. Los demás nos retiramos con respeto del lugar. Nunca supe de qué hablaron, porque guardaron en secreto sus palabras. Sólo conservo en mis recuerdos la frase que mi mamá dijo ni bien ella se fue: “¡Qué maravilla de mujer te ha tocado, hijo mío!”

     Han pasado cuarenta años de aquel día. Algo me dice adentro que estoy en deuda con la señorita Soria. Uno de estos días iré al cementerio a depositar una flor en su tumba, no porque crea que sus huesos la necesiten, sino porque estoy convencido de que ella me estará  mirando desde otro lugar.

EL ASESINO DE MOSCAS

EL ASESINO DE MOSCAS

          Matar está prohibido en todo el mundo, y es natural que así sea porque nadie puede disponer de la vida ajena. Sin embargo, el pleito surgió cuando un caballero político de Animalville, míster John Doe, tuvo la desafortunada ocurrencia de matar a una obstinada mosca que insistía en posarse sobre su cabeza durante una entrevista por televisión. Seis horas después un periódico especializado en primicias publicaba una fotografía del hecho con el título de Asesino de moscas.

     Matar una mosca no es ninguna noticia cuando lo comete un hombre común de la calle, pero cuando el matador es un personaje importante como lo era el arriba citado, la cosa cambia mucho. John Doe reunió de inmediato a sus veintidós asesores y les pidió consejo para esfumar la desagradable situación antes de que la Sociedad Protectora de Animales pusiera el  grito en el cielo. El especialista en imagen visual recomendó borrar la mosca de la fotografía y poner en su reemplazo una estrellita brillante como sugiriendo simbólicamente que John Doe no se dejaba engañar por pensamientos nefastos. El consejero de sonoridades compartió este punto de vista, a condición de que se reforzara este simbolismo con un ángel sonando un clarín para hacer notar que John Doe contaba en sus decisiones con la colaboración de un ser superior que lo defendía.

     El  asesor en lingüística latina recomendó principiar por las palabras del título que debían ser trocadas para reforzar con palabras la imagen visual.

     - Musca  -dijo- es en latín un insecto volador que vive en los ámbitos domésticos, pariente de los mosquitos y los moscardones, de la familia de los muscáridos y, por lo tanto, como animal, no puede ser matado. Debe de alguna manera conservarse en el título. De paso, nos anticipamos a una eventual reclamación de las Naciones Unidas, que tiembla cada vez que se habla de muerte.

     - Totalmente de acuerdo con mi colega –precisó el asesor en lingüística árabe-, dejemos la palabra “mosca”, no la toquemos, y vayamos a la palabra “asesino”, que proviene del árabe.

     - Me parece razonable –opinó John Doe-. Continúe.

     - Assassin se decía al miembro de una secta religiosa musulmana secreta que estaba autorizada a matar a los Cruzados enemigos. Lo hacían bajo la influencia de la droga hashish. Nos conviene suprimirla para no malquistarnos con los árabes.

     - Conforme –dictaminó John Doe-. ¿Y en latín no tenemos algún refrán que nos sirva? –continuó mirando al asesor en lingüística latina.

    - Por  supuesto, señor, el latín sirve para todo. Por ejemplo tenemos el refrán Aquila non capit muscas (El águila no caza moscas), aunque no lo recomiendo en nuestro caso porque el Movimiento Universal contra la Discriminación podría interpretarlo como un desprecio encubierto hacia las moscas. Yo iría más bien al diccionario de la Real Academia Española.

     - ¿Real dijo? Ni loco, me acusarían de fascista antidemocrático.

     - Bueno, pero podríamos traducirlo al inglés. Fíjese, señor, las frases que tienen en español: papar moscas, soltar la mosca, mosca de la carne, mosca de la aceituna, mosca del queso, mosca de un día, mosca blanca, mosquita muerta y muchas otras que en este momento no recuerdo. Combinando entre tantas palabras, podríamos alcanzar una leyenda perfecta, digamos por ejemplo, “A mosca muerta, mosca puesta”.

     - No está mal, pero se me ocurre otra.  ¿Qué le parece “Muerta en el cumplimiento de su deber.”

     - No suena mal, pero pensándolo entre todos podríamos a lo mejor encontrar otra más conveniente.

     - Está bien, pero les doy cuatro horas para encontrarla. Cuando la tengan, me avisan.

     John Doe se retiró de la reunión a continuar con sus quehaceres políticos. El asesor en lingüística latina recordó en esos instantes un refrán español que dice “Por un perro que maté, mataperros me llamaron”, y entró en pánico. Si no nos apuramos, pensó, los adversarios inventarán en inglés “Esta mosca maté y con otras seguiré”.  

     En efecto, eso hicieron y John Doe perdió las elecciones. Su sucesor aprovechó la experiencia ajena y antes de cada entrevista o conferencia de prensa hacía desinsectizar escrupulosamente la sala.