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CUENTO CORTO/ CARLOS A. LOPRETE

CRISTIANO, HACÉ PUM

CRISTIANO, HACÉ PUM

Ese día, como todos, terminó en oscuridad. El hombre se ha acostumbrado ya a esta persecución de la luz y las tinieblas y la afronta sin  asombro. El gaucho Toribio Navarro, alzado contra la autoridad, aprovechaba esa pugna para conversar consigo mismo.

     Agobiado por la travesía de la planicie chaqueña, matizada aquí y allá por oportunos matorrales de espinillos, tiró de las riendas, frenó su alazán y se apeó a mascar su tasajo y matear. Retiró el apero del lomo de su caballo, lo depositó en el suelo y arrrumbó  su cuerpo  contra un algarrobo para reposar. La fricción de un palo contra una tabla seca en medio de una hojarasca aportó la lumbre para calentar el agua y ahuyentar a los pumas.

      El relumbrón mortecino del rescoldo marcó el término de su frugal sustento. Unos sorbos de ginebra y un cigarro de chala  sirvieron de puente al sueño. El pistolón en su puño le garantizaba su permanencia en el mundo de los vivos. A corta distancia, el alazán, después de pastar, se entregó al entresueño vigilante de su raza.

     Un torbellino indescifrable de taperas, paisanos, pulperías, tabas, duelos con patrullas policiales, habitaron su mente esa noche. La avalancha de imágenes sin concierto entre sí, se transformó en confusa pesadilla. Acaso una premonición gratuita ofrecida por el destino, lo preparaba para el nuevo día.

     Una mano sacudió con levedad su hombro izquierdo y lo devolvió a la vigilia. Aletargado todavía por la ensoñación que demoraba en retirarse, entreabrió los ojos y levantó la mirada. De pie, inmóvil frente a él, con el rostro de piedra inexpresiva, un indio lo observaba. Callado e inmutable, con una carabina en su diestra, botín tal vez de un malón inmisericorde, nada podía inferirse de su actitud. Desconcertado, Toribio hurgueteó en su mente alguna explicación, pero fue en vano. Nunca había vivido una experiencia similar. Le habían dicho que la muerte se presiente. Acaso habrá llegado mi hora, pensó. Se persignó sin pronunciar palabra alguna.

     El alazán del indio, en pelo y con una soga por bozal, mascullaba el cáñamo del cabezal unos metros más allá, como obediente testigo histórico de lo que estaba por suceder. Parecía remiso a participar de la escena. Sacudió la cabeza ventilando las crines, giró su inquisición de su amo al indio, como interrogándolos a ambos. Era el papel que tenía asignado.

     A la mente de Toribio asomaron los trances de su vida pasada. Desde su atalaya de guardia armado en la reducción jesuítica de San Javier había visto en cierta ocasión  una flecha guaraní abrirse paso por entre los omóplatos del padre campanero mientras tocaba a misa matutina. Apenas un tenue  quejido, casi imperceptible, había marcado el tránsito del mártir. Las embestidas de los malones indígenas lo habían confirmado en su opinión de que la revancha forma parte de las necesidades humanas. La vida, algunas veces se justifica con la muerte ajena.

     No alcanzaba ahora a discernir si estaba sereno o aterrorizado. El miedo superlativo es siempre callado y el pudor de mostrarse cobarde obra igual. Toribio se mantuvo expectante sin pretender explicarse la situación. El indio rompió el silencio alargándole el arma que traía:

   - Cristiano, hacé pum –le dijo.

   Toribio recibió el arma de su interlocutor, y sin dejar resquicio alguno que permitiera adivinar su actitud, enterró el plomo de un proyectil en el pecho de aborigen. El caballo volvió la cabeza, observó el espectáculo, lanzó un relincho al aire y continuó su tarea de comer.

    Así ha sido siempre y así seguirá siéndolo. No hay nada que explicar, y según Concolorcorvo, ni los sabios de Lima podrían hacerlo.

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