Blogia
CUENTO CORTO/ CARLOS A. LOPRETE

TEOLOGÍA GAUCHESCA

TEOLOGÍA GAUCHESCA

     La noche bajó su oscuridad instalando su hechizo en el ánimo de los gauchos. Los reseros, enfundados en  sus toscos ponchos pampas y sombreros alicaídos, se congregaban a paso lento, agobiados por la fatiga, para compartir el descanso y el alimento reparador.

     Tres jornadas habían transcurrido desde la partida del Tandil hasta las tierras de pastoreo de Pergamino, para sustraer a los quinientos vacunos  del frío y la sequía.  Entre suelo y aire se jugaba la vida animal, como entre tierra y cielo la de los gauchos. Traquetear sobre el lomo de los caballos, dormitar mecidos por el balanceo rutinario, despertar al menor ladrido de alerta de los perros forzando a alguna bestia descarriada  a retornar a la tropilla, trasudar la ropa, tostarse la piel, y de cuando en cuando musitar alguna tonada regional o caer en un torbellino de reminiscencias deshilvanadas, eran al fin de cuentas una forma de aceptar el destino personal.

     Las reses concentradas al amparo de los algarrobos y ombúes sacudían la monotonía del silencio nocturno con algún que otro relincho resignado. Los hijos de la llanura disponían en el suelo sus monturas y arneses en torno al fogón donde las brasas asarían los costillares nutricios. Ni humanos ni bestias ponían sus expectativas en el día siguiente. La vida se compone de días sucesivos y cada uno tiene su propio destino. La lumbre de los leños se encargaría de suscitar el examen de conciencia de la jornada de hoy, y esto bastaba para dormir en paz.

     El cosquilleo estomacal cedía su pertinacia con los bocados de carne chispeantes de grasa, rociados con el néctar de las uvas cuyanas o la ginebra holandesa, bebidos a flor de pico de botellas, transmitida de mano en mano. Las evocaciones reprimidas en un principio por el pudor masculino, comenzaron a brotar de las lenguas desatadas por el alcohol, y los arrieros se enteraban así de los dolores y los amores ajenos: el hijo perdido en un duelo mano a mano, el alma en pena de un amigo insepulto detrás del horizonte, las apariciones del diablo Zupay a la vera de los senderos.

     El tránsito de la pena al misterio ocurría cuando los gauchos sacaban a relucir las guitarras y arrancaban a las cuerdas los secretos de la vida. El morocho Ledesma, oriundo de Santiago del Estero, había aprendido por instinto que las palabras sin música son como la fruta seca, porque el alma se mueve entre ritmos y tonos. Así pasa cuando una pena nos abruma, así pasa cuando un enamoramiento imprevisto se retuerce dentro de uno sin atreverse a salir. Sus escasas letras escolares no le alcanzaban para entender esas cosas y envidiaba a los doctores de la ciudad que seguramente sabrían algo de eso. Pero él no contaba más que con su compañera, la guitarra, para arrancarle algún misterio en algún rasgueo venturoso, la primicia de una rima certera.

     De pronto Adelmo Barrios, el guitarrero de la Banda Oriental, aportó los versos que le borboteaban en la boca como espuma en las fauces de un puma acorralado. Pulsó su instrumento, lo afinó y lanzó su desafío al santiagueño:

                                            Atiéndame, mi amigo,

                                             le pregunto por querella:

                                              ¿de cómo parió la Virgen

                                              y siempre quedó doncella?

     El morocho norteño clavó su  mirada  en los ojos del desafiante, y luego la bajó dando tiempo a que una inspiración súbita lo sacara del atolladero. Reflexionó que una cosa es ser amigo y otra muy distinta dejarse derrotar en una payada. Tal vez el cantor oriental fuera un artista furtivo oculto detrás de las destrezas del lazo y las espuelas. Creyó adivinar en el retraimiento de las comisuras de sus labios y la dureza sin parpadeos de sus ojos, la picardía provocativa de un hombre que buscaba la ostentación de su superioridad. Nada impedía entonces una definición rimada.

     Vinieron a su mente las enseñanzas del párroco pueblerino y la estrofa que había heredado de su devota abuela. Acomodó sobre una de sus piernas el instrumento, provocó con un silencio intencional la expectativa del auditorio, preludió con unas notas el recuerdo salvador y cantó:

                                              Tirá una piedrita al agua,

                                               verás como se abre y cierra;

                                               ansina parió la Virgen

                                                y siempre quedó doncella.

     Silencio total. Cuando el fogón se apagó, cada resero se acostó a soñar con el misterio.

0 comentarios