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CUENTO CORTO/ CARLOS A. LOPRETE

MEMORIAS DE UN TIGRE

MEMORIAS DE UN TIGRE

 

 

               Tendría un mes, no más, cuando comencé a darme cuenta de que la piel de mi mamá no tenía pelaje como el mío. El de ella era corto, de color ocre subido y uniforme, en tanto el mío era gris amarillento con rayas negras, suave como un plumón. Éramos dos hermanos semejantes, entre otros seis diferentes que se atropellaban unos con otros sobre las ubres maternas para alimentarse, mientras que yo y mi igual  hurgábamos entre ellos para conseguir un lugar entre los pezones. Los hijos legítimos, amontonados y atropellados,  sólo accedieron a cedernos un sitio cuando comprobaron en sus pellejos que teníamos uñas filosas en los extremos de las patas.

            Una mañana un guardián del zoológico se llevó a mi hermano. Me quedé solo en el chiquero, entre esos animales extraños y opté por resignarme. Otro día vinieron a vernos a mi mamá o a mí, no sabría decirlo, los chicos de una escuela con su maestra, un fotógrafo y un camarógrafo de televisión. El director del zoológico, un veterinario mediático, medio barbudo y con chaquetilla blanca, me tomó en sus manos, me acarició y arrulló en su seno y hasta me dio un beso para demostrar su cariño. Explicó a los visitantes  quién era yo y pidió a los escolares que entregaran un papelito con el nombre que quisieran ponerme. Después del concurso que duró un mes, resultó que vine a llamarme Jim, como el niño indio de una novela, en vez de Boby (nombre de perro), Falucho (soldado de la guerra de la independencia), Facundo (caudillo argentino del siglo XIX apodado el Tigre de los Llanos) o Mickey (ya había un ratón famoso con ese nombre).

           A las semanas vine a saber que mi padre había sido un cuadrúpedo carnicero de Birmania y se mandó a mudar a la selva por su instinto de polígamo, dejando a mi madre abandonada, que a las semanas murió de tristeza o neumonía, no pude saberlo bien. Por ese entonces privaba en el mundo la moda de la solidaridad, y acorde con sus principios, el director del zoológico asiático nos había obsequiado al de Buenos Aires junto con mi hermano. Éste nos aceptó sin tener madre que nos amamantara. Nos encerró en un corral con una obesa chancha cordobesa que nos dio leche sin darse cuenta de que éramos unos intrusos, aunque cada tanto nos miraba de reojo, vaya uno a saber por qué razón.

     Yo me cuidaba muy bien de ocultar a la chancha mi extranjería procurando succionar sus mamas sin lastimarla con mis filosos dientes. De este modo, en un mes engordé con su leche al doble de mi peso. Tengo fundadas sospechas de que como el presupuesto del director apenas  alcanzaba para alimentar a los animales nacionales, el funcionario había decidido sacarse de encima a mi hermano y a mí. Mi hermanito fue canjeado a un gobernador de provincia por una montura criolla, un mate y una bombilla de plata labrada,  mientras yo fui a parar a manos del ministro de agricultura y ganadería, cuya esposa coleccionaba mascotas exóticas en la parte posterior de su residencia. Allí conviví entre papagayos del Caribe, monos tití del Paraguay, avestruces del África, gatos de Persia, una perra de Terranova y otros animales forasteros.

          El director del zoológico ascendió a secretario de comercio exterior y la esposa del ministro se lucía mostrándome a sus amistades, acariciándome, besándome en la boca sin temor y narrando a sus huéspedes lecciones de ciencias naturales aprendidas de apuro en la enciclopedia Espasa Calpe. “El nombre tigre proviene del latín tigris y no se puede cabalgar sobre este animal, porque una vez que se subió a su lomo, si se desmonta lo ataca, como dicen los brahmanes –comentó con prestada erudición la anfitriona. En una recepción de Nochebuena me sacó a relucir en el salón y me pasó de mano en mano para que me palparan. Hastiado de tanto manoseo, a una de ellas engalanada con una estola de tigre auténtico, le olí mi raza en la prenda y en un arranque instintivo le arañé las mejillas y le  mordí un labio. Me arrojó furiosa al suelo y de un puntapié me estrelló contra la pared. Las dos hijitas de la dueña de casa aparecieron a la carrera cuando oyeron mis aullidos de dolor, me recogieron, me consolaron con abrazos y besuqueos, y la mayorcita masculló a su hermana su repudio mediante una reminiscencia televisiva: “Vieja hucha, lo patea porque no es el tigre de la Esso”.

           Cuando me hice más grande, los animales comenzaron a alejarse de mí. Los avestruces me miraban con desconfianza desde un rincón, las gallinas me sobrevolaban al trasladarse, los gatos monteses me olfateaban  extrañados desde lejos al ver a tan extraño pariente,  los perros se aproximaban cautelosos desde atrás con la cola entre las patas y el guardián me arrojaba la comida desde detrás del alambrado. Yo la comía porque tenía hambre, pero la carne vacuna  no era de mi agrado y necesitaba otra clase de carne. Comprobé así que esos animales eran racistas, aunque se cuidaban de dar a conocer sus ideas. Me pusieron una gruesa cadena por collar y me sacaban a pasear atado. Poco a poco fui perdiendo la paciencia con los transeúntes que me tiraban de la cola, me hacían muecas con las manos pegadas a las orejas,  me provocaban con gritos, me arrojaban  caramelos y golosinas ajenas a mi paladar, cuando no palos y piedras pequeñas. En la plaza hombres, mujeres y niños me miraban ansiosos de que bostezara y mostrara mis colmillos. Yo los miraba aburrido, y entre bostezo y bostezo, arrojaba al aire un mugido que los entusiasmaba. En una ocasión en que los observadores se agruparon en exceso, se acercó un policía uniformado para saber qué pasaba, pero cuando lo vi cerca  con rostro de disgusto, de un zarpazo le arranqué el silbato de la mano. Fue el acabóse de mi felicidad. El comisario llamó a su despacho a mi patrona y le indicó que debía desprenderse de mí.

         El ministro de agricultura y ganadería preguntó entonces a su consorte:

         -¿Qué hacemos con el tigre? Los chicos lo extrañarán, pero no podemos correr el riesgo de que hiera a una persona. La noticia saldría en todos los diarios y pondría en peligro mi carrera política.

         - Podríamos enviárselo al rey de Etiopía y de paso, hacemos confraternidad.

-                                        - Imposible, porque en ese país hay millones. Sería como enviarle un naranjo al presidente del Paraguay.

         Entretanto el matrimonio debatía mi destino, la casualidad quiso entonces que un circo norteamericano, el Barnum Brothers, anunciara a todo cartel que a la semana siguiente abriría sus puertas durante doce días en una jira de espectáculos procedente del Uruguay. Repetidos desfiles de animales enjaulados precedidos por una banda de música, el director montado en el lomo de un elefante enjaezado como príncipe oriental, una bandada de payasos revoloteando y haciendo piruetas y malabares, llamó la atención de los vecinos. Una idea brillante se filtró en la mente del ministro. Envió reservadamente  a su secretario privado  para que me ofreciera en venta o en canje, según fuera su preferencia, con tal de sacarme de la ciudad. El director vino a verme una mañana muy temprano acompañado de su domador mayor, quien me azuzó con su látigo, me obligó a treparme a unos cajones altos, me pinchó las nalgas, me hizo abrir la boca amenazándome con una tea encendida y comentó a su patrón:

        - Es de buena raza, pero medio caprichoso. Pero yo me encargaré de amaestrarlo. Por algo nos hizo Dios inteligentes a los hombres

       Eso sí, discutieron  y mucho la transacción. El ministro pretendía dinero, el director del circo un canje. Acordaron al final que darían por mí dos mil dólares en efectivo y a la mano, sin recibo, y una pareja de pavos reales asiáticos con colas de vistosas plumas verdes y visos de azul y oro, para exhibirlos en el aviario del zoológico, sin peligro para los cuidadores ni gastos excesivos en la manutención.

        - De acuerdo –dijo el ministro-. Pero mándemelos  más bien a mi casa que yo me encargaré de entregarlos.

         Mi vida en el circo fue una serie de tragedias y sufrimientos. Una vez me quemé la cola al saltar a través de un aro encendido, otra casi pierdo un ojo por un golpe de vara del domador en una sesión de entrenamiento. El otra oportunidad, estuve rengo de la pata trasera izquierda durante quince días  debido a una caída del trapecio.  De la comida ni hablar. Apenas unos kilos de carne podrida o de animal muerto, porque me resistía a ingerir como alimento mezclas comerciales para gatos. Yo temblaba cuando se moría algún animal, porque sabía que iría a parar a mi estómago. Cuando se murió el hipopótamo, me indigesté con su carne grasienta, que con gran sacrifico tuve que comer durante dios semanas. A mi entrenador lo tenía entre ojos, dispuesto a pegarle un zarpazo en la cara y dejarlo tuerto hasta el fin de sus días, pero el muy cochino era tan cobardón que nunca se me acercó a menos de ocho metros de distancia y protegido por un escudo portátil y tres ayudantes con tridentes.

        A todo esto, ya había crecido y madurado en mis gustos y experiencia de los hombres. Dejé de ser un tigrecito mascota para convertirme en un tigre hecho y derecho, con todas las de la ley. Si alguien me atacaba, seguro que acababa entre mis garras y mis colmillos y en una cama del hospital. Entre los peones del circo me hice fama de peligroso y ellos trataban de no pasar cerca de mí. Es una bestia asesina –decían-. Un empleado correntino era la excepción. Con más amor propio que una reina universal de belleza, se mofaba del temor de sus compañeros. Para demostrar su valentía apostó un día a que me enfrentaría. Mejor no lo hubiera hecho. Se metió en la jaula con un poncho en la mano izquierda para defenderse, una red y una horquilla como gladiador romano, y me desafió. Le advertí con un rugido que no se me acercara, pero el estúpido no me creyó. De un salto caí sobre el atrevido, quien se enredó y no le sirvieron para nada sus defensas. En menos de medio minuto desafiante estaba a los gritos en el suelo y yo le hubiera arrancado un brazo si el capataz no me dispara dos balazos que por fortuna no me tocaron.

        Sólo sentía cariño por los niños y los respetaba, a menos de que alguno tuviera la ocurrencia de acercarse a mi jaula y me arrojara una pedrada o me pinchara con una vara. Seguía soñando con la carne de venado. Algo interior me decía que ése era el plato preferido de nosotros los felinos. Naturalmente, el patrón del circo presentía mi instinto, pero no estaba en sus proyectos mandar a cazarlos a los bosques del sur para darme el gusto.

        No me quedaba otro recurso que escaparme y huir adonde la suerte me llevara, porque yo no conocía el mundo. Dedicaba horas enteras a planear la fuga. Ansiaba ser yo mismo, un tigre real y valiente, sin la intromisión de los hombres, para los cuales yo no era otra cosa que un instrumento para obtener ganancias.

        Como nunca falta en la vida la oportunidad de hacer una cosa, a mí también se me presentó. Un lunes de descanso del personal, al atardecer, mi cuidador, un yugoslavo perseguido por la justicia de su país, irradiando vapores de alcohol por todos los poros, coqueteaba a una trapecista con intenciones no precisadas y fanfarroneaba con su valentía. Ella, desconfiada de toda jactancia varonil, lo desafió a que entrara en mi jaula sin látigo. El muy bobo abrió la puerta y entró. Lo recibí a manotazos por todos lados y no le comí un brazo o una pierna para no perder tiempo. Aproveché la confusión y me fugué por un matorral próximo. La trapecista se desmayó en el acto sin alcanzar a proferir grito alguno y me dio el tiempo suficiente para esconderme trepado en la copa frondosa de un árbol. Me acurruqué entre las ramas superiores, hecho un ovillo, y esperé hasta la noche.

        Los vecinos, organizados en piquetes con horquillas, machetes, escopetas y pistolas salieron en  persecución mía. Los policías y bomberos, desacostumbrados a cazar bestias, lo hacían con redes y metralletas, y traían perros husmeadores que ladraban, se movían agitados de un lado para otro, iban y venían  sin encontrarme. Yo había tenido la precaución de fugarme por el curso de una acequia de modo que su olfato no les servía para su propósito. Salía del agua y orinaba al borde, volvía a meterme en el riachuelo, mataba una gallina aquí y un pato allá,  de modo que los remolinos de plumas dispersas por el viento confundían sus sentidos. De noche, en la oscuridad, saltaba de rama en rama; mientras los perseguidores me olfateaban por el norte yo me hallaba por el sur. Los hombres suspendían el rastreo por la noche, temerosos de que yo los saltara por detrás y acrecentara el número de viudas y huérfanos.

        Las autoridades publicaron bandos ofreciendo dinero por mi captura, la bestia salvaje de Hircania, sin saber que Hircania estaba en Persia y yo provenía de Birmania. De todos modos, morir por morir, poco importa la nacionalidad de la víctima. A uno de los vecinos, con fama de inteligente, se le ocurrió dejar atado a un inocente cordero y a su alrededor cuatro trampas de acero. Con bastante experiencia sobre los humanos, no me dejé tentar por el cebo a pesar de la mezquina comida que tenía en el estómago.

        Sin embargo, no las tenía todas conmigo. Por arriba dominaba yo la situación, ¿pero qué sucedería cuando el hambre mi obligara a bajar a tierra? Abajo ellos son nuestros depredadores. Sabía que el cautiverio o la muerte eran mi destino fatal y sin embargo luchaba por la vida en libertad. Por momentos deseaba ser águila para volar. No tenía un dios felino para pedirle un milagro, ni estaba a mi alcance el recurso de suicidarme que usan los hombres. No entiendo por qué estoy condenado a matar para subsistir, pero no conozco otra forma de ser. Mejor están las jirafas y los monos, que se alimentan de vegetales, aunque tampoco escapan del encierro en los zoológicos.

        Llevaba ya seis días de fuga, cuando se me ocurrió una idea. De noche los vigías y centinelas tienen sueño y si llueve, se cuidan más de no mojarse que de vigilar. Una inesperada tormenta acompañada de rayos y truenos vino a darme un respiro. Me deslicé sigilosamente sin impedimento de una rama a otra, hasta que encontré un vacío para arrojarme al suelo.  Caminé toda la noche por una senda sin saber adónde iría a parar y al cabo trepé en el techo de una vivienda, me encogí debajo de un tanque de agua y esperé hecho un ovillo.

        La mañana siguiente amaneció radiante como un cristal. Sólo se escuchaba el ronquido de un helicóptero explorador, revoloteando como mariposa, con dos fusileros apuntando a uno y otro lado. Me buscaban desde el aire y terminaron por encontrarme. Sentí un disparo y una flecha pequeña con un líquido se introdujo entre mis costillas. Me dormí profundamente. No podría decir cuánto tiempo estuve dormido, pero deben de haber sido bastantes horas porque tuve varios sueños. Soñé que unos cazadores indígenas me habían atrapado haciéndome caer en un foso profundo con la entrada de ramas disimulada y  estacas puntiagudas en el fondo. Me tuvieron allí sin darme de comer hasta que extenuado y desangrado, pudieron alzarme sin peligro. Me degollaron hasta dejarme la cabeza y el cuero. Me dejaron secar al sol y después me canjearon con un explorador por dos botellones de licor y un rifle, quien a su vez me vendió un millonario inglés. Convertido en alfombra, yo miraba a mis nuevos propietarios sin comprender el cambio, pensando en los  años interminables que tendría que esperar hasta mi muerte definitiva.

          No podría precisar cuánto tiempo estuve dormido, pero al despertar me encontré otra vez cautivo Esta vez el encierro era distinto. Estaba en un espacio mucho mayor que el anterior, como de media manzana de superficie, bastante más abajo del piso, con unos troncos de árbol y una peñas de adorno. Una covacha con barrotes de hierro me servía para dormir.  El empleado me arrojaba la comida desde el borde y podía tomar agua de una cascada que me servía también para refrescarme los días muy calurosos. Un foso profundo y una verja de hierro me impedían cualquier nuevo intento de huir.

         Los chicos ya no me llamaban  Jim, me ponían cualquier nombre, abuelo,  mordisquito y otros para burlarse de mi vejez, ni provenía de Birmania ni de Hircania, sino que era un simple tiger asiaticus,, según rezaba en nuevo cartel. Ya no me arrojaban galletitas ni golosinas, sino latas vacías, piedras, botellas y papeles encendidos para hacerme salir de mi refugio. Molesto y avergonzado yo salía de vez en cuando, me dejaba observar unos minutos, lanzaba un rugido sordo y volvía a entrar desanimado y triste. Apenas me movía, no miraba a los visitantes, soportaba las bromas y burlas, y me mantenía ajeno al mundo. Tirado de costado en el suelo, con la cabeza entre las patas, sin fuerzas y aburrido, espero, espero y espero, no sabría decir qué, pero espero. Presiento que algo está por sucederme y no sé qué. Cada día que pasa soy menos yo mismo, menos que el tigre de antes. Ni el guardián me tiene respeto, hace la limpieza sin encerrarme en la guarida y hasta me empuja a escobillazos para que me corra de lugar.

        Llevo ya varios años en este cautiverio. Mis músculos se han vuelto fláccidos, mis fuerzas están debilitadas, mi voz está apagada, mis colmillos ya no tienen filo y varios dientes se me han caído.

        He perdido la prestancia y las energías de antes. Me acuerdo de mis años juveniles, cuando el perfil de mi cuerpo y la elegancia de mi andar provocaban el asombro y los hombres me consideraban  un soberano del mundo animal.

       El público me mira con indiferencia. Un visitante, al verme en este estado, me señaló desdeñoso a su hijita:

      -Parece un gato en ruinas.

      Ya no me molesto ni siquiera en llamar la atención. Los caminantes prefieren a mi vecina, la pantera negra de Cambodia, de mirada acechante y tenebrosa, inmóvil en la espera del momento del salto mortal. Hace unos días le arrancó de un mordiscón la mano a un osado que se atrevió a ofrecerle una galleta por entre los barrotes.

-                                              Es curioso todo esto. Los hombres parecen respetar sólo lo que temen. No se      preocupan por las glorias pasadas y sólo admiran al triunfador del día, olvidando que el que una vez fue vez tigre, siempre será tigre.

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