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CUENTO CORTO/ CARLOS A. LOPRETE

AMBROSIO PAREDES ME DICEN

AMBROSIO PAREDES ME DICEN

     Se llamaba realmente Nemesio Leiva, pero sólo de día, porque de noche era Ambrosio Paredes.

     Cada hecho tiene su escenario propio para suceder. En lugares de iluminación profusa la indiscreción lumínica entorpece el fingimiento y delata los pasos furtivos. La oscuridad hipócrita favorece desde los tiempos de la candela de aceite los amores espurios y los atracos en los callejones.

     En el suburbio de Barracas, donde se asienta la espuma proletaria de obreros y artesanos abandonados por las olas atlánticas, Nemesio había aprendido gracias a su deambular callejero esta elemental verdad. El tango presumido engaña al ruedo de admiradores y apostadores los sábados y domingos por la noche,  bajo el relumbrón agonizante de las asmáticas lamparillas eléctricas. El cuchillo justificador del honor engreído ostenta su insolencia en el cinturón de los bailarines, en la espera paciente y silenciosa del desafiante que ponga en duda la valentía del  taita portador.

     Es esa lánguida frontera donde la pampa y el asfalto discuten el derecho de avanzar, Nemesio Leiva ha comprendido que su redención social requiere abrirse paso desde los   cafetines y bailongos arrabaleros hasta los cabarets del centro de la ciudad, donde las damas ricas distraen su aburrimiento conyugal en procura de un auténtico macho salvador, y donde la lenidad de las leyes y la corruptela de los vigiladores públicos hacen vista gorda al delito a cambio de un  fajo de billetes.     

     - El cuchillo es lo único que respetan los hombres –le había dicho su madre-. Si lo desenvainas, húndelo hasta el fondo.

    En su recoveco del fondo del conventillo esperaba que el traqueteo del tranvía del Bajo hubiera despertado al más remolón de los inquilinos para liquidar del todo el silencio nocturno con su sinfonía de martillazos y el canturreo de valsecitos criollos. Fungía de hojalatero alargando la vida de cacerolas y cacharros de metal con su destreza en el golpeteo y la soldadura de estaño, matizados de tanto en tanto con los resoplidos de satisfacción por los resultados obtenidos.

      Complaciente y amistoso, sus vecinos del inquilinato recogían de sus labios los buenos días prometedores, el elogio estimulante del traje o vestido recién estrenados, las felicitaciones gozosas por el premio ganado en la quiniela, cuando no el piropo zalamero que hacía sonreír ir y exagerar el balanceo de cadera de las muchachas en estado de merecer. Mas a pesar de su locuacidad reconfortante, nada ni nadie había logrado perforar la coraza de su intimidad, ni siquiera el coqueteo provocativo de la diosa del albergue al pasar delante de él en busca del agua para el puchero diario en la canilla común.

     Por las noches mudaba su vestimenta obrera apretándose dentro de un angosto pantalón de fantasía rayada, un saco de impecable negrura con ribetes blancos en las solapas y cuello, y un chambergo de ala requintada. Completaban su atuendo de valiente unos espejados zapatos de cabritilla negra y el legendario pañuelo de seda blanca con el monograma bordado A.P.  Con estos atavíos de vestuario advertía a los parroquianos del cafetín que debajo de la faja de su cintura dormitaba latente la muerte al filo de su facón.

     Para los vecinos de Barracas no pasaba de ser un presumido enamorador de hembras, último ejemplar quizás de una estirpe en extinción, despojada ya de su fama heroica y salpicada por la irreverencia burlesca de la nueva generación. Acorralado entre dos fidelidades, Nemesio Trejo se inclinaba por la heredada consigna de su madre en su lecho de muerte:

     -Sé algo, hijo mío. Nosotros no pudimos.

     Para los varones de la lunfardía, el culto del cuchillo letal venía después de Dios y del amor a la viejecita. Nuca se sabe por qué se mata, pero es algo que no se puede evitar. Forma parte del destino y sucede en el momento menos pensado, sin buscarlo, como sucede con el amor. Quien traiciona al caudillo político o infama a la mujer del prójimo se ha internado en el laberinto del cuchillo. El honor se limpia únicamente con la sangre chorreante del filo acerado.

     En los lúgubres bailongos de Nueva Pompeya, los compadritos menores abrían paso a Ambrosio Paredes cuando entraba en los locales vecinos a confirmar su fama de taita mayor, no fuera que olvidaran su nombre o buscaran sustituir su señorío. Si se anticipaba a requebrar a alguna coqueta o le indicaba con un gesto del mentón que la había escogido para la próxima pieza, el compañero de la bailarina se apresuraba a desprenderse de ella, quedarse quieto en su lugar y mirar de reojo a su competidor, sin decir esta boca es mía, tragándose el desafío. Y si algún parroquiano arrancaba los aplausos de los concurrentes por sus cortes y quebradas, Ambrosio retomaba su fama con las improvisaciones de una guitarra.

     Una noche de Carnaval de mil novecientos dieciocho, cuando el médico de guardia del Hospital Rawson le retiraba respetuoso del vientre la hoja del cuchillo y suturaba las entrañas para restañar los borbotones de sangre, intrigado por la derrota del afamado rey, se atrevió a preguntarle cautelosamente:

     -¿Y por qué no se defendió con el cuchillo que llevaba, don Ambrosio?

     - Es que soy Nemesio Leiva y no Ambrosio Paredes como me dicen, doctor. Y ese cabrón lo había presentido.

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