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CUENTO CORTO/ CARLOS A. LOPRETE

LA SEÑORITA SORIA

LA SEÑORITA SORIA

 

     Era soltera y le decíamos “señorita”,  no porque fuera soltera, sino porque en la provincia se denominaban señoritas  las maestras de la primaria. Enseñaba en quinto grado, y era tan plácida que no parecía persona de este mundo. Llamarla dulce no sería apropiado, debido a que no lo era: su presencia no trasuntaba precisamente dulzura, que viene a ser una especie de placer comparable al del azúcar. Era algo distinto que yo no alcanzo a expresar, como tampoco ninguno de sus alumnos. Esta falta de palabras no impedía nuestro cariño hacia ella, porque nos atraía sin más ni más, sin necesidad de explicaciones de diccionario.

    Al sonar la campana de entrada a clase, los alumnos mirábamos a la puerta de la sala de maestras para comprobar si ese día no había faltado por enfermedad, y entre las veintiuna maestras, nuestros ojos la buscaban con ansiedad. Cuando la veíamos decíamos “¡Vino!”, contentos con el día de felicidad que nos esperaba.” Con los años pude descubrir que en realidad esa especie de atracción o magnetismo no se originaba en su aspecto físico, porque no brillaba como la diosa de un cuento romántico, sino que era algo inexplicable, un asunto de nuestras almas. Su toque de distinción nos resultaba un misterio.

     Era justa e imparcial como lo eran las demás maestras, nos quería a todos como si fuéramos sus hijos, pero yo estaba seguro de que a mí me quería algo más aunque trataba de disimularlo para no desanimar a nadie. Yo lo notaba en el levísimo movimiento de las comisuras de sus labios cuando le respondía primero en sus ejercicios de cálculo oral, o cuando no había otro en el aula  que supiera que el picaflor o colibrí es el único pájaro de la naturaleza que se mantiene quieto en el aire y vuela para adelante y para atrás. Ella se había dado cuenta de que yo me había convertido en un asiduo lector en la Biblioteca Pública de cuanto libro nos recomendara, desde la  Enciclopedia Hispanoamericana de la Biblioteca Pública, donde todo estaba escrito, hasta la botánica de Langlebert y la física de Renouvier, traducidos del francés. Eso llenaba de gozo.

     Jamás hizo diferenciación entre sus alumnos. En las clases nos llamaba por el apellido y no por el nombre de pila, como se usaba en aquellos años. En una reunión de docentes alguien le preguntó quién era el mejor alumno del grado y ella trató de ocultar su preferencia con una contestación ambigua: “Todos son mejores por ahora. Al terminar el año veremos las notas finales y lo sabremos.” Era una declarada enemiga de  la competencia entre sus discípulos, pero sin embargo le regocijaban los estudiantes adelantados y estudiosos.

     Un día me sorprendió con una inesperada propuesta: quería conocer a mi mamá. Mi viejita preparó nuestra humilde vivienda para tan prominente visita: lavó los pisos, pulió los vidrios, fregó la cocina, planchó cuanto trapo había, y preparó la vajilla para tan la merienda. Vestimos nuestras  mejores ropas y nos dispusimos a recibir a tan importante la visitante. ¡La señorita Soria en mi casa! Yo temblaba para mis adentros, aunque estaba seguro de que no venía para nada malo.        

     La señorita llegó con exactitud a la hora convenida, vestida con la sencillez y la dignidad adecuada a su persona. La reunión fue como una reunión social cualquiera. Se habló del tiempo, de la sequía en el campo, de la mejor forma de cocinar un guiso de carne, de la próxima inauguración de un asilo de ancianos. Nada de política ni de religión, y naturalmente, nada de chismes vecinales.

     En determinado momento, la señorita Soria le preguntó a mi mamá si podía hablar a solas con ellas. Naturalmente que ella aceptó la propuesta. Los demás nos retiramos con respeto del lugar. Nunca supe de qué hablaron, porque guardaron en secreto sus palabras. Sólo conservo en mis recuerdos la frase que mi mamá dijo ni bien ella se fue: “¡Qué maravilla de mujer te ha tocado, hijo mío!”

     Han pasado cuarenta años de aquel día. Algo me dice adentro que estoy en deuda con la señorita Soria. Uno de estos días iré al cementerio a depositar una flor en su tumba, no porque crea que sus huesos la necesiten, sino porque estoy convencido de que ella me estará  mirando desde otro lugar.

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