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CUENTO CORTO/ CARLOS A. LOPRETE

ANALFABETISMO CIENTÍFICO

ANALFABETISMO CIENTÍFICO

                                                                                                             

     Desde hace tres meses y medio trabaja en mi casa una nueva empleada doméstica. La anterior, pese a tener nada más que treinta años de edad, se retiró del servicio activo beneficiada con una jubilación de excepción otorgada por el ministro de Bienestar Social. Contraté en su reemplazo otra, que decía denominarse Eugenia, es decir, “bien nacida.”    

     Como en la actualidad los documentos de identidad se fraguan y no es posible verificar los datos de los empleados, cometí el error de dar por supuesto que los documentos presentados por Eugenia eran verdaderos, sin preocuparme por constatar por lo menos alguno de sus antecedentes.

    El primer mes de trabajos fue normal, pero un día después se me apareció con una pregunta llamativa:

- Disculpe, señor -me dijo-, ¿pero es cierto que en el aire hay un agujero muy grande

 que deja pasar los rayos del sol dañinos y provoca malformaciones en los recién nacidos?

     La miré sorprendido por la pregunta, ya que en mi condición de investigador científico sabía que la explicación de dicha cuestión estaba fuera de sus posibilidades intelectuales. Yo tampoco tenía una prueba demostrable del fenómeno, aunque llevo treinta años de investigaciones y sé lo que la ciencia ha llegado a conocer hasta nuestros

días. ¿Cómo habría de saber ella que la atmósfera está formada por varias capas y que a partir de los 25 kilómetros de altura se encuentra una capa de otro gas, el ozono, cuyo papel es filtrar los rayos ultravioletas del sol perjudiciales para la vida humana?

     - Me han dicho que ese agujero está encima de la provincia de Santa Cruz y por eso no quise ir a trabajar allí aunque pagan el doble que en la Capital. 

     Muchas mañanas la sorprendí leyendo en mis libros temas de calentamiento global, erosión del suelo y deforestación, como si fuera propietaria de extensiones de bosques. Llegaba un poco antes del horario de trabajo y leía en mis libros hasta que yo me levantaba. Comprendía entonces que pasaría un mal día con sus inevitables preguntas y para mantener mi tranquilidad espiritual me vi forzado a despedirla.

     Dado que por mis estudios no puedo dedicar mis horas a la función de un Sócrates

criollo, tomé a mi servicio doméstico a otra mujer procurando que fuera lo más ignorante posible. Les preguntaba a las aspirantes qué era un año bisiesto, y si me respondían correctamente, les decía que esperaran mi llamado y que oportunamente las convocaría.

     La segunda doméstica era una mujer corpulenta y forzuda, capaz de levantar con una mano un saco de harina sin resoplar siquiera. Con tales aptitudes corporales, pensé que  no quedaría lugar en tanta carne para los pensamientos. Cuando me visitaban los jueves por la noche mis amigos inteligentes, la escondía en la cocina y no le permitía mostrarse

para ahorrarme las burlas. Pero una mañana, contra toda relación entre cuerpo y espíritu, me sacó de mi error diciéndome:

     - No lo tome a mal, señor, pero desearía hacerle una pregunta: ¿usted piensa que el fin del mundo está próximo y  terminará con una gran explosión?

     Mi sorpresa fue tan estremecedora como si mi perro me hubiera saludado en francés al levantarse y me dijera que había adquirido la ciudadanía francesa y que por tal motivo me hablaba en ese idioma. Razoné de inmediato que para formularme tamaña pregunta mi nueva doméstica debía haber leído al astrónomo británico Stephens Hawkins, pero con las pocas palabras que intercambiamos me di cuenta de que su pregunta no se originaba en una lectura científica sino en una broma que le había hecho

una vecina en el mercado para asustarla.

     - Le pregunto porque si esto va a pasar, me voy a vivir a las montañas de Mendoza donde estaré más segura.

     No lo pensé ni un segundo más. La despedí con la mayor delicadeza posible, le di una excelente remuneración para que viviera por lo menos tres meses, y me fui a tomar aire a la plaza. Había fracasado por segunda vez. Pero como se suele decir que la tercera es la vencida, me creí con derecho a intentar esa tercera vez, aunque emplearía a un hombre, pues con las mujeres estaba escarmentado.

     El tercero me resultó ser un enfermero frustrado, que al mes me había puesto al borde de la locura con sus ignorancias: ¿es cierto que si se come sandía no se debe tomar vino porque se forman piedras en el estómago que provocan la muerte? ¿es verdad que no se deben tomar gaseosas de color amarillo porque intoxican? ¿si el colesterol es colesterol, cómo es eso de que uno es bueno y otro malo?

     Quienes me conocen a fondo dicen que yo soy un hombre tranquilo y paciente. Yo también me había

considerado así hasta que se metieron dentro de mi burbuja estos tres lelos. Practicaba el principio de que si

alguien no estaba de acuerdo conmigo lo dejara vivir, pero me avergüenzo de decir que en estos momentos

estoy a punto de abandonarlo, porque he comprobado que esta norma de conducta es válida únicamente

cuando el prójimo también la practica. No aguanto el analfabetismo científico, qué quiere que le diga.                                                                                                                   

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