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CUENTO CORTO/ CARLOS A. LOPRETE

EL GRAN GLOBALIZADOR

EL GRAN GLOBALIZADOR

Esa mañana llamó a su camarero y le ordenó un té con leche y galletas de agua, al tiempo que hizo venir a su secretario privado para resolver los asuntos del día. 

  - ¿Qué novedades hoy? –le preguntó.

      - Dos, señor. Buenos Aires pregunta a qué precio debe sacar a la venta esta semana el  desodorante de ambientes; y Nueva York si debe comprar acciones de la World Oil Company o esperar a que bajen un poco más.

     - A la primera conteste que suba un 10 % esta semana y otro 10 % más la próxima. A Nueva York  que compre hoy 100.000 acciones y las venda mañana si baja la cotización en el mercado. 

    Sus apariciones inesperadas no favorecían conjetura alguna acerca de sus movimientos. De pronto se aparecía en una reunión de banqueros en un emirato árabe, de pronto en una ceremonia de graduados en la Universidad de Yale o Princeton. Familiares no se le conocían ni tampoco amigos íntimos ni socios profesionales, pero seguramente debía de tenerlos. Se hacía llamar Megamagno (mega, grande en griego, más magno, grande en latín), es decir “el dos veces grande”, evidentemente un seudónimo que impedía su identificación, tal vez un multimillonario voraz, poseedor de una inmensa fortuna, propietario de múltiples compañías, quizás relacionado con alguna orden secreta mundial.

     - ¿Qué hay de nuestra competidora? –preguntó a su asistente.

     - En eso estoy precisamente, don Megamagno. Parece que están por lanzar a la venta un nuevo perfume.

     Instantáneamente Megamagno tomó el teléfono y se comunicó con el director de French Parfums ordenándole que suspendiera las ventas del año y creara un perfume nuevo mezclando otros anteriores y lo denominara Pegasus, con un envase diferente.

   -Haga una promoción especial de lanzamiento y establezca de premio para el primer comprador un viaje a Hong Kong.

   A la hora del llamado, Megamagno tomó nuevamente el teléfono y se comunicó con el responsable de French Parfums.

  - He cambiado de idea –le expresó-. Dar un premio podría desprestigiar  al producto. Está destinado a los millonarios y ellos no comprarán un perfume que haga regalos populares. Son muy susceptibles en ese sentido y no quieren ser confundidos.

     - ¿Y por qué no le cambia entonces el nombre, don Megamagno? Si usted no lo toma a mal, le sugiero llamarlo Millenium Parfum  y promoverlo bajo el lema Only  for very wealthy people (Solamente para ricos).

     - De acuerdo, ponga en marcha el plan de inmediato.

     A continuación se puso a leer el boletín diario del Financial News. Lo dejó súbitamente  en su asiento y llamó con premura a su secretario:

     - Que nuestro Banco de Ultramar se declare en bancarrota  y anuncie que solamente podrá pagar a los inversores un 15 % de sus inversiones.  

     A la una de la tarde, pasó a su comedor privado para almorzar. El mucamo le recitó  el menú del día: la habitual copa de whisky escocés añejo de veinte años con hielo para preparar el estómago; una entrada de salmón ahumado de Alaska con salsa indonesa y papas hervidas de Iowa, rociadas con aceite de oliva de Andalucía,  una dieta sustanciosa sin colesterol, aconsejada por su nutricionista. Como postre un bol de frutas tropicales del Caribe, con crema de Corinto. Esperó unos minutos hojeando una revista de modas, hasta que se abrió la puerta de su ascensor privado y entró una damisela pizpireta.        

     Ni uno ni otra demostraron emoción en sus actos. Ni Megamagno ni la recién llegada eran personas  de andarse con arrumacos sentimentales. Entre ambos había como un acuerdo tácito de no interferir sus obligaciones profesionales con los sentimientos. Reina había sido, no se sabe si Miss Mundo o Miss Universo, pero reina al fin. Probablemente fuera oriunda de Venezuela, que tantos concursos de belleza suelen ganar las jóvenes provenientes de ese país. Ambos pensaban que el amor perturba los negocios y sólo son libres los que no aman. Almorzaron y se separaron.

     Megamagno dormitó su ritual media hora con los ojos entornados sin fumar, por su acendrado miedo al tabaquismo. Un caramelo macrobiótico entretuvo su lengua en ese lapso hasta que llegara la agenda vespertina a cumplir. Pasó a su gimnasio donde vibradores, masajeadores, osciladores y caminadores mecánicos al cuidado de un entrenador personal se encargaron de hacerle cumplir sin esfuerzo la cuota diaria de ejercicio físico necesaria para vivir los cien años de vida.   

    Concluido el esfuerzo, Megamagno volvió a llamar a su secretario. Lo interrogó sobre las novedades y su privado le comentó la de último momento. Por Radio Vaticano acababa de difundirse un comentario adverso a la globalización.  Se advertía a los creyentes no dejarse arrastrar de aquí para allá por la oleada de la propaganda consumista, como una barca sin rumbo, y recordar la astucia de los globalizadores en sus prédicas. El secretario pidió permiso a su superior y agregó su opinión adversa.

     - Pero esa noticia no nos involucra –expresó Megamagno­-. Nosotros los globalizadores sólo queremos vender, y la publicidad no es una ideología. No nos importa si el comprador  es católico, judío, o musulmán.

     - ¿Pero qué pasa si a algún obispo, rabino o imán, se le ocurre hacernos frente?

     - Pues fabricaremos sus rosarios, cirios, relicarios y talismanes, imprimiremos sus libros sagrados, y los venderemos en todo el mundo.       

         Aunque Megamagno ocultaba en toda ocasión sus pensamientos íntimos, esta vez   

    consideró necesario extenderse un poco más. Explicó que su estrategia globalizadora 

    consistía en refugiarse en cada lugar en la tradición cultural y aprovecharse de sus     

    creencias. Afirmar, dialogar y nunca discutir, tentar con premios y sobornos a las    

    autoridades, entrar en los resquicios mentales de los clientes y así vencer.

- Disculpe, señor, ¿usted quiere decir que tiene que globalizar también a Dios?                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                   

- A Dios por supuesto que no, pero a los creyentes, sí.

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